Reamde (147 page)

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
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—¡Allí! —dijo Marlon mientras el hombre de la ventanilla metía el pedido en una bolsa, y Csongor se volvió a ver cómo el Subaru azul pasaba de largo a velocidad segura y legal.

Le puso un poco nervioso la posibilidad de haber perdido a su presa como resultado del subterfugio de la comida, pero unos momentos más tarde, cuando volvió a salir a la carretera, mientras sorbía un Mountain Dew tamaño cubo, pudo verlo claramente a unos cientos de metros por delante, avanzando tranquilamente entre los semáforos.

Lo siguiente fue un poco impredecible, ya que, dependiendo de los semáforos, a veces parecían quedarse muy atrás y en otras ocasiones estar incómodamente cerca. Pero había quedado claro que aquellos hombres se dirigían al norte de la ciudad. Marlon usó esos minutos para hojear el
Atlas Geográfico de Idaho
y encontrar el mapa relevante
.


Al norte, dentro de unos pocos kilómetros, hay un cruce —anunció Marlon—. Si siguen recto, es que se dirigen a Canadá, y no significará nada. Pero si giran a la izquierda y cruzan el río es que intentan llegar al lugar donde Seamus y Yuxia volaron esta mañana.

—¿Hay otra manera de poder cruzar el río? —preguntó Csongor—. ¿Para que no parezca que los estamos siguiendo descaradamente?

—Sí. Gira aquí.

Y se desviaron, apartándose de la persecución directa del Subaru, y volvieron a la ciudad y cruzaron por un puente diferente. Minutos más tarde se dirigían al oeste, al parecer directo hacia las montañas; pero justo antes de que el terreno se volviera realmente empinado, Marlon le indicó a Csongor que girara a la derecha para pasar a un camino de grava que se dirigía al norte, en paralelo al río. Durante sus tres horas de intenso aburrimiento en el aeródromo, Csongor había revisado el manual del vehículo para aprender cómo pasar a la tracción a las cuatro ruedas, así que tomó un instante para hacerlo, y luego subió por la carretera a un ritmo loco durante varios kilómetros. No pensaba que por ahí hubiera policías que le hicieran detenerse; y si lo hacían, les diría simplemente que había terroristas en la zona, conduciendo un Subaru azul.

Ahora que lo pensaba, tendrían que haberlo hecho antes de salir de Vado de Bourne. Pero su propio estatus legal los había puesto en un estado mental confuso, sin saber cuándo ocultarse de las autoridades o cuándo pedir su ayuda. No sabían con seguridad que esos hombres fueran terroristas. Cuando Marlon dijo, minutos antes, que podían tirar a la derecha en el cruce y dirigirse al norte a Canadá, presumiblemente para disfrutar del Circuito Selkirk, a Csongor le pareció perfectamente razonable y él dudó de si era por albergar el estereotipo racista que aquellos hombres eran terroristas.

Y ahora estaba ahí en mitad de ninguna parte por su incapacidad de reconocer lo obvio.

Remontaron una pequeña elevación en la carretera a tiempo de localizar el Subaru azul cruzando el puente. Había girado a la derecha y se dirigía a las montañas.

Marlon abrió la boca para decir algo, pero Csongor lo había visto también.

—¡Mierda!

—¿Esta es la parte en la que nos metemos en problemas?

—Evidentemente. Asegúrate de no perderlos de vista —dijo Csongor, y dedicó entonces toda su atención y energías a impedir que el todoterreno se saliera de la carretera, pues su suspensión estaba siendo forzada tanto que apenas había un momento en que sus cuatro ruedas tocaran el suelo.

—Ahí —dijo Marlon un minuto más tarde. Se acercaban a una bifurcación, una pequeña carretera de grava que conducía a un valle a la izquierda.

—¿Ahí es donde los has visto girar?

—No los he visto —dijo Marlon.

—¿Entonces cómo puedes estar seguro?

—Porque dejan una pista en el aire —dijo Marlon—, como un jet.

Y en efecto Csongor vio ahora que el aire sobre la pequeña carretera lateral mostraba el polvo lechoso levantado por las ruedas del Subaru un minuto antes. Mientras que, cuando miró al norte a lo largo de la carretera que se extendía junto al río, el aire estaba despejado.

Un cartel, oxidado y aplastado por el peso de la nieve y acribillado a balazos, se alzaba en el cruce. A ARROYO PROHIBICIÓN, decía.

—Allá vamos —dijo Csongor. Giró el volante y pisó el acelerador a fondo.

Zula no tenía ninguna comunicación con la gente de arriba, aparte de ver a uno de ellos agitar una camiseta al aire, y sin embargo comprendía el estado general de las cosas con bastante claridad: el lugar en el que llevaba tendida desde hacía un cuarto de hora o más era completamente insostenible. Cualquiera con un arma de largo alcance podía mantenerla allí inmovilizada de forma indefinida mientras sus amigos maniobraban para poder dispararle desde otros ángulos, un procedimiento que estaba segura que se llamaba «flanquear». Aunque no le estuvieran disparando, moriría de hipotermia si se quedaba allí mucho más tiempo. Y sin embargo la persona que agitaba la camiseta allá arriba parecía no tener ningún resquemor en estar allí de pie, completamente expuesta. O era idiota, o bien (Zula estaba cada vez más segura de que se trataba de una mujer, y asiática) sabía algo que Zula no sabía.

Lo comprendió claramente cuando se incorporó y empezó a trepar pendiente arriba: el lugar donde había estado agazapada era una especie de parada natural en la pendiente. Por debajo era todo escarpe, extendiéndose en su ángulo de reposo, pero por encima la pendiente era ligeramente más suave, quizá por la enorme roca que se proyectaba sobre el eterno alud a cámara lenta del escarpe y creaba un remolino a su paso. El movimiento de Zula y su súbita escalada hacia la base de aquella roca causó varias ráfagas de fuego desde abajo, cada una de las cuales fue respondida por un nítido disparo de rifle desde la roca. Los tiradores de abajo, a quienes imaginaba disparando de pie después de subir corriendo los últimos senderos en zigzag, no tuvieron realmente tiempo de situarse y apuntarle bien a Zula: le pareció oír los insanos ruidos de abejorros que al parecer indicaban la aproximación de balas de alta velocidad. Pero la marcha era aquí mucho más fácil que abajo, en parte por la pendiente más suave y en parte porque el asidero era mejor: más roca dura y menos piedras sueltas. Se obligó a cubrir los últimos treinta metros antes de arriesgarse a mirar atrás. La línea de los árboles ya no era visible. Experimentó con erguirse un poco y la vio asomar lentamente sobre el horizonte, y luego agachó la cabeza antes de que nadie pudiera apuntarle y disparar el gatillo. Corrió ahora en postura de jorobado, dirigiéndose hacia aquella camiseta que se agitaba frenéticamente, y cubrió otros doscientos metros antes de mirar de nuevo atrás. En este momento pudo erguirse del todo sin exponerse. Sin resuello y agotada, el frío aire seco clavaba un frío punzón de hielo en la raíz de su diente roto cada vez que tomaba aliento. Se permitió caminar con rapidez el último tramo, y finalmente llegó a poca distancia de la mujer que agitaba la camiseta.

Había esperado, de forma completamente irracional, que fuera Qian Yuxia, pero supo que no era ella desde cien metros de distancia. La voz que la saludó habló con acento inglés.

—¿Eres Zula?

Incapaz de hablar, ella solo asintió y sonrió. La inglesa salió a recibirla y le estrechó la mano en la base de la enorme piedra.

—Me llamo Olivia. Siento lo de tu labio; ¿duele tanto como parece?

Zula se encogió de hombros y asintió.

—Ojalá pudiera decirte que tenemos una ambulancia, un helicóptero, algo. Pero me temo que no hay nada de eso. Nos espera una buena caminata. ¿Te ves capaz?

—¿Quiénes sois?

—El hombre de ahí arriba —dijo Olivia, volviendo momentáneamente la mirada hacia lo alto de la roca—, te es conocido, creo. Se apellida Sokolov.

—Alguien tendría que averiguar su nombre de pila —ceceó Zula.

—Lo sé, parece un poco raro ir por la vida llamándolo así.

—¿Qué demonios está haciendo aquí Sokolov? Aparte de lo obvio, quiero decir.

—Creo que considera que te debe algo.

—Podríamos decir que sí.

Zula siguió a Olivia mientras ascendía por el lado del gran macizo rocoso. La pendiente había vuelto a hacerse muy empinada, y Zula pudo ver en la grava las marcas de derrape donde esa tal Olivia se había deslizado.

—Hay un trecho ahora donde tendremos que mantener la cabeza gacha —informó Olivia, señalando la pendiente—. Volveremos a quedar a la vista de los tipos de abajo.

Zula miró hacia atrás y asintió.

—Él nunca pretendió que las cosas se complicaran tanto —dijo Olivia, volviendo al tema de Sokolov—. Te estuvo echando un ojo. No quería que salieras lastimada.

—Me dio esa impresión, pero era difícil asegurarlo.

—Entonces, cuando Jones entró en escena, me temo que nuestro Sokolov se lo tomó de forma bastante personal. En otras palabras, no creo que sea ya por ti.

—Me siento plenamente feliz de que no sea ya por mí.

—Muy bien, pues. ¿Preparada?

—Supongo que sí —dijo Zula, aunque en verdad difícilmente podía estar más agotada.

—Un esfuerzo hacia la cima.

Y Olivia empezó a subir por la cuesta de piedrecillas sueltas, provocando pequeños aludes que Zula tuvo que esquivar. Su avance por este último tramo descubierto no fue probablemente ni tan ágil ni tan rápido como Olivia había imaginado, y Zula, cuando se atascó un momento, se arriesgó a mirar atrás y comprobó que estaban de nuevo a la vista de la línea de árboles. Pero la distancia era tan grande que el disparo habría sido imposible sin un rifle con mira telescópica, y los tiradores de allá abajo parecían muy desmoralizados por la política de Sokolov de disparar balas de alta velocidad en cuanto veía iluminarse las bocas de sus armas. Cuando Zula volvió a mirar, todo lo que pudo ver fueron rocas, y entonces Olivia y ella disfrutaron de un fácil ascenso por una pequeña rampa y llegaron a la ancha y generalmente llana cima de este gigantesco macizo.

Hasta ahora Zula solo tenía una vaga idea de dónde se encontraba, lo cual no había tenido mucha importancia porque no había podido pensar en ninguna gran estrategia. Pero desde ahí todo quedó claro. Monte Abandono quedaba a su espalda. El territorio por el que acababa de ascender apuntaba al oeste. A la derecha, a unos cuantos kilómetros de distancia, estaba la montaña que Chet y ella habían atravesado el día anterior por medio de los viejos túneles mineros. A su izquierda, una larga y sinuosa pendiente escarpada cubría una distancia de un par de kilómetros hasta un gran risco que se extendía hacia el sur. Sabía por las indicaciones de Richard que si recorría esa pendiente y subía a aquel risco podría descender al valle de Arroyo Prohibición y encontrar la casa de Jake.

Captó todas esas impresiones mientras seguía a Olivia, a paso agotado y tambaleante, a través de la meseta de roca hacia el borde del precipicio desde donde Sokolov había estado disparando a los yihadistas. Cuanto más avanzaba Olivia, más tendía a encogerse, luego a agacharse, después a gatear. Profundamente cansada de tan ineficaces formas de locomoción, Zula no quiso continuar. Avanzó despacio hasta el punto donde tenía que empezar a arrastrarse a cuatro patas, entonces se detuvo y se puso en cuclillas, estirando los doloridos muslos de sus muslos y pantorrillas. A unos diez metros de distancia pudo ver las suelas de las botas de Sokolov, los talones hacia arriba y las punteras hacia abajo, mientras él yacía boca abajo en el borde del precipicio, apuntando con la mirilla telescópica de un rifle AR-15 modificado que parecía extrañamente similar al que Peter guardaba en su caja fuerte. Olivia estaba tendida junto a él, hablándole al oído, y él asentía y le hacía pequeñas observaciones. Algo en el lenguaje corporal de Olivia (la casi total relajación con la que estaba tumbada junto a él) le dijo a Zula que estaba viendo una especie de momento íntimo, lo cual la hizo sentirse incómoda. Pero después de unos instantes, Olivia empezó a arrastrarse para apartarse del precipicio, y Sokolov volvió la cabeza y miró a Zula con sus ojos azules. Un americano habría hecho un gesto más sentimental, sensiblero, pero Sokolov se contentó con un mínimo gesto con la cabeza y la sugerencia de un guiño. Zula respondió alzando la mano y agitando los dedos a modo de saludo. Eso fue suficiente para Sokolov, que volvió de nuevo la cabeza y regresó a su ocupación.

Olivia la condujo a un lugar donde Sokolov y ella habían dejado un par de bicicletas de montaña. Estaban cargadas de cosas que eran en gran parte irrelevantes, o tal vez le resultaban más útiles a Sokolov que a ellas. Olivia las descargó y las dejó en el suelo. Habían venido bien pertrechados de agua y comida, y Zula engulló buena parte mientras Olivia rebuscaba entre el resto. Un kit de primeros auxilios contenía analgésicos que Zula consumió en dosis mayores de las recomendadas. Olivia la ayudó a ajustar la altura de su sillín (al parecer iba a utilizar la bici de Sokolov) y la condujo por un pequeño trayecto por ese saliente de roca hasta la cumbre de la montaña. Un par de minutos después llegaron a un lugar desde donde pudieron bajar por un levísimo sendero que corría en horizontal por el escarpe en la dirección que querían seguir.

El trayecto pareció interminable. Al principio lo animaron unos cuantos disparos desde abajo, al parecer dirigidos contra ellas. Parecía que los yihadistas se replegaban hacia el sur, intentando evitar o flanquear la posición de Sokolov moviéndose entre la espesura. Un campamento minero abandonado al pie de la pendiente parecía capaz de ofrecerles cobertura de sobra si podían alcanzarlo. Pero Olivia y Zula estaban fuera de su alcance, y Sokolov continuaba con su política de tratar de eliminar a todo el que las apuntara, así que en cuestión de minutos Zula dejó de preocuparse por los pistoleros y dedicó toda su atención al proyecto de sobrevivir al siguiente par de horas. Parte del tiempo pudieron montar en sus bicis con las marchas más bajas, pero durante la mayor parte era más eficaz empujar o incluso llevar a cuestas las máquinas. Olivia insistió en que merecía la pena, que las bicis serían muy útiles cuando superaran esa parte del viaje. Zula no respondió, y apenas le importaba: se había sumergido en un estado de aturdimiento semicomatoso donde todo lo que la rodeaba parecía reproducirse tenuemente en una pantalla con un proyector defectuoso con un mal sistema de sonido.

Pero al rato llegaron a un lugar desde donde pudieron ver un sendero despejado y razonablemente bien definido que conducía al valle, flanqueado por un bosque verde oscuro, y Zula recordó la historia del tío Richard de cómo había encontrado hacía tiempo Arroyo Prohibición después de una penosa y calurosa caminata por una pendiente descubierta y arrasada por el sol. Le pareció que sabía el camino de bajada por una especie de instinto familiar, e ignoró las solícitas preguntas y las amables sugerencias de Olivia de que se detuvieran a tomar agua y comer. Pasó la pierna por encima del sillín de su bici y dejó que la gravedad empezara a tirar de ella hacia el valle, apretando los frenos cada par de segundos, asegurándose de que no perdía el control. Pudo oír a Olivia siguiéndola de un modo similar. Este sendero tenía también un montón de zigzags, pero cuesta abajo en una bici eran, naturalmente, puro éxtasis comparados con subirlos a pie, y por eso no hizo otra cosa sino disfrutar del viaje y sentir que su espíritu se animaba y su energía regresaba durante los primeros minutos. Entonces la voz de Olivia se entrometió en su consciencia, advirtiéndola de algo. Se detuvo y escuchó. Bajo ellas rugía un motor: no una sierra eléctrica, sino una especie de vehículo, una moto de cross o un quad.

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