—Soy yo, Roger.
Junto a él, la voz de Gil murmuró:
—¿Está ahí?
—Sí. Le he dicho que me espere ahí. ¿Quieres que vaya a buscarle?
Un poco molesto, Gil respondió:
—Bueno, vale. Era preciso traerle. Anda, vete a buscarlo.
Cuando Querelle llegó ante la oquedad en la que Gil se guarecía, Roger pronunció claramente en voz alta:
—Ya está, está aquí. Gil, estamos aquí.
El niño percibió dolorosamente que para él toda existencia llegaba a su fin con aquellas palabras. Se sintió disminuir, perder su razón de ser. Todos los tesoros con los que había cargado durante algunos minutos se derretían con inmensa rapidez. Conocía la vanidad de los hombres y que son de una cera pronto volatilizada. Había colaborado devotamente a un acercamiento que acababa aboliéndole. Toda su vida quedaba encerrada en aquella función gigantesca de diez minutos de duración, y su luminosidad se atenuaba, desaparecía en seguida, llevándose la orgullosa alegría de la que se había
henchido
. Para Gil, en aquel niño había residido Querelle, cuyas palabras trasmitía; para Querelle, en él había residido Gil.
—Toma, te he traído unos pitos.
Fueron las primeras palabras de Querelle. En la oscuridad le ofreció a Gil, que lo agarró a tientas, un paquete de cigarrillos. Se dieron un apretón de manos sobre el paquete cerrado.
—Gracias, macho. Eres cojonudo, de verdad. No lo olvidaré.
—Deja, es lo normal.
—Yo te he traído carne y además paté.
—Déjalo sobre la caja.
Querelle sacó un cigarrillo de otro paquete y lo encendió. Quería ver el rostro de Gil. Quedóse sorprendido al ver aquella cara delgada, hundida, sucia y cubierta de barba clara y flexible. A Gil le brillaban los ojos. Tenía el pelo revuelto. Era emocionante ver su cara a la llama de la cerilla que la iluminaba. Querelle estaba contemplando a un asesino. Hizo girar la luz en torno suyo.
—Aquí te debes morir de asco.
—Por supuesto. No es nada divertido. ¿Pero qué quieres que haga? ¿A dónde puedo ir?
Querelle se metió las manos en los bolsillos del pantalón y los tres permanecieron durante un instante en silencio.
—¿No comes, Gil?
Gil estaba hambriento, pero no osaba traslucirlo ante Querelle.
—Enciende la vela, no hay peligro.
Gil tomó asiento en una esquina de la caja. Se puso a comer descuidadamente. El niño se acurrucó a sus pies y Querelle los miraba de pie, con las piernas abiertas, fumando sin tocar el cigarrillo.
—Debo tener una pinta asquerosa, ¿verdad?
Querelle rió burlón.
—Guapo, lo que se dice guapo, no estás, desde luego; pero esto va a durar poco. ¿Aquí estás seguro?
—Sí. Si no me vende alguien, nadie puede venir.
—Si lo dices por mí, estás equivocado. Los soplones y yo no hacemos buenas migas. Pero no sé cómo te las vas a arreglar. Porque tienes que irte de aquí. No hay otra solución.
Querelle tenía conciencia de que su rostro había quedado de repente marcado por la crueldad, como cuando estaba obstruido, vigilado, los días de generala a bordo, por la bayoneta de acero triangular, fijada a su mosquetón y erguida frente a él. Se podía hablar en esos momentos de su rostro de acero. Situándose tras de ella, personificándola, aquella bayoneta era el alma de un Querelle de carne y hueso. Para el oficial que sobre cubierta pasaba revista a sus tropas se hallaba situada justamente a la altura de las cejas y del ojo izquierdo de Querelle, cuya mirada parecía delatar una fábrica de armas interior.
—Si tuviera un poco de manteca, tal vez podría pasar a España. Conozco algunos tipos de la parte de Perpiñán de cuando anduve currelando por allá.
Gil comía. Querelle y él ya no tenían más que decirse, pero Roger intuía que entre ellos cobraba cuerpo una relación en la que ya no tenía cabida. Se trataba ahora de dos hombres que hablaban, y muy en serio, de cosas que a la edad de Roger sólo se pueden remover en una divagación un poco somnolienta.
—Así que tú eres el hermano de Robert, el que va por casa de Nono.
—Sí. Y a Nono también lo conozco bien.
Ni por un instante pensó Querelle en la naturaleza de sus relaciones con Nono. Al decir que lo conocía bien no pretendía ironizar.
—En serio, ¿es amigo tuyo?
—Ya te he dicho que sí. ¿Por qué?
—¿Crees que él… —Gil estuvo a punto de decir «querría ayudarme»…, pero hubiera sido demasiado humillante que le respondieran que no. Vaciló un momento y dijo:
—¿… podría ayudarme?
Al ponerlo fuera de la ley era lógico que el asesinato incitase a Gil a buscar refugio entre los macarras y las prostitutas, entre la gente que vive —creía el— al margen de la ley. Un obrero de edad madura se hubiera sentido abatido por causa de aquel crimen. Por el contrario, un acto de tal naturaleza endurecía a Gil, lo iluminaba desde el interior, le confería un prestigio que jamás hubiera alcanzado sin él y de cuya carencia hubiera sufrido. El prestigio era sin duda combatido por el movimiento de retroceso del pensamiento de Gil buscando en la cadena de causas y efectos un modo de liberarse de su crimen, pero al final de ese movimiento, el crimen no lo había abandonado, el remordimiento seguía en él, lo debilitaba, lo hacía temblar y doblaba su cabeza, había sido necesario que obtuviese, ya no una justificación, sino el reconocimiento de la existencia de esa muerte mediante una actitud diferente. Tal actitud debía serle otorgada por un movimiento justificativo —y explicativo—: un movimiento hacia el futuro partiendo de la voluntad consciente de muerte. Gil era un albañil joven, pero no había tenido tiempo de amar su profesión hasta identificarse con ella. Estaba aún lleno de sueños difusos que de súbito se convertían en realidad (llamaremos sueños a esos detalles insólitos que delatan en un gesto la presencia de lo maravilloso: el contoneo de las caderas y de los hombros, el llamar con un castañeteo seco de las falanges, el expulsar el humo por la comisura de la boca, el subir el cinto con la mano abierta…; detalles como una palabra, la jerga elegida, la especial disposición de la ropa: el cinturón trenzado, la suela de los zapatos fina, los bolsillos estilo «dolor de tripas», todo un conjunto que demuestra que el adolescente es sensible a esos tics más o menos precisos de los hombres, orgullosos soportes de todos los atributos del mundo criminal); pero el esplendor de tal realización tenía por fuerza que asustar al muchacho. Hubiera sido más fácilmente aceptable convertirse de la noche a la mañana en el ladrón o el rufián que cualquier chaval aspira a ser. Asesino era demasiado para su cuerpo y su alma de dieciocho años. En todo caso debía sacar partido del prestigio inherente a ello. Creía ingenuamente que los muchachos del hampa se sentirían felices de poder acogerlo. Querelle estaba seguro de lo contrario. El acto que moldea definitivamente al asesino es tan extraño que el que lo ejecuta se transforma en una especie de héroe. Queda fuera de la bajeza de la crápula. Notando esto, los maleantes raras veces hacen del asesino uno de los suyos.
—Voy a ver. Tengo que hablarle de ello a Nono. Decidiremos lo que se puede hacer.
—Pero ¿tú qué piensas? He superado las pruebas.
—Sí. No digo que no. De todos modos puedes contar conmigo. Te tendré al corriente.
—¿Y Robert? Puedo trabajar con Robert.
—¿Sabes con quién está trabajando?
—Con Dédé, ya lo sé. Hemos sido amigos. Sé que andan juntos. Y que a Mario no le gusta, pero que no dice nada. Si ves a Robert, trata de enterarte si puedo currelar con ellos dos. Pero no le digas dónde estoy.
Querelle saboreaba una impresión de dulzura, no porque estuviera explorando una caverna consagrada al mal, sino porque era poseedor de un secreto más profundo que el que Gil acababa de revelarle.
Existe una cámara secreta, cerrada con una puerta blindada. Contiene, además de algunos pobres perros en jaulas, algunos monstruos de los cuales el más conmovedor es el que permanece en el centro de la cámara, es nuestro reproche íntimo. Encerrado en una enorme pecera de cristal que tiene más o menos la forma de su cuerpo, es malva y está hecho de una sustancia blanda, casi gelatinosa. Parecería un gran pescado de no ser por la muy humana tristeza de su cabeza. El domador que vigila a los monstruos desprecia sobre todo al que, como sabernos, encontraría cierta paz en el abrazo de sus iguales. Pero él no tiene iguales. Los otros monstruos se distinguen de él por un ligero detalle. Él está solo y nos ama. Espera sin esperanza una mirada amistosa de nosotros, que nunca se la concederemos. Querelle vivía todos sus instantes en esa desoladora compañía.
Con indolente negligencia Querelle dijo:
—¿Pero por qué se te ocurrió cargarte al marinero? Nadie se lo explica.
Esta frase insinuante se iniciaba con un «pero» de una hipocresía tan grande que, acostumbrado a la brusquedad, le recordó al momento al teniente Seblon y sus modales solapados, sus maniobras de acercamiento. Gil se sintió palidecer. Su vida, su presencia dentro de sí mismo, afluyó a sus ojos, a los que secó, se escapó por su mirada, para perderse, para diluirse en las tinieblas del calabozo… Vacilaba en responder, no con una vacilación en la que con sangre fría se están sopesando los pro y los contra, sino con una especie de pereza cercana al anonadamiento, agravada por un sentimiento de la inutilidad de toda negación que le impedía abrir la boca. Esta acusación era tan grave que estaba tratando de asimilarla: callaba, procuraba abandonarse en su mirada, cuya importancia comprendía hasta el extremo de sentirse mover furtivamente el músculo del ojo y el párpado. Su mirada permanecía fija. Los labios cada vez más apretados.
—¿Eh? ¿Y el marinero? ¿Cómo te dio por ahí?
—No ha sido él.
Como a través de un duermevela, oía Gil la pregunta de Querelle y la respuesta de Roger, y no le resultó molesto el sonido de sus voces. Se hallaba todo él en la intensidad de su mirada fija, de cuya fijeza era consciente.
—Si no es él, ¿quién puede ser entonces?
Gil dirigió su mirada al rostro de Querelle.
—Palabra, no he sido yo. No puedo decirte quién ha sido porque no lo sé. Pero por la chola de mis viejos, te juro que yo no.
—Los periódicos han dicho que probablemente eres tú. Yo te creo, pero vete a convencer a los guris. Encontraron tu mechero junto al cadáver. Como quiera que sea, mi consejo es que sigas encamado.
Al final Gil se había resignado a este otro crimen. Habiendo nublado su óptica la monstruosidad de su acto, al principio había pensado en entregarse a la policía. Creía que tras haberle reconocido inocente respecto al segundo crimen, le soltarían para que pudiera esconderse a propósito del primero. Creía que la policía respetaba estas reglas del juego. Pronto se le puso de manifiesto la demencia de tal pensamiento. Ahora bien, poco a poco iba asumiendo Gil el asesinato del marino. Buscaba los motivos. Se preguntaba a veces quién podía ser el verdadero asesino. Se interrogaba a sí mismo para saber cómo había llegado a perder su propio mechero en el lugar del crimen.
—Me pregunto quién puede ser. Ni siquiera me había dado cuenta de que me había quedado sin mechero.
—Te digo que tú, tranquilo. Vamos a ver entre troncos qué se puede hacer por ti. Vendré a verte siempre que pueda. Le voy a dar incluso un poco de pasta a tu tronco para que te traiga algo de manducar y tabaco.
—Eres cojonudo, ¿sabes?
Pero en el instante anterior a perderse, para concentrarse en su mirada y diseminarla en las tinieblas, Gil había derrochado tantas fuerzas que ya no conseguía reagrupar las suficientes para infundir a su gratitud el ardor de todo su ser. Estaba cansado. Una inmensa tristeza velaba su rostro, abatía las comisuras de aquellos labios que Querelle había visto algo húmedos, cantarines y risueños. Su cuerpo se había desplomado sobre la esquina de la caja y toda su actitud expresaba lo siguiente: «¿Qué demonios puedo hacer ahora?». Se encontraba al borde de la pena, no de la desesperación, pero su pena se asemejaba a la de un niño abandonado un instante en el umbral de la noche. Estaba perdiendo parte de su fuerza y su verdad. No era un asesino. Tenía miedo.
—¿Piensas que si me cogen no hay nada que hacer?
—Nunca se sabe. Es una lotería. Pero no le andes dando vueltas. No te van a coger.
—Oye, eres un amigo de verdad, ¿sabes? ¿Cuál es tu nombre de pila?
—Jo.
—Jo, eres un amigo. Nunca lo olvidaré.