Reamde (89 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
13.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lo dijo en árabe.

Zula lo entendió.

Interesante.

Otros hombres podrían haberse acercado a ver lo que quería demostrar Ershut, pero esos tipos iban cada uno a su avío. En la parte trasera de la camioneta había una caja de herramientas, asegurada con otro candado, y Abdalá Jones estaba rebuscando en el llavero, al parecer siguiendo la razonable suposición de que pudiera contener la llave que necesitaban para abrirla.

Ershut pasó el extremo largo de la cadena por el pomo del enganche del tráiler y lo llevó hasta el tobillo de Zula. Entonces alzó una mano y pidió la llave del candado que ya estaba en su sitio. Luego lo exigió. Después lo pidió a gritos. Por fin alguien se lo puso en la mano. Abrió el candado del tobillo de Zula, lo retiró, acercó el extremo suelto de la cadena, pasó un eslabón por el arco de metal del pestillo, y lo volvió a cerrar.

En ese momento Jones se arrodilló a su lado, mostrando un candado abierto que al parecer acababa de recuperar de la caja de herramientas. Al ver que Ershut ya había encontrado una solución, dejó caer el candado al suelo y se marchó.

Zula solo podía moverse a poco menos de un metro con la cadena que aseguraba su tobillo al pomo del tráiler. Le proporcionaron un trozo de plástico, un saco de dormir, una botella de agua y un puñadito de comida preparada antes de terminar de rodear la camioneta de camuflaje.

En cualquier otro momento de su vida habría ofrecido más resistencia y se habría sentido apurada cuando el candado se cerró. Pero en su mente crecía lentamente la sensación de que la situación iba a cambiar a su favor. Lo que parecía una idiotez, dada su actual situación: encadenada por el tobillo a un pomo en un bosque del noroeste de Canadá, y con las llaves en los bolsillos de terroristas suicidas.

Pero había empezado a ver atisbos de que la cooperación actuaba lentamente a su favor. Era muchísimo mejor estar aquí que en China. Se había defendido y matado a un tipo. Lo había
matado
. Increíble. Había hecho de su supervivencia el centro del plan de Jones, fuera cual fuese. Todo era diferente. Los yihadistas parecían ajenos a este cambio, igual que los grandes terremotos pasan desapercibidos por la gente que vive encima del epicentro, siempre que este se produzca muy por debajo de la superficie.

La muralla de camuflaje construida a su alrededor se volvió tan densa que apenas podía ver los movimientos de los hombres al otro lado, ya que ocultaban las rendijas de luz que todavía brillaban aquí y allá. Zula tuvo la horrible impresión de que tal vez fueran a encender una hoguera y que la iban a quemar viva. Pero después de un rato advirtió que ya no podía oírlos. Se habían echado al hombro las mochilas, se habían puesto en marcha y la habían dejado sola.

El pomo del tráiler se convirtió en el centro de su universo personal. Encima estaba la puerta trasera abierta, proporcionando refugio para las inclemencias del tiempo. El suelo era un lecho de clavos romos, los tocones cortados del follaje segado. Dedicó algún tiempo a apartar a patadas los tallos, a aplastarlos contra el suelo. Cuando quedó a nivel pasable, extendió el plástico sobre el suelo y colocó el saco de dormir encima, luego se metió dentro. La temperatura era sobre cero, pero el frío húmedo la mataría en cuestión de horas si no seguía moviéndose y trabajando.

«Parece que causaste toda una impresión en el señor Sokolov», le había dicho Jones, sin venir a cuento, la primera noche en el campamento minero. «No pude comprender por qué hasta que lo hiciste con Khalid.» Ella no había podido darle ningún sentido a estas declaraciones, y las había olvidado hasta ahora.

¿Cómo podía saber Jones lo que Sokolov pensaba de ella? Jones y Zula habían pasado horas repasando los hechos del edificio de apartamentos. La mayor parte era para sonsacarle información. Pero dada la naturaleza de las preguntas que Jones había hecho, ella había podido ensamblar una imagen razonablemente coherente de cómo había sido la batalla. Quedaba fuera de toda cuestión que Sokolov y Jones pudieran haber hablado el uno con el otro. Y si lo hubieran hecho, no habría sido para hacer comentarios sobre Zula; incluso en el increíblemente improbable caso de que Sokolov quisiera hablar de ella en mitad de un loco tiroteo, Jones ni siquiera sabía que existía en ese momento.

Finalmente, en este instante, comprendió. La respuesta al acertijo le llegó mientras su mente consciente pensaba en otras cosas. Tal vez le dio una pista la atención que Jones prestó a los sonidos que surgían de la radio CB de la camioneta. Había visto una expresión similar en su rostro antes, en el avión, en el FBO de Xiamen. Había recibido una llamada telefónica y la atendió. Su rostro se iluminó de deleite, pero inmediatamente se colapsó en un gesto de sorpresa y luego quedó petrificado en una especie de intensa fascinación asesina.

Quien lo había llamado debía de ser Sokolov. Y Sokolov había matado, o al menos vencido, a los hombres que Jones había enviado para asesinarlo, se había apoderado de uno de sus teléfonos y había marcado la tecla de rellamada. Le había dicho algo a Jones. Y había mencionado a Zula. Eso tenía que ser: era la única vez que Sokolov pudo haberse comunicado con Jones.

¿Por qué la había mencionado en la conversación?

(Tardó un rato en elaborar las respuestas. Pero Zula tenía tiempo de sobra.)

En realidad, se enfrentaba a dos preguntas: la primera, ¿cómo pudo saber Sokolov que Zula y Jones estaban juntos? Y segunda, ya que lo sabía, ¿por qué se tomó la molestia de mencionárselo a Jones durante su breve conversación telefónica?

La respuesta a la primera pregunta estaba ya en su cabeza, y solo tenía que recurrir a la memoria. En el barco, un par de días antes, después de la escena en el embarcadero. Jones interrogando a Zula. Y ella hablándole del piso franco, señalando el rascacielos, indicando la planta cuarenta y tres. Y preguntándose si al hacerlo le estaba enviando un mensaje a Sokolov, haciéndole saber que ella, o algún otro miembro del grupo, seguía con vida. Porque si los hombres de Jones fueran a curiosear a la planta cuarenta y tres de ese edificio, se plantearía la pregunta: ¿cómo habían descubierto la localización del piso franco?

Y respecto a la segunda pregunta: Jones la había respondido, en cierto modo, con su observación: «Parece que causaste toda una impresión en el señor Sokolov.»

¿Qué demonios significaba eso?

Tal vez Sokolov le había dicho a Jones: «¡Espero que mates a esa zorra asquerosa!» Pero Zula lo dudaba. Su interacción con Sokolov había sido todo lo cortés y respetuosa que era posible en una relación entre un secuestrador y su rehén. En cierto modo, había sentido como si fueran compañeros.

De otro modo, no lo habría hecho.

Se dio cuenta ahora. Indicar el número equivocado de apartamento, enviarlos al 505 en vez de al 405: fue una locura. Un suicidio. No era extraño que Peter se hubiera enfurecido con ella. Tanto que su siguiente movimiento fue abandonarla a su destino, dejándola esposada a una tubería. Csongor se sentía tan sorprendido como Peter, pero se había puesto de su parte por las tonterías del amor. ¿Por qué Peter y Csongor se habían mostrado tan incrédulos ante esta decisión que había parecido tan fácil, tan obviamente correcta, para Zula?

Porque Peter y Csongor no habían formado parte de los intercambios casi subliminales de miradas y de algo que ni siquiera era tan obvio como las miradas o las palabras, sino señales ocultas en posturas, expresiones faciales, la forma en que Zula, al subir a un ascensor con un grupo de rusos, había elegido siempre ponerse al lado de Sokolov. Zula y Sokolov eran aliados. Él la protegería del destino que Ivanov tuviera en mente para ellos. Y, al sentir que estaba bajo su protección, se había sentido lo bastante segura para enviarlos al 505 cuando sabía que el Troll estaba en el 405.

Y podía volver a hacerlo. Lo había estado haciendo otra vez, ahora con Jones. Y lo hacía en parte manteniendo sus emociones bajo control, no llorando y pataleando, no sufriendo desmoronamientos emocionales, mostrando que podía soportarlo, que era de fiar. Acostumbrándolos a tenerla cerca.

Por eso se había relajado y no había mostrado ninguna emoción cuando Abdul-Wahaab le lio la cadena alrededor del tobillo. Poca cosa. Pero un detalle que Jones había advertido, aunque (o sobre todo si) no fuera consciente de que se daba cuenta. ¿Podía manipular tan fácilmente a Jones? Parecía tan listo en otros aspectos.

«No pude comprender por qué hasta que lo hiciste con Khalid.»

Eso lo explicaba. Jones no comprendía por qué Sokolov, su bestia negra personal, tenía a Zula en tan alta consideración como para convertirla en el tema principal de su breve conversación telefónica. No había observado la forma en que Zula y Sokolov se habían acostumbrado el uno al otro durante los días que habían estado juntos; y aunque lo hubiera hecho, podía no haberlo entendido, como no lo habían hecho Peter o Csongor. Por lo tanto, desde que oyó la voz de Sokolov en aquel teléfono, Jones había estado rumiando, tratando de comprender qué veía Sokolov en ella; y cuando Zula mató a Khalid, consideró que esta era la respuesta. Creía que el respeto de Sokolov por Zula estaba enraizado en un aprecio por su espíritu de lucha o por su habilidad con las armas o alguna otra cualidad: el tipo de cosas que un hombre como Jones supondría que un hombre como Sokolov estimaría.

Y esto dejaba a Jones al descubierto. Preparado para ser engañado por las mismas tácticas que Zula había utilizado con Sokolov. La diferencia era que en el caso de Sokolov no habían sido tácticas, solo Zula confiando instintivamente en el hombre. La cuestión ahora era: ¿Podría causar un efecto similar en la mente de Jones haciendo cosas similares de un modo que fuera completamente falso y calculado?

—Un día, hijo mío, todo esto podría ser tuyo —entonó Egdod, sobrevolando las montañas Torgai a baja altura. Se dirigía a un anthron (un hombre, básicamente) a quien tenía cogido por el pescuezo. El anthron iba vestido con la capa de lana más insulsa del mundo. Entre sus pies descalzos (pues había rechazado gastar dinero en zapatos o incluso en sandalias), el maduro bosque conífero de las Torgai pasaba veloz, apenas a cien metros por debajo.

—Lejos de mi intención cuestionar tu base de datos —replicó el anthron—, pero sigo sin ver...

—¡Allí! —exclamó Egdod, girando de sopetón y bajando en espiral hacia un macizo de basalto—. Justo en la base de esas rocas.

—Veo una mota de amarillo, pero supuse que era un zarza de eälanthassala —dijo el anthron, pronunciando sin problemas el nombre hexasilábico de la flor sagrada de la rama montuna de los k’shetriae.

—Mira otra vez —dijo Egdod, y descendió hasta que quedaron solo a unos pocos metros de la «mota», que quedó ahora revelada como un montículo de brillantes monedas amarillas—. Voy a soltarte.

Y así lo hizo.

—¡Cielos! —exclamó el anthron, y luego aterrizó de pie y cayó torpemente de culo, creando pequeños aludes de pequeñas monedas de oro.

—Si tu personaje tuviera mejor Propiocepción (cosa que podrías conseguir gastando algunos de tus créditos Atributos, o enviándolo a realizar algún tipo de entrenamiento, o bebiendo la poción adecuada), habría aterrizado con algo más de destreza y habría rodado como un paracaidista en vez de lastimarse el culo, como acaba de hacer el tuyo —dijo Egdod, un poco malhumorado para tratarse de una criatura de estatus casi divino. Pues este recién creado anthron se había mostrado absurdamente cicatero con sus créditos Atributos y seguía teniendo guardados la mayoría en reserva donde no servían absolutamente para nada.

El estallido de sandeces dejó al anthron completamente perplejo.

—No importa —dijo Egdod.

—¿Quiénes son esas criaturas que salen de los árboles de allá? —preguntó el anthron, volviendo la cabeza hacia la izquierda. Egdod (que era invisible para todo el mundo en T’Rain menos para el anthron) se giró en el aire para ver a un par de merodeadores dwinn que venían derechos hacia ellos. Un soldado armado y blindado que echaba mano a una ballesta, y una maga, vestida solo con una túnica, pero protegida por una rebullente nebulosa de luces de colores: hechizos de campos de fuerzas que había lanzado para protegerse de hondas y flechas.

—Podrías ver la respuesta tú mismo si hubieras gastado algunos de tus créditos de Atributos en Percepción —gruñó Egdod, y perdió altura hasta que se colocó directamente en el camino del dardo que venía en su búsqueda.

—¡No veo! —se quejó el anthron.

—Oh, sí... eres la única persona del mundo para la que soy opaco —dijo Egdod. Se dio la vuelta para mirarlo—. Compruébalo.

—¡Oh, Dios mío, te han alcanzado!

Egdod tenía una flecha clavada en las inmediaciones del hígado. Pero mientras el anthron miraba, la herida escupió la flecha, que voló hacia atrás durante un metro y cayó a la hierba. Para cuando los ojos del anthron volvieron a la herida, había sanado, dejando detrás una cicatriz rosa que se borraba rápidamente.

—Un pequeño truco que aprendí hace mil años —explicó Egdod—. Espera un momento mientras me encargo de estos tipos.

—¿Encargarte de ellos?

—Podría incinerarlos con solo mirarlos con mala cara —dijo Egdod—, pero entonces sabrían que un personaje de nivel enormemente alto estaba campando por las Torgai, y se correría la voz. Así que voy a hacerlo como lo haría un personaje de nivel inferior.

Egdod se volvió hacia sus atacantes, alzó las manos, y murmuró una frase en un lenguaje clásico muerto de T’Rain.

Casi.

—Has usado una declinación incorrecta de
turom
—se quejó el anthron. El prado entre ellos y los dos dwinn se llenaba de una cosecha de lanzas. Cabezas con casco emergieron a continuación, y luego los cuerpos blindados de los
turai
, que en la mitología clásica de T’Rain, eran guerreros autóctonos de rápida creación análogos a los
spartoi
de la mitología griega. La maga dwinn estaba ya agitando las manos al aire tratando de lanzar un hechizo que causara confusión entre los
turai
y posiblemente incluso que se atacaran unos a otros, pero eran demasiados y era demasiado tarde: los dwinn no tuvieron más remedio que retirarse a los bosques, perseguidos por la docena de
turai
que habían demostrado ser resistentes al hechizo de la maga.

—Bien, hagamos esto de una vez —dijo Egdod—, porque este tipo de cosas van a suceder una y otra vez mientras este montón de oro esté aquí esperando a que se lo lleven.

Other books

Finding Destiny by Johnson, Jean
Duncan's Diary by Christopher C. Payne
Against the Clock by Charlie Moore
Violets & Violence by Morgan Parker
Explore Her, More of Her by Z.L. Arkadie
The Last King of Brighton by Peter Guttridge
Seven Threadly Sins by Janet Bolin
Flameout by Keri Arthur