Cuando hubieron llegado al final de la calle, Robert tiró espontáneamente a la izquierda, en dirección al burdel, y Querelle a la derecha. Iba apretando los dientes. Delante de Dédé, su hermano, ebrio de rabia, casi a media voz, le había dicho:
—Guarro. Te dejas dar por culo por Nono. ¿Por qué tuvo que traerte aquí tu jodido barco? ¡Basura!
Querelle se puso lívido. Se quedó mirando fijamente a Robert:
—He hecho cosas peores. Hago lo que me da la gana. ¡Y lárgate si no quieres que te demuestre lo que es una basura!
El chico se quedó quieto. Esperaba que Robert defendiera hasta la muerte su honor perdido. Los dos hombres lucharon. No obstante, al volverse Querelle a la derecha, iba ya buscando un motivo que le permitiera lanzar su desprecio a la pálida faz de su hermano, para que con ello, estando ambos en paz en lo que respecta a ese odio aparente —pero no por ello menos real—, pudiera unirse a él en su interior. Con la cabeza alta, erguida, inmóvil, con la mirada fija, los labios violentamente apretados, los codos pegados al cuerpo, en fin, poniendo unos andares
más tensos, más estirados
, se dirigió, haciendo un esfuerzo para que su paso fuese más elástico, en dirección a las murallas, y más concretamente, a la muralla donde tenía enterradas las joyas. A medida que se acercaba, iba desapareciendo su amargura. No se acordaba ya con exactitud de las audaces proezas que le habían puesto en posesión de las joyas, pero estas joyas —bastaba para ello su proximidad— constituían la prueba concluyente de su valor y de su existencia. Llegado al talud situado frente a la muralla sagrada, invisible a causa de la niebla, Querelle, con las piernas abiertas y las manos en los bolsillos del impermeable, se quedó inmóvil: se encontraba junto a uno de aquellos focos encendidos por él sobre la superficie del planeta, arropado en su suave resplandor. Siendo su riqueza un refugio donde hallaba un bienestar en potencia, Querelle dejaba ya beneficiarse de ella a su hermano odiado. Una cierta preocupación ensombrecía su vida: el hecho de que Dédé hubiera presenciado la pelea, no por vergüenza ante el chiquillo, sino por el vago temor a que careciera de discreción. Querelle sabía que era ya célebre en Brest.
De noche, frente al mar. Ni el mar ni la noche me aportan la calma. Al contrario. Basta que pase la sombra de un marinero… Debe ser guapo. Con esta sombra, gracias a ella, sólo puede ser hermoso. El navio encierra en sus flancos bestias deliciosas, vestidas de blanco y azul cielo. Deseo cada sombra que entreveo. ¿A cuál de estos machos escoger? Apenas habría soltado a uno de ellos cuando ya desearía a otro. Un único pensamiento me aporta la calma: sólo existe un marino: el Marino. Y cada individuo que veo es sólo la representación momentánea —fragmentaria también y reducida— del Marino. Reúne todos sus caracteres: el vigor, la dureza, la belleza, la crueldad, etc., excepto la multiplicidad. Cada marino que pasa sirve para establecer comparaciones con el Marino. Todos los marinos me parecen vivos, presentes todos a la vez, pero ninguno de ellos por separado es el marino que componen y que sólo puede residir en mi imaginación, sólo puede ser en mí y por mí. Esta idea me apacigua. Poseo al Marino
.
Cólera de Querelle insultando al sobrecargo. El sobrecargo
:
—He traído su arresto
.
—¡Y yo me meo en tu culo para lavarte el cerebro
!
He firmado con gusto el arresto de Querelle. No comparecerá, sin embargo, ante el tribunal marítimo. Quiero que me deba este favor y que sepa que me lo debe. Me sonríe. De súbito se me aparece todo el horror de la expresión: «Vive todavía», a propósito de un hombre herido, herido de muerte y agitado por espasmos
.
La raya de mi pantalón de oficial es tan importante como mis galones
.
Amo el mar. Los casos de un caballo chasqueando el agua. Combate de Centauros
.
Querelle a sus compañeros: «¡Humo! ¡Soplaos a un lado!», avanzando entonces inflado, seguro como un barco de vela
.
Un trabajo victorioso ha torneado, contorneado cada bucle, cada músculo, el ojo, la oreja. De la menor arruga, de un rincón de sombra, brota en su cuerpo una mirada que me conmueve; una falange rota, la intersección de las líneas del brazo, el cuello, me sumergen en una emoción de la que me dejo llevar para hundirme más profundamente en la dulzura de su vientre, tierno como el suelo de un bosque cubierto de agujas de pino
.
¿Conoce él la belleza de todo lo que le compone? ¿Conoce su fuerza? Por los puertos, por los arsenales, lleva a cuestas durante el día cargamentos de sombras, cargas de tinieblas en las que mil miradas acuden a apaciguarse, a extraer algún frescor. Por la noche transportan sus hombros un cuévano de luz, sus muslos victoriosos desplazan las olas de su mar natal, el océano se doblega, se arroja a sus pies, su pecho es todo perfumes, oleadas de perfumes. En el navio, su presencia es tan insólita —y tan eficaz y normal— como lo sería la de un látigo de carretero, la de una ardilla o un montículo de césped. Esta mañana, al pasar ante mí —ignoro sí me ha visto— con los dos dedos que asían un cigarrillo encendido, se ha echado la boina hacia atrás y, quién sabe para quién, en el aire soleado, ha dicho
:
«Así, a estilo asqueado
.»
Sus bucles resplandecientes, de una curvatura y materia perfectas, castaños y rubios, recubrieron la parte superior de su frente. Yo le miré con desdén. En este momento pasea sin duda esos racimos de sol y de noche robados a parras marinas que risueñas muchachas han vendimiado en el mar
.
Lo amo. Los oficiales me aburren. ¡Ay, si yo fuera marinero! Permanezco al viento. El frío y un dolor de cabeza oprimen mi frente, la coronan con una tiara de metal. Crezco y me consumo
.
El
Marino
será aquél a quien yo ame
.
¡Qué bello cartel: un infante de Marina vestido de blanco! Cinto y cartucheras de cuero. Polainas. Bayoneta al costado. Una palmera. Un pabellón. Tenía un rostro duro, de desprecio. Despreciaba a la muerte. ¡Con dieciocho años
!
—«¡Mandar dulcemente a esos muchachos sólidos y orgullosos a que vayan hacia la muerte! ¡El navío reventado que zozobra, anegado lentamente, y yo solo —apoyado tal vez en ese soldado que sólo morirá junto a mí— erguido en proa, mirando ahogarse a esos buenos mozos
!»
Se diría que el navio
zozobra.
¿Se dan cuenta los demás oficiales de mi estado, de mi turbación? Me da miedo que se trasluzca algo en el curso del servicio, en mis relaciones con ellos. Esta mañana mi mente estaba verdaderamente obsesionada por
ideas de gente joven:
ladrones, guerreros, salvajes, chulos, depredadores sonrientes y sanguinarios, etc. Los intuía en mí más que percibirlos con claridad. De súbito organizaban una escena que se desvanecía en seguida. Eran, lo he dicho bien
, ideas de gente joven,
que por un segundo o dos han llenado de bálsamo mi pensamiento
.
¡Que él disponga sus muslos y que, sentado, pueda yo apoyar en ellos mis manos como en los brazos de un sillón
!
Oficial de Marina. Adolescente, abanderado incluso, no pensaba yo, al elegir ser marino, proporcionarme una coartada tan perfecta. El celibato, en este caso, está justificado. Las mujeres no os preguntan por qué no os habéis casado. Os compadecen por no conocer sino amores fugaces y nunca el amor. La mar. La soledad. «Una mujer en cada puerto.» Nadie se preocupa por saber si estoy prometido. Ni mis compañeros ni mi madre. Somos trotamundos
.
Desde que amo a Querelle tiendo a mostrarme menos severo en el servicio. Mi amor me hace flaquear. Cuanto más amo a Querelle más cristaliza en mí la mujer, se enternece, se entristece de no ser colmada. Frente a cualquier manifestación extraña a mis relaciones con Querelle, tanta miseria, tanto desastre interior me lleva a decir: «¿Y todo para qué
?»
Vuelvo a ver al Almirante A… Es viudo, al parecer, desde hace más de veinte años. Él mismo es su viuda sonriente y dulce. El buen mozo que le escolta (su chófer y no su asistente) es la resurrección gloriosa de su carne
.
Vuelvo de una misión de diez días. Mi reencuentro con Querelle produce en mí —y en mi entorno, en el aire soleado— un ligero choque, un desgarro delicadamente trágico. Toda la jornada flota en torno a un vapor luminoso: la gravedad de este retorno. Regreso definitivo. Querelle sabe que le amo. Lo sabe por mi modo de mirarle, y sé que lo sabe por su sonrisa socarrona, casi insolente. Pero todo en él prueba que le estoy atado y todo su ser parece esforzarse fielmente en seguir atándome. Y todo el apuro que experimentamos nos permite darnos cuenta mejor del valor excepcional de esta jornada. Aunque hubiera debido hacerlo, esta noche no habría sido capaz de acostarme con Querelle. Tampoco con otro. Aunque toda mi afectividad afluyera con la alegría del retorno, está congestionando mi dicha
.
He seguido a Querelle, de lejos, a pesar de la bruma. Ha entrado en el burdel más sucio de Brest: «La Féria». Sin duda va por ahí de chulo. Escondido en un urinario, espío la puerta unos minutos. No ha salido
.
Treinta y dos años hoy. Estoy cansado. A pesar de mi musculatura, estoy lejos de ser tan bien formado como él ¿Se reirá cuando me vea desnudo
?
Querelle es mi ordenanza desde hace dos meses. Desde entonces, no he podido resistírmele, pesar exactamente mis palabras, medir mis gestos. Quisiera arrojarme a sus pies para que me pisotee, quisiera que el amor lo arrojase a mis pies. Al tender lazos con este chico, cuyo espíritu tiene tan delicados engranajes, cuyo cuerpo es el depósito de una fuerza desconocida pero que parece comprimida en extremo, peligrosa en su vacilante destinación, tengo la misma inquietud que si estuviese solo ante el tablero de mando de una fortaleza volante ¿Qué hará de mí? ¿A dónde me lleva? ¿Hacia qué catástrofe planetaria, heroica y mortal
?
¿Apoyo el pulgar sobre esta palanca? ¿Y sobre la otra
?
Salgo de un sueño espantoso. Sólo puedo decir lo siguiente
: nosotros
estábamos en un establo (una decena de cómplices desconocidos). ¿Quién de
nosotros
(no sé quién) lo mataría? Un joven aceptó. La víctima no merecía la muerte. Contemplábamos ejecutar el asesinato. El verdugo voluntario asestó en la espalda verdosa del desgraciado varios golpes con una horca. Por encima de la víctima vimos de pronto un espejo, lo suficiente como para observar cómo palidecían nuestros rostros. Palidecían a medida que la espalda del asesinado se iba cubriendo de sangre. El verdugo golpeaba desesperadamente. (Estoy convencido de transcribir fielmente este sueño porque no lo estoy recordando: lo reconstruyo con ayuda de las palabras.) La víctima —inocente—, aunque sufría atrozmente, ayudaba al asesino. Le indicaba los golpes que tenía que dar. Tomaba parte en el drama, a pesar del reproche desconsolado de sus ojos. Insisto de nuevo en la belleza del asesino y en el carácter de maldición de que estaba revestido. Toda la jornada ha estado como manchada de sangre por este sueño. Casi literalmente: la jornada tenía una llaga sangrante
.
Robert tenía a Madame Lysiane a quien, cada vez más, vergonzosamente, estaba sometido. La patrona estaba ahora segura de su poder. Una noche, cuando derramaba sobre él su cuerpo de suntuosas curvas, él hizo un gesto de fastidio para apartar los pelos que le rozaban. Mimosa y empalagosa, ella murmuró:
—Tú no me amas.
—¿No te amo?
El grito sordo, denso de reproches, que dejó escapar Robert, acabó en el gesto que ejecutó de repente: con las dos manos en la cabeza de su señora, en la boca, hundió su nariz y la sacudió. Cuando quitó las manos, los dos rompieron a reír, confundidos por la repentina y bella prueba de amor. Recordemos, en efecto, que Robert detestaba ese juego tan caro a Madame Lysiane. Sin embargo, fue el que escogió, espontáneamente, para protestar contra la acusación de su señora, y en el juego se revelaba el lado pueril de su ternura y su abandono —heroico porque su gesto era una provocación— al amor maternal de «La Feria».