Tras acabar sus preparativos, Abdul-Wahaab dio una última vuelta alrededor del gran vehículo todoterreno, inspeccionando su trabajo, luego metió la mano por la puerta abierta del conductor. Zula oyó un golpe lejano cuando soltó el freno de mano. El Suburban empezó a rodar hacia la rampa. Abdul-Wahaab caminó al lado, sujetando el volante con la mano, y se apartó justo antes de que se fuera de cabeza al agua. El vehículo perdió casi toda su velocidad en los últimos metros, al llegar a un charco que se extendía hasta el lago, pero no dejó de moverse. El aire borboteó en el compartimento del motor. El Suburban se deslizó hacia el lago, llenándose al instante de agua, y desapareció, dejando un rastro de burbujas que se alejaron lentamente de la orilla mientras el vehículo continuaba su camino hacia el fondo del lago. El terreno alrededor era rocoso y empinado, y Zula no tuvo dudas de que caía cortado a pico tras el final de la rampa. El lago debía de tener unos cien metros de profundidad, y el Suburban acabaría posándose en el mismo fondo.
Jones salió del patio de mantenimiento y enfiló colina arriba con la caravana. Abdul-Wahaab entró por la puerta lateral y aceptó las entusiastas felicitaciones y alabanzas de sus colegas. Abdalá Jones salió a la carretera, encendió los faros, y continuó en una aparente dirección aleatoria, supuso Zula, respetando los límites de velocidad.
—¿Y viste lo que les sucedió a esos tres mil k’shetriae a principios de esta semana? —preguntó Richard.
Skeletor evitó rápidamente su mirada y fingió estudiar los dibujos del tablero de formica rojo.
—¿Los que intentaron establecer una especie de orden en las montañas Torgai? —continuó Richard.
—Sé de quiénes hablas. —Devin Skraelin sacudió la cabeza y miró malhumorado por la ventanilla del tráiler. Al parecer, como resultado de que Richard viniera hacía una semana, huyendo del personal de Devin como un excursionista intentando evitar a los mosquitos, el tráiler se había convertido en el sitio de reunión no oficial entre Dodge y Skeletor, un Reykjavik o un Panmjunjom. Solo había pasado una semana desde aquel encuentro, y sin embargo parecía mucho más tiempo. Demonios, parecía que había tenido lugar en algún universo paralelo. El universo en el que Zula no había desaparecido todavía.
—Estuve allí un rato —dijo Devin, atrayendo los pensamientos de Richard, si no hacia la realidad, entonces de la realidad—. Solo flotando, invisible —quería que Richard comprendiera que no había utilizado ninguno de los super-sorprendentes poderes de sus personajes para influir en la batalla—. Fue una carnicería, no cabe duda. Y no es que nosotros... o ellos, no lo esperáramos.
—Puedes decir «nosotros» —respondió Richard rápidamente. Se encogió de hombros—. He superado el punto en que se piensa que los escritores tienen que ser, no sé, fuerzas neutrales y desapasionadas en el mundo.
Skeletor asentía, como si hubiera estado preguntándose durante años cuándo lo iba a entender por fin Richard.
—No funciona —dijo—. Ya lo hemos hablado. El Bien contra el Mal y cómo eso ha fracasado.
—Totalmente ridículo —contestó Richard, como si eso fuera una enorme admisión—. Solo un débil esfuerzo por nuestra parte. «¿Cómo podemos hacer que dos grupos luchen, que compitan? Ya sé, haremos que uno sea el Bien y el otro sea el Mal.» Exactamente lo que cabría esperar de un comité ejecutivo.
Skeletor tan solo asentía, todavía mirando por las ventanas pero volviéndose de vez en cuando hacia Richard, quizá para buscar indicios de sarcasmo.
—Tendríamos que habéroslo dejado a vosotros —concluyó Richard.
—Tal como yo lo veo, es un deporte —dijo Devin—. Tal vez no sea como el fútbol, pero sí una combinación de esgrima y ajedrez. Tiene que tener una historia detrás, naturalmente —alzó la mano como el alumno que se ofrece voluntario para salir a la pizarra—. Me alegro de ayudar en eso.
«A cambio de enormes sumas de dinero» —añadió mentalmente Richard. Pero siguió asintiendo. Pareciendo interesado. Como si hubiera alguna duda de lo que vendría a continuación.
—Pero al final si no tienes ese elemento competitivo —continuó Devin—, no tienes nada, a nivel comercial. Y los que quieren aventuras en solitario y competiciones singulares, ahí lo tienen. Se puede hacer. Pero la atracción real está en el ángulo del juego en equipo, la cosa social. Ser parte de un ejército. Una alianza.
—Llevar un uniforme —dijo Richard—. Tener una mascota.
—Sí, y en eso es en lo que se ha convertido lo de lumínicos contra terrosos. Lo pretendiéramos o no.
Devin estaba siendo un poco sibilino. Una semana antes Richard se habría enfurecido por su traición, ante esta flagrante admisión. Tal vez Devin había notado el potencial de una explosión y se negaba a revelar lo que acababa de hacer y decir tan malamente. Lo había dicho porque de algún modo notaba que a Richard no le importaba una mierda. Richard había pasado a otra cosa.
—Acabo de llegar de Cambridge —dijo Richard.
—¿Massachusetts?
—Inglaterra. Donde vive Donald la mitad del año.
—Ah.
—Quiero que sepas que comprende todo esto.
Parecía claro que Devin no esperaba este giro de la conversación, y adoptó una expresión preocupada.
—Aprende rápido. Crees que estoy bromeando. Pero no. Para ser un tipo que no ha jugado un videojuego en su vida...
—¿Donald Cameron tiene ahora su propio personaje en el mundo? —exclamó Skeletor, más o menos en el mismo tono de voz con que un tribuno podría haber dicho: «¿Aníbal ha cruzado los Alpes con elefantes?»
—Muy débil, naturalmente —lo tranquilizó Richard—. Ni siquiera tuvo zapatos durante un buen rato.
—¡No me importa lo que lleva puesto en los pies! Me importa su...
—¿Árbol de vasallos? Sí. Comprendo. No es tan rápido en ese frente como cabría imaginar. Sigue aprendiendo. Le expliqué cómo funciona todo. No le hizo gracia tener que jurar fidelidad a un personaje más establecido.
—¿Y por qué demonios iba a querer hacerlo? ¡Con unos cuantos mensajes de texto podría ser emperador!
—Si supiera cómo enviar mensajes de texto, sin duda.
—¿Cuántos vasallos tiene? ¿Son poderosos?
—No lo he comprobado desde el FBO en Cranfield.
—¿El qué?
—Hace unas diez horas. Así que no tengo ni idea.
—¿Por qué debería empezar de pronto? ¿Por qué ahora?
—Entre tú y yo... y de verdad, Devin, esto no debe salir de aquí... —Richard se inclinó hacia delante, alzó las manos, frotó el pulgar contra las yemas de sus dedos.
—¿Cómo puede necesitar dinero?
—¿Has pagado alguna vez impuestos en el Reino Unido? ¿Has intentado mantener un castillo en la Isla de Man? Por no mencionar sus otras propiedades —Richard acababa de inventarse esto último.
—¿Qué otras propiedades?
—Palacios y otras cosas que ha heredado, supongo. Solo digo que parece un profesor cascado, pero detrás de esa fachada va por la vida como una estrella de rap.
Devin estaba pensando.
—Te refieres al dinero de Torgai. Se rumorea que hay enormes cantidades de oro esperando al primero que se lo lleve.
—No te cortes, tío; todos sabemos lo que estaban pensando esos tres mil k’shetriae. Nadie va a las Torgai por la belleza de sus paisajes.
—Es tan obvio —se maravilló Devin—. Tan rematadamente obvio. No le interesó jugar al juego hasta que hubo dinero de por medio. No entró ni una sola vez. Solo quería —y aquí Devin alzó las manos e hizo movimientos aleteantes con los dedos, como un duende volador esparciendo rocío sobre pétalos de rosa— crear idiomas muertos. Dotar a la historia de T’Rain de una gramática y una retórica.
—Y cobrar cheques de royaltis.
—¡Exactamente! —exclamó Devin, mirando a su alrededor de un modo sorprendido y gazmoño, como si él nunca hubiera aceptado ni un céntimo de compensación—. Pero en el momento en que un troll tira unas cuantas toneladas de oro al suelo, se consigue una cuenta y se convierte en Ozzy Puñetas Mandias.
Los instintos de Richard le decían que, tras haber llevado a Skeletor a este estado, la forma más efectiva de mantenerlo así sería mostrar una exagerada despreocupación.
—Vamos, Devin —dijo en tono perfectamente razonable—, tú mismo has dicho que es un deporte de equipo. Y parte de pertenecer a un equipo es tener a un capitán o un pope o lo que sea.
—He tenido personajes en el juego desde el principio —respondió sinceramente Devin—. Más de cien.
—Eso dice la base de datos.
—No me quedaré aquí sentado para intentar decirte que nadie me ha jurado jamás lealtad. Dirijo redes de vasallos, claro que sí. A veces de hasta tres capas. No se pueden entender los funcionamientos del juego a menos que lo hayas jugado a ese nivel.
Richard siguió asintiendo, alzando las cejas de vez en cuando como para decirle «Estoy contigo, amigo».
—¡Podría tener siete capas! —dijo Devin—. ¡Desde hace años!
Lo que quería decir era que su jerarquía de vasallos podía tener siete capas de profundidad, suficiente para darle decenas de millones de seguidores. Solo un jugador en el juego había llegado jamás a ese nivel. Richard había estado a punto de enviar a Egdod a liquidarlo cuando el jugador se atragantó con un trozo de salchicha, solo ante su pantalla en Ostheim vor der Rhön, ya que no había nadie cerca para hacerle la maniobra de Heimlich.
—Lo sé bien, Devin, y pienso que es un testimonio, si puedo decirlo, de tu sentido del juego limpio típico del Medio Oeste y de tu autorenuncia que hayas mostrado tanta contención. Naturalmente, uno de los problemas que tenemos los del Medio Oeste es que...
—Dejamos que la gente nos trate a patadas, sí, lo sé —dijo Devin, con una mirada involuntaria hacia su edificio de acero lleno de abogados.
—Bueno —dijo Richard, después de una larga pausa—, no quiero distraerte de tu trabajo.
—No importa, mi médico me insiste en que me relaje un poco.
—La verdad es que voy de camino para visitar a la familia, pero me pareció justo pasarme por aquí e informarte de mi conversación con Don.
—Lo agradezco —murmuró Devin, y entonces sus ojos volvieron a enfocarse—. Sí, ¿he oído que habías tenido problemas con tu sobrina?
—Y los tengo todavía.
—¿No ha aparecido aún?
Richard tuvo la vaga impresión de que esa frase parecía implicar que Zula había tenido algo que decir en este asunto. Se preguntó cuánta gente daba por hecho que había decidido quitarse de en medio y hacer pasar a su familia por un infierno solo porque sí.
—Sea cual sea el problema que tiene —dijo Richard—, no parece que se haya resuelto.
—Bien. Hazme saber si hay algo que yo pueda hacer —se ofreció Devin.
A Richard no se le ocurrió ninguna forma educada de decir «Estás a punto de hacerlo», y por eso solo asintió.
Después de hundir el Suburban, viajaron durante tres horas. Zula creía que se dirigían a las montañas, pero en cambio entraron en un lugar donde las carreteras estaban equipadas, al estilo norteamericano, con farolas, grandes almacenes, y semáforos. Después de recorrer ese entorno durante unos quince minutos, Jones dio un volantazo e internó el gigantesco vehículo en un enorme aparcamiento. Un logotipo de neón de Walmart se reflejó en el parabrisas. Jones aparcó en su espacio, o más bien en varios espacios consecutivos, y apagó el motor. Después de echar un último vistazo al aparcamiento, extendió la mano y corrió una cortina sobre los dos metros y medio de parabrisas, para conseguir intimidad para él y sus colegas conspiradores.
Antes, Ershut y Abdul-Wahaab habían recibido la orden de encadenar el tobillo de Zula a la barra para agarrarse a la ducha. Como muchas de las tareas rutinarias que llenaban las vidas cotidianas de esta banda de terroristas, esto produjo gran cantidad de lo que parecía una violenta discusión según los baremos de Iowa. El noventa por ciento tuvo que ver con el misterioso candado que habían encontrado enganchado al último eslabón de la cadena. Nadie parecía saber de dónde había salido. Era debido, naturalmente, a que Zula lo había puesto allí cuando ninguno de ellos estaba mirando. Pero tal como esperaba, no llegaron a esa conclusión. Jones, molesto por el volumen de la discusión, lo miró y, después de unos momentos, lo identificó como el candado que antes había pertenecido a la caja de herramientas de la camioneta robada. Tras rebuscar en el bolsillo exterior de una mochila, encontró el llavero de esa camioneta y se las arrojó a Ershut, quien, después de unos minutos de prueba y error (pues había un montón de llaves) consiguió abrir el nuevo candado. Lo usó entonces para sujetar ese extremo de la cadena a la barra de la ducha y se guardó la llave en el bolsillo, ya que había asumido que era la única llave. La siguiente y última fase de la operación fue ajustar la longitud de la cadena en torno al tobillo de Zula, dándole suficiente extensión para que pudiera llegar al lavabo, o retirarse al dormitorio y enroscarse en el suelo, pero no lo suficiente para llegar hasta la cama, ya que eso la habría puesto al alcance de las ventanas. Para ello usaron el candado para el que Zula no tenía ninguna llave de repuesto.
Cuando quedó claro que iba a continuar mucho tiempo en esta situación, arrancó mantas y almohadas de la cama y formó un pequeño nido en el suelo donde dormitó durante el viaje. La caravana era capaz de alojar hasta una docena de camas cuando todos sus asientos se desplegaban, y todos los yihadistas excepto Jones encontraron sitios donde tumbarse y durmieron como troncos, descansando después de un largo día de asesinatos a sangre fría y vagabundeo sin rumbo. Enroscada en su nido al fondo, Zula miraba al final de un túnel de doce metros de largo donde Jones había hecho girar el asiento del conductor para colocarse un portátil sobre las rodillas. La luz blanquiazul del ordenador iluminaba su rostro, convirtiéndolo en una máscara descolorida y a contraluz. No dormía, al menos todavía.
A Zula le habría sorprendido esta decisión de aparcar en un Walmart si no fuera por el hecho de que sus tíos abuelos, que vivían en Yankton, Dakota del Sur, eran caravanistas impenitentes, siempre mostrando diapositivas y contando historias de sus viajes en la reunión y ella sabía gracias a ellos que Walmart tenía la política de tender la alfombra de bienvenida a ese tipo de gente, incluso hasta el punto de distribuir la versión de la compañía del Mapa de Carreteras de Rand McNally, donde aparecían indicadas las localizaciones de todos los Walmarts. Casi con toda certeza, había un ejemplar de ese documento en la consola junto a Jones, donde los difuntos propietarios del vehículo tenían la costumbre de guardar este tipo de artículos. Jones, naturalmente, no lo sabría. Pero tenía una gran capacidad de adaptación. Tal vez había tomado una decisión por impulso: había llegado a esta ciudad del centro de Columbia Británica, pasó junto a su Walmart, advirtió que los únicos vehículos que había en el aparcamiento eran caravanas que pasaban allí la noche, y decidió adoptar la estrategia de «En Roma haz como los romanos». O, lo que era más probable, había pasado un rato interrogando a los antiguos propietarios a punta de cuchillo o de pistola antes de matarlos, se había enterado de sus costumbres, había saqueado sus carteras y extraído sus PINs y claves haciendo falsas promesas de que no les haría daño.