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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (153 page)

BOOK: Reamde
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¿Por qué vacilaba?

¿Porque ella llevaba un rifle?

¿Porque su cara era un horror?

¿Porque no estaba seguro de si a ella le gustaba?

Ella estudió su rostro en busca de pistas pero no encontró ninguna respuesta, aparte de una poderosa, desconocida e inadecuada, dada la situación, sensación de placer por que él estuviera vivo y aquí.

Dos disparos sonaron en la montaña. Luego un tercero. Luego un montón de disparos como respuesta.

—El tío John —explicó Zula, en el silencio que siguió—. Lo dejé con la Glock.

—Así que, a riesgo de decir lo obvio, vienen al encuentro del resto —dijo Olivia, indicando con la cabeza el camino de acceso, que de pronto parecía una zona libre de disparos. Zula se asomó al borde del cobertizo y vio que Jake se retiraba hacia donde estaban.

—¿Qué pasa? —preguntó la voz de Elizabeth por el walkie talkie—. Que alguien me informe.

Zula se llevó el aparato a la cara y estaba a punto de decir algo cuando Jake la alcanzó, extendió la mano izquierda y se lo arrebató.

—Ciérralo, nena —dijo—. No nos esperes.

—¿Dónde estás?

—Dime que os habéis encerrado y responderé a tu pregunta —respondió Jake, irritado.

Se produjeron unos momentos de silencio. Jake se volvió a mirar a los demás.

—Estamos aislados —dijo—. Es imposible que lleguemos a la cabaña antes que ellos.

—Hecho —confirmó Elizabeth.

—El refugio está sellado —anunció Jake, y pulsó de nuevo el botón de transmisión del walkie talkie—. Muy bien. Estamos detrás del cobertizo de las cabras. Intentaré ir informándote. ¿Pueden oírme los chicos?

—Sí, están aquí conmigo.

—Sed valientes y rezad —dijo Jake—. Os quiero a todos, y espero veros pronto. Pero hasta que veáis mi cara por la cámara de seguridad, no abráis esas puertas pase lo que pase.

Cuando estuvo seguro de que nadie podía verlo, John se sentó y empezó a bajar la pendiente de culo. Sus piernas artificiales estaban muy bien (Richard le compraba un par nuevo cada pocas navidades y no reparaba en gastos), pero eran peor que inútiles cuando se trataba de ir colina abajo. Incluso moviéndose en modo caminar con el culo, no hacían más que engancharse en los matojos, así que se detuvo un momento para quitárselas y frotarse los muñones irritados. Se las echó a la espalda y las metió en su mochila abierta, y luego continuó arrastrándose por la montaña. El avance era lento, pero (considerando los senderos en zigzag) no mucho más que caminar de pie. En circunstancias normales, se habría sentido mortificado por la falta de dignidad personal, pero estaba solo, y como su cabeza no estaba a más de un par de palmos del suelo, nadie lo podía ver de todas formas.

Fue probablemente este detalle lo que le salvó la vida, ya que el explorador que avanzaba por delante del grupo principal de Jones estaba haciendo un buen trabajo en su avance silencioso por el bosque, y John (cuyo sentido de la audición no era el mejor) no lo advirtió hasta tenerlo a seis metros de distancia.

John, naturalmente, había estado usando las manos para impulsarse. La Glock que Zula le había dado estaba en el bolsillo de su chaqueta.

El explorador lo habría volado en pedazos demasiado rápido para que John hubiera podido reaccionar, de no ser por el hecho de que sonaron disparos abajo que llamaron su atención e hicieron que se detuviera. De espaldas a John, miró hacia la cabaña de Jake y se llevó un walkie talkie a la boca. Era un hombre rubio de pelo muy corto con una cicatriz en la parte de atrás de la cabeza. John ya había sacado la Glock. El disparo era tan ideal que se adelantó un poco, alzando el arma con ambas manos y perturbando por tanto su asidero en la pendiente. Sintió que su culo empezaba a resbalar y consiguió disparar un tiro antes de perder el equilibrio y resbalar un metro hasta un lugar más estable.

El explorador se había dado la vuelta para mirarlo y probablemente lo habría matado si no hubiera estado ocupado con el walkie talkie. Todo lo que pudo hacer fue disparar una especie de advertencia antes de que John le disparara dos tiros más en el pecho y lo abatiera. Su cuerpo giró alrededor del tronco de un árbol y resbaló unos metros por la pendiente. Abandonando toda pretensión de moverse en silencio, John se deslizó tras él, usando el culo como trineo, y rompiéndose probablemente el coxis con una piedra por el camino. Sintió tal descarga de dolor que su cuerpo giró al caer por la colina y todas las cosas cayeron de sus bolsillos y su mochila en una especie de alud de patio de saldo. Pero llegó junto al yihadista y le quitó su arma antes de que los demás pudieran venir a investigar. Era una pieza bonita, una ametralladora automática Heckler & Koch. John no estaba familiarizado con ella. Sin sus gafas de leer no podía entender las letritas grabadas en el metal alrededor de los controles. Pero tanteando y experimentando un poco pudo descubrir cómo se cargaba y se quitaba el seguro.

Una voz ansiosa crepitó en el walkie talkie del yihadista. Pero al mismo tiempo John oyó la voz diciendo lo mismo a unos pocos metros de distancia.

El hombre que se acercaba lo oyó también, y empezó ahora a usar el walkie talkie como forma de localizar a su amigo, pulsando el micrófono cada par de segundos y escuchando el chisporroteo de estática como respuesta. John, a la desesperada, cogió el aparato y lo lanzó como si fuera una granada a punto de explotar. Pero el yihadista que se acercaba no se dejó engañar; al parecer, había oído las ropas de John rozar con el súbito movimiento. No se paró. John apuntó hacia el sonido y apretó el gatillo. Una ráfaga entrecortada surgió del arma. No había apuntado bien y era probable que no alcanzara nada; pero John, al no estar familiarizado con el arma, no estaba seguro al cien por cien de que estuviera en condiciones de disparar cuando apretó el gatillo, y necesitaba comprobarlo.

El yihadista, quizás a diez metros de distancia pero completamente oscurecido por los helechos y los arbustos, reaccionó inmediatamente lanzándose por la pendiente abajo; un movimiento desesperado, pero lógico, si tenía motivos para dudar de la seguridad de su posición. Pues John ahora no tenía ni idea de dónde estaba el hombre, y con la densidad de la maleza, así seguiría hasta que revelara su posición al moverse.

Hablando de lo cual, la posición de John tampoco era para tirar cohetes, y de todas formas ya se había descubierto al disparar. Haciendo una razonable suposición de dónde había caído rodando su oponente, se deslizó un poco más por la pendiente, tratando de moverse con el mayor silencio posible, es decir, despacio. Mientras lo hacía, fue consciente de que más de una persona se movía entre los matorrales a su alrededor.

Estaba sentado muy quieto, tratando de escuchar sus movimientos, cuando una bota golpeó su Heckler & Koch y la lanzó al suelo. Como John la sujetaba con fuerza, cayó de lado. Dobló el cuello entumecido y vio la cara de un hombre que lo miraba desde un metro ochenta de altura.

O tal vez era más. El hombre era alto. Negro. No es que John tuviera ningún problema con los negros. Siempre había juzgado a los demás por sus cualidades únicas como individuos.

Parecía familiar. John había visto su foto hacía poco.

Abdalá Jones sujetaba una pistola con una mano y, con la otra, una de las piernas artificiales de John, que había resbalado por la pendiente por delante de él.

—Demasiado patético para hacer ningún comentario —dijo Jones.

—Que te den por el culo a ti y a la cabra que te parió —replicó John.

—Así que voy a usar esto —dijo Jones, sopesando la pierna artificial—, en vez de esto —agitó la pistola.

Se inclinó, alzó la pierna por encima de su cabeza, y golpeó con ella como si fuera una maza la cara de John.

Cuando los disparos cesaron, Sokolov abandonó el sigilo y echó a correr. No tenía sentido ya avanzar con cautela por los bosques. Jones no había dejado a nadie para que le disparara. Los yihadistas corrían ahora hacia el complejo de Jake, disparando a todo lo que se movía, intentando llegar a la caretera para poder salir de esa zona antes de que la policía la acordonara. O al menos esa era la imagen que Sokolov construyó en su mente. Se preguntó cómo pensaba escapar Jones. ¿Planeaba apoderarse de vehículos? ¿O tenía compinches que venían a su encuentro? Esto último parecía un plan mejor, ya que significaba que Jones tendría refuerzos, presumiblemente armados gracias a todas las tiendas de armas que había en Estados Unidos. En general, a Sokolov le gustaba prepararse para lo peor. Una imagen empezó a tomar forma en su cabeza. Si Jones contaba con refuerzos, probablemente se dirigirían al complejo Forthrast, ya que era la orden más difícil de incumplir que Jones podía darles. Si Olivia y Zula estaban ya allí, esperaba que tuvieran el buen sentido de esconderse en el búnker que Jake Forthrast había construido en su sótano. Si no, esperaba que se ocultaran en el bosque, donde no pudieran resultar heridas.

Sokolov asumía, en otras palabras, que toda la gente clasificada como civiles (no combatientes) estuviera a salvo fuera de la escena. ¿Qué harían entonces los yihadistas? Sospechaba que irían a la cabaña de Jake. En situaciones como esta, los hombres se guiaban por el instinto, y su instinto sería gravitar hacia algo que pareciera un refugio y sirviera como punto de encuentro para que ambos grupos se reunieran y planificar las cosas.

Mientras se acercaba al complejo, empezó a escuchar más disparos de armas cortas, viniendo de más direcciones de las que habría esperado si solo hubieran sido Jones y su pequeño grupito en busca de una camioneta que robar. Parecía que era la prueba de que su teoría del encuentro era correcta.

Rodeó un promontorio y se encontró solo a doscientos metros de la cabaña. Si no hubiera sido por los árboles habría podido verla con claridad. Tal como estaban las cosas, solo podía atisbar una esquina del tejado, una chimenea con un pararrayos, el anemómetro giratorio de la pequeña estación meteorológica casera que Jake y sus hijos habían montado allí arriba. Los disparos y los gritos procedían de más lejos; del camino de acceso, sospechaba. Y otros sonidos de batalla de más cerca: el lado de la colina que bajaba del sendero superior. Pero de la cabaña propiamente dicha no parecía haber nada, lo que le hizo pensar que había llegado justo a tiempo, antes de que los hombres del grupo de Jones o los establecidos en Estados Unidos hubieran conseguido ocupar el lugar.

Y por eso decidió ocuparlo primero. Sus paredes eran troncos sólidos, de casi medio metro de grosor, suficiente para detener la mayoría de las balas que disparaban las armas de los yihadistas.

Bajó la colina y cruzó el terreno hasta llegar al borde de la zona que Jake había despejado. Aquello iba a convertirse en un lugar muy peligroso en unos pocos segundos. Se tumbó boca abajo y se arrastró varios metros hasta un punto donde pudo escudarse tras un árbol recién talado que aún no habían convertido en leña. Su tronco era demasiado fino para ocultarlo o detener las balas, pero sus innumerables ramitas muertas, esparciéndose en todas direcciones, creaban una pantalla visual. Se arrastró a lo largo del árbol, acercándose un poco más a la cabaña, y entonces alzó con cautela la cabeza y, como no atrajo ningún disparo, pasó unos instantes mirando por las ventanas de la cabaña. No vio cristales rotos, ni caras asomándose por los bordes de las ventanas: ningún signo, en otras palabras, de que hubiera sido ocupada todavía. Pudo distinguir dos grupos de gente armada moviéndose por la propiedad, intentando acercarse a la cabaña... pero sin llegar todavía.

Se puso en pie y corrió hacia la puerta trasera de la cabaña.

Parafraseando un proverbio familiar, Seamus tenía un martillo (un rifle de francotirador bastante bueno) y ahora estaba buscando los clavos. Yuxia y él habían pasado los últimos minutos descendiendo por el sendero que, a juzgar por la evidencia (montones de pisadas recientes y huellas de un quad) conducía adonde fuera que se dirigían todos: una cabaña, según algunas rápidas indicaciones suministradas por Richard, perteneciente a su hermano Jake y ocupada por miembros de la familia, incluyendo mujeres y niños, que no deberían tener que formar parte de esta riña.

En su prisa por llegar abajo, Seamus casi se topó con el grupo principal de Jones. Alertado, casi demasiado tarde, por unos cuantos disparos justo debajo (disparos que evidentemente no iban dirigidos hacia él), se lanzó al suelo, se situó en posición de disparo con una cobertura razonable, quitó los cubrelentes de la mirilla telescópica del rifle, y se dispuso a disparar.

Se había adelantado a Yuxia, que ahora lo alcanzó. No hubo que decirle que se tirara al suelo junto a él para no servir de blanco.

Ahora, si alguno de los gilipollas de allí abajo se ofrecía de blanco... Esa era la pega del problema del martillo y el clavo. Si Seamus no hubiera conseguido el rifle, tendría que recurrir a una habilidad completamente diferente, moviéndose por la pendiente de la manera más sigilosa posible en busca de oportunidades para combatir desde más cerca. En cambio, ahí estaba, inmovilizado en una posición demasiado alejada de la acción para ser de utilidad.

Un movimiento captó su atención a través de una abertura en el follaje. Yuxia lo vio también y señaló. Para cuando él volvió los ojos en esa dirección, lo que había atisbado había dejado de estar allí. Perdió interés, pensando que ninguno de los yihadistas se mostraría dos veces en el mismo sitio. Pero entonces un pequeño jadeo por parte de Yuxia le dijo que había supuesto mal. Movió el rifle en esa dirección, miró por el teleobjetivo, esperó unos segundos y entonces, finalmente, lo vio con claridad.

Pero no era lo que esperaba. No era una cabeza. Ni un arma. Ni una mano. Sino un pie. Un pie sin cuerpo al final de un palo.

Alzando el palo, una mano enguantada. Descendió bruscamente, luego volvió a alzarse.

Seamus se arriesgó a ponerse de rodillas, para poder ver mejor. La escena tardó un instante en volver a su punto de mira. Esta vez pudo ver el brazo además de la mano. Al seguirlo, identificó el rostro nada menos que de Abdalá Jones.

Estaba a punto de apretar el gatillo cuando su visión a través de la mirilla quedó oscurecida por la cabeza y los hombros de otro hombre que había entrado en la escena, gesticulando como un loco y tratando de llamar la atención de Jones. Seamus apartó el ojo del visor, tratando de ver lo que ese otro yihadista estaba mirando, pero su visión del mundo quedaba limitada por una estrecha abertura entre las ramas de un árbol, y lo que ponía tan nervioso a este hombre quedaba fuera de su alcance.

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