El profesor salió sin especial cautela bajo el sol de la mañana, pero de pronto se tambaleó ligeramente. Marek y Kate corrieron a su lado y advirtieron que respiraba con dificultad. Sus primeras palabras fueron:
—¿Tenéis un marcador de navegación?
—Sí —respondió Marek.
—¿Habéis venido sólo vosotros dos?
—No. También ha venido Chris, pero no está aquí.
Johnston movió la cabeza en un brusco gesto de enojo.
—Muy bien. No perdamos tiempo. Os pondré al corriente de la situación. Oliver se encuentra en Castelgard —señaló hacia el pueblo, al otro lado del río—, pero desea trasladarse a La Roque antes de que llegue Arnaut. Su principal temor es el pasadizo secreto que lleva a La Roque. Oliver quiere saber dónde está. Por aquí, están todos desesperados por descubrirlo, porque es vital tanto para Oliver como para Arnaut. Es la clave de todo. Aquí la gente me tiene por un sabio. El abad me pidió que examinara los documentos antiguos, y encontré…
De pronto se abrió la puerta del monasterio, y unos soldados con sobrevestes de colores marrón y gris corrieron hacia ellos. Sin contemplaciones, apartaron a Marek y Kate y los derribaron a golpes; ella casi perdió la peluca. En cambio, mostraron sumo cuidado con el profesor, situándose a ambos lados de él sin tocarlo en ningún momento. Parecían tratarlo con respeto, como una protectora escolta. Mientras se levantaba y sacudía el polvo, Marek tuvo la impresión de que los soldados tenían instrucciones de no causarle el menor daño al profesor.
En silencio, Marek observó a Johnston y los soldados montar a caballo y alejarse por el camino.
—¿Qué hacemos? —susurró Kate.
El profesor se golpeó suavemente la oreja con un dedo. Marek y Kate lo oyeron decir en un sonsonete, como si orase:
—Seguidme. Ya encontraré la manera de reunirnos. Vosotros id a buscar a Chris.
Tras el muchacho, Chris llegó a la entrada de Castelgard: una puerta de madera de dos hojas con robustos refuerzos de hierro. Estaba abierta, vigilada por un soldado con sobreveste de colores burdeos y gris. El centinela los saludó diciendo:
—¿Plantar una tienda? ¿Tender un paño en el suelo? Son cinco sueldos por vender en el mercado en día de torneo.
—
Non sumus mercatores
—respondió el muchacho—. No somos mercaderes.
Chris oyó contestar al centinela:
—
Sy lo sodes, pagar devedes. Quinquesols maintenant, aut decem postea.
Pero la traducción tardó más que de costumbre, y Chris se dio cuenta de que el centinela se expresaba en una extraña mezcla de lenguas, incluido el latín. Por fin, el auricular reprodujo sus palabras: «Si lo sois, debéis pagar. Cinco sueldos ahora, o diez después».
El muchacho movió la cabeza en un gesto de negación.
—¿Veis nuestra mercancía por alguna parte?
—
Herkle, non.
Y por el auricular, Chris oyó: «Por Hércules, no».
—Entonces, ahí tenéis la respuesta —dijo el muchacho. Pese a su corta edad, hablaba con tono tajante, como si estuviera acostumbrado a mandar.
El centinela se encogió de hombros y se dio media vuelta. El muchacho y Chris cruzaron la puerta y entraron en el pueblo.
Intramuros, junto a la entrada, había varias casas de labranza y parcelas cercadas. En esa zona se percibía un fuerte olor a cerdo.
Avanzaron entre casas con techumbre de paja y pocilgas y luego empezaron a subir por una tortuosa calle empedrada con edificios de piedra a ambos lados. Estaban ya en el pueblo propiamente dicho.
Era una calle estrecha y bulliciosa, y los edificios tenían dos pisos, el segundo sobresaliendo en voladizo para proteger del sol la planta baja, ocupada en todos ellos por un taller o un comercio abiertos: una herrería, una carpintería donde se construían también toneles, una sastrería y una carnicería. El carnicero, con un delantal de hule manchado, sacrificaba en ese momento un cerdo sobre el empedrado, frente a su tienda; el animal lanzaba penetrantes chillidos. El muchacho y Chris sortearon el charco de sangre y los rollos desparramados de pálido intestino.
Siguieron por aquella calle ruidosa y concurrida, en medio de un hedor que a Chris le resultaba casi insoportable, hasta salir a una plaza también empedrada con un mercado cubierto en el centro. En sus excavaciones, pensó Chris, allí había sólo un campo. Deteniéndose, miró alrededor y comparó lo que conocía con lo que en ese instante tenía ante sus ojos.
Desde el extremo opuesto de la plaza, una joven bien vestida, cargada con una cesta de hortalizas, se acercó apresuradamente al muchacho y, con visible preocupación, dijo:
—Mi querido
señor
, vuestra larga ausencia causa gran inquietud a sir Daniel.
Por lo visto, la aparición de la joven molestó al muchacho. Malhumorado, contestó:
—Decidle, pues, a mi tío que lo atenderé a su debido tiempo.
—Se alegrará de saberlo —dijo la joven, y se marchó con paso ligero por una estrecha calleja.
El muchacho guió a Chris en otra dirección, sin hacer comentario alguno respecto a su breve conversación, limitándose a seguir adelante y hablar entre dientes.
Llegaron a un espacio abierto, justo enfrente del castillo. Era un lugar pintoresco y vistoso, lleno de caballeros que se paseaban a lomos de sus monturas y enarbolaban flameantes estandartes.
—Hoy han venido muchos visitantes para asistir al torneo —explicó el muchacho.
Delante de ellos se hallaba el puente levadizo del castillo. Chris alzó la vista y contempló la imponente muralla y las altas torres. Unos cuantos soldados recorrían el adarve, observando a la multitud. El muchacho se dirigió hacia la puerta sin vacilar. Chris oyó el ruido hueco de sus pisadas contra la madera del puente levadizo. Dos hombres montaban guardia. Chris se puso tenso al acercarse a ellos.
Pero los guardias no les prestaron la menor atención. Uno asintió distraídamente con la cabeza; el otro, vuelto de espaldas, se limpiaba el barro de un zapato.
A Chris le sorprendió su indiferencia.
—¿No vigilan la entrada?
—¿Por qué van a vigilarla? —respondió el muchacho—. Es pleno día, y nadie nos ataca.
Salieron del castillo tres mujeres; acarreaban cestas y llevaban la cabeza envuelta con paño blanco, de modo que sólo se veían sus rostros. Los guardias tampoco se fijaron apenas en ellas. Charlando y riendo, las mujeres cruzaron el puente con entera libertad.
Chris comprendió que acababa de descubrir uno de esos anacronismos históricos tan arraigados que nadie los ponía en tela de juicio. Los castillos eran fortalezas y contaban siempre con una entrada construida con fines defensivos: foso, puente levadizo, etcétera. Y se daba por supuesto que esa entrada permanecía bajo estrecha vigilancia a todas horas.
Sin embargo, como el muchacho había dicho, ¿por qué iban a vigilarla? En tiempos de paz, el castillo era un activo centro social: la gente iba y venía para ver al señor, para entregar mercancías. No existía motivo alguno para controlar el acceso. Y menos a pleno día, como el muchacho había observado.
Chris pensó en los modernos bloques de oficinas, que tenían vigilancia sólo de noche; durante el día los vigilantes estaban allí, pero sólo para dar información. Y probablemente ésa era también la función de aquellos guardias.
Por otra parte…
Al traspasar la entrada, echó un vistazo a las afiladas puntas del rastrillo, la enorme reja de hierro alzada en ese momento sobre su cabeza. Como sabía, aquella reja podía bajarse en un instante, y en tal caso sería imposible entrar en el castillo. Y también escapar de su interior.
Había entrado en la fortaleza sin mayores problemas. Pero dudaba que fuera igual de fácil salir.
Entraron en un amplio patio totalmente amurallado. Había allí muchos caballos. Soldados con sobrevestes de colores marrón y gris, sentados en grupos, tomaban la comida del mediodía. Chris vio pasarelas de madera a lo largo de la muralla, cerca de su extremo superior. Frente a ellos se alzaba otro edificio de tres pisos de altura, coronado por torretas. Era un castillo dentro del castillo. El muchacho se encaminó hacia allí.
A un lado había una puerta abierta. Ante ella, un guardia masticaba un trozo de pollo.
—Venimos a ver a lady Claire —informó el muchacho—. Desea que este irlandés le haga un servicio.
—Que así sea —contestó el guardia sin demostrar el menor interés.
Entraron. Enfrente, Chris vio el arco de entrada al gran salón, donde se congregaba un gran número de hombres y mujeres, charlando de pie. Todos parecían elegantemente ataviados, y las paredes de piedra devolvían el eco de sus voces.
Pero el muchacho no le dio ocasión de recrear la mirada. Lo condujo directamente al primer piso por una escalera de caracol y luego, por un pasillo, hasta unos aposentos.
Tres doncellas, todas vestidas de blanco, corrieron a abrazar al muchacho, al parecer con gran sensación de alivio.
—¡Gracias a Dios que estáis de vuelta, mi señora!
—¿Mi señora? —repitió Chris.
De inmediato, el bonete negro desapareció de la cabeza del supuesto muchacho y una melena dorada cayó sobre sus hombros. Se inclinó en una reverencia.
—Lo lamento sinceramente y os ruego que me perdonéis por este engaño.
—¿Quién eres? —preguntó Chris, atónito.
—Me llamo Claire —respondió ella, todavía inclinada.
A continuación se irguió y miró a Chris a los ojos. Él vio que era mayor de lo que había calculado, quizá de veintidós o veintitrés años de edad. Y muy hermosa.
Mudo de asombro, la contempló boquiabierto. No sabía qué decir ni qué hacer. Se sentía avergonzado.
En medio de aquel silencio, una de las doncellas se aproximó, hizo una reverencia y dijo:
—Con vuestro permiso, mi señora es lady Claire d’Eltham, y ha enviudado recientemente de sir Geoffrey d’Eltham, noble con extensas heredades en Guyenne y Middlesex. Sir Geoffrey murió a causa de las heridas recibidas en Poitiers, y ahora mi señora está bajo la tutela de lord Oliver, señor de este castillo. Lord Oliver opina que ella debe contraer de nuevo matrimonio, y ha elegido a sir Guy de Malegant, un caballero muy conocido por estos pagos. Pero mi señora se niega a aceptar esa alianza.
Claire se volvió y lanzó una mirada admonitoria a la doncella, pero ésta, indiferente a la advertencia, prosiguió con sus explicaciones.
—Mi señora dice a todo el mundo que sir Guy carece de los recursos necesarios para defender sus heredades de Francia e Inglaterra. Sin embargo lord Oliver espera embolsarse el tributo correspondiente a ese casamiento, y Guy ha…
—Elaine —la interrumpió Claire.
—Mi señora —dijo la muchacha, y correteando, fue a reunirse con las otras doncellas, que cuchichearon en el rincón, al parecer reprendiéndola.
—Ya está bien de charla —anunció Claire—. En el día de hoy, éste ha sido mi salvador, el escudero Christopher de Hewes. Me ha librado de la rapiña de sir Guy, quien pretendía tomar por la fuerza lo que no podía obtener por derecho.
—No, no; nada más lejos de lo que ha ocurrido… —empezó a decir Chris, pero se interrumpió al darse cuenta de que todos lo miraban con estupefacción.
—Cierto es que habla de manera extraña, puesto que procede de un remoto lugar de las tierras de Erín. Y es modesto, como corresponde a un gentil. Me ha salvado, y por tanto se lo presentaré hoy a mi custodio, en cuanto Christopher se vista con una indumentaria apropiada. —Se volvió hacia una de las damas—. ¿No es nuestro caballerizo, el escudero Brandon, de su misma estatura? Ve a traerme su jubón de color añil, su cinto de plata y sus mejores calzas blancas. —Entregó un brazalete a la muchacha—. Págale lo que pida, pero no te demores.
La muchacha se marchó corriendo. Al salir, pasó junto a un anciano de aspecto taciturno que observaba entre las sombras. Llevaba un suntuoso manto marrón de terciopelo con flores de lis bordadas y una gorguera de armiño.
—¿Cómo estáis, mi señora? —preguntó, acercándose.
Ella lo saludó con una reverencia.
—Bien, sir Daniel.
—Habéis vuelto sana y salva.
—A Dios gracias.
El anciano taciturno lanzó un bufido.
—Bien debéis agradecérselo. Incluso Su infinita paciencia ponéis a prueba. ¿Y ha estado el éxito de vuestra expedición en consonancia con los peligros que habéis corrido?
Claire se mordió el labio.
—Lamentablemente, no.
—¿Habéis visto al abad?
—No —respondió Claire con un ligero titubeo.
—Decid la verdad, Claire.
Ella negó con la cabeza.
—No lo he visto, señor. Estaba ausente, de cacería.
—Una lástima —dijo sir Daniel—. ¿Por qué no le habéis esperado?
—No me he atrevido, pues los hombres de lord Oliver han irrumpido en el monasterio, violando el derecho al sagrado asilo, y se han llevado al maestro por la fuerza. Temía ser descubierta, y he huido.
—Ya, ya, ese conflictivo maestro —comentó sir Daniel con expresión pensativa—. Está en boca de todos. ¿Sabéis qué dicen de él? Que es capaz de aparecerse en medio de un destello de luz. —Sir Daniel movió la cabeza en un gesto de negación; era imposible saber si creía el rumor o no—. Debe de ser ducho en el manejo de la pólvora. —Pronunció lentamente esta última palabra, como si fuera exótica y poco familiar—. ¿Habéis llegado a ver a ese maestro?
—Sí, y he hablado con él.