—Ya lo creo. Los guardias no han dejado de buscarte. Han puesto tu foto.
—Y a ti, ¿ya no te dicen nada?
—A mí no, y en casa tampoco. Pero más vale que no me quede demasiado tiempo.
Y Gil, de repente, se perdía en un suspiro que acababa en un estertor:
—¡Ah! ¡Hay que ver, tu hermana, ahora sí que tengo ganas de ella! ¡No es guapa ni nada, eh!
—Se parece a mí.
Gil lo sabía. Pero para no dejárselo ver a Roger, y en parte también para mostrarle desprecio, le dijo:
—En mejor. Te pareces a ella, ¡pero eres mucho más feo!
En la oscuridad Roger se sintió ruborizar. Sin embargo, alzó su rostro hacia Gil y sonrió con tristeza.
—No quiero decir que seas feo, no es eso. Al contrario, tienes su misma carita.
Se inclinó sobre el rostro del niño y lo cogió entre sus manos:
—¡Ah, si pudiera tenerla como te tengo a ti! ¡Menudo muerdo que le daría!
Zafándose por sí mismo del cepo de las manos, el rostro levantado del chaval se acercó más al de Gil. Gil, haciendo un ligero refunfuño, tocó primero la frente de Roger. Luego se encontraron sus narices y durante diez segundos jugaron a entrechocarse suavemente. Dado que al descubrir de súbito el parecido de los dos hermanos la emoción acababa de derretirse sobre él, Gil no pudo disimularlo. Con un jadeo, su boca contra la de Roger, susurró:
—Lástima que no seas tu hermana.
Roger sonrió:
—¿De verdad?
La voz de Roger era clara, pura, sin turbación aparente. Amaba a Gil desde hacía largo tiempo, había esperado este momento, para el que estaba preparado, y no quería dar la impresión de experimentar otra emoción que la amistad. La misma prudencia que le había servido para engañar a los policías mediante su mirada límpida le obligaba a responder a Gil con una voz desprovista de emoción. La turbación de Gil, confesada primero, le permitía a aquel niño orgulloso mostrar su sangre fría. En fin, ignoraba todavía las señales del abandono amoroso y que se deben descartar los suspiros voluptuosos.
—Palabra, estás tan bien hecho como una chica.
Gil puso su boca contra la del niño, que retrocedió sonriendo.
—¿Tienes miedo?
—¡Oh, no!
—Entonces, ¿qué creías que te iba a hacer? —Gil estaba molesto por el beso que no había podido dar Rió burlón:
—¿No estás tranquilo con un tipo como yo?
—¿Por qué? Sí, estoy tranquilo. Si no fuera así no vendría.
—Pues no lo parece.
Luego, con acento súbitamente severo, y como si la idea que iba a emitir fuera de una importancia tal que tuviera que solaparse con la precedente, dijo:
—Pues entonces tienes que ir a ver a Robert. Lo he pensado bien. Sólo él y sus señores amigotes pueden sacarme de ésta.
Gil creía ingenuamente que los muchachos del hampa le acogerían, le dejarían entrar en su banda. Creía en la existencia de una banda peligrosa, de una verdadera sociedad enfrentada a la sociedad. Esa noche Roger salió del presidio trastornado en extremo. Se sentía feliz porque Gil (aunque fuera confundiéndolo con Paulette) lo hubiera deseado durante un instante; estaba disgustado por haberle negado su boca; experimentaba orgullo por saber que al fin iba a ser reconocida la magnificencia de su amigo, y porque él, Roger, había sido el elegido para abordar las instancias supremas. Ahora bien, siempre que podía, Querelle venía discretamente, hacia la caída de la tarde, a pasearse cerca del lugar donde había escondido su tesoro. La tristeza cubría su rostro. Sentía su cuerpo vestido ya con el traje de los presidiarios paseándose con hierros en los pies, lentamente, en un paisaje de palmeras monstruosas, región de ensueño o de muerte de la que no podrían arrancarle ni el despertar ni la absolución de los hombres. La certeza de vivir en un mundo que es el doble silencioso de aquel en el que uno se mueve efectivamente confería a Querelle una especie de desinterés que le permitía comprender espontáneamente la esencia de las cosas. Indiferente de ordinario ante las plantas y los objetos —¿pero acaso se ponía ante ellos?—, ahora los aprehendía de modo espontáneo. Cada esencia está aislada por una singularidad que el ojo reconoce primero y la trasmite al paladar: el heno es heno sobre todo por ese característico polvo rubio y grisáceo al que mentalmente el gusto interroga y prueba. Y así sucede con todas las especies vegetales. Pero si el ojo se presta a la confusión, la boca la destruye, y Querelle avanzaba lentamente en un universo rico en sabores, de reconocimiento en reconocimiento. Una noche se encontró con Roger. No le hizo falta mucho tiempo al marino para saber quién era el chiquillo y para conseguir penetrar en el escondrijo de Gil.
LA GLORIA DE QUERELLE
Pegado el oído al tabique vibrante de su cofre, Querelle escucha latir y tocar para él solo el oficio de los muertos. Se rodea de prudencia para recibir el aviso del ángel. Agazapado en el negro terciopelo de las hierbas, de los faros, de los helechos, en la noche viviente de su íntima Oceanía, abre de par en par sus ojos asombrados. Por su faz delicada, abierta, ofrecida generosamente, el deseo del asesinato había pasado su dulce lengua sin que Querelle se estremeciese siquiera. Sólo sus rubios cabellos se emocionaron. A veces, el moloso que vela entre sus piernas se yergue sobre sus patas, se pega contra el cuerpo de su amo y se confunde con los músculos de sus hombros, entre los que se oculta, vigila y gruñe. Querelle se sabe en peligro de muerte. Sabe también que la bestia le protege. Dice: «De un mordisco voy y le corto la carótida…». Sin saber a ciencia cierta si está hablando de la carótida del moloso o del cuello tierno de un niño que mea
.
Al penetrar en el presidio Querelle se sintió aliviado por el miedo y por la responsabilidad que iba a asumir. Mientras caminaba sin decir palabra al lado de Roger, por el sendero, sentía brotar en él los capullos —y abrirse al punto las corolas por todo su cuerpo, al que llenaban de aromas— de una aventura violenta. Florecía de nuevo a la vida peligrosa. El peligro le aliviaba, y el miedo. ¿Qué iba a encontrar en el fondo del presidio abandonado? Apreciaba su libertad. El más pequeño acceso de mal humor le hacía temer el presidio marítimo, ante el que se sentía —mediante una crispación del pecho— que le aplastaba la mole de sus murallas, contra las que luchaba entonces arqueando su cuerpo como un resorte para apartarlas apartando su cólera, con el mismo esfuerzo y casi con el mismo movimiento de ríñones del subteniente de guardia que cierra, con las dos manos y con el peso de todo su cuerpo, las puertas gigantes de la ciudadela. Avanzaba inconscientemente al encuentro de una existencia fenecida y venturosa. No es que creyera seriamente haber sido presidiario, ni que su imaginación se delectara en esta suerte de historias, sino que saboreaba un delicioso bienestar, un presentimiento de reposo, ante la idea de entrar como ser libre, soberano, en el interior oscuro de aquellas gruesas murallas que han encerrado a través de los tiempos tantos dolores encadenados, tantos sufrimientos físicos y morales, cuerpos contorsionados por el suplicio, atormentados por el dolor, sin otras alegrías que el recuerdo de crímenes maravillosos que disuelven en un valle de sombras la luz o que con un agujero de luz hacen saltar en mil pedazos las sombras en que fueron cometidos. ¿Qué podía quedar sobre las piedras del presidio, agarrado a los rincones o suspendido en el aire húmedo, de aquellos asesinados? Aunque Querelle no se formulaba estas reflexiones con claridad, al menos lo que las suscita nítidamente bajo nuestra pluma le causaba una turbación pesada, confusa, que añadía cierta angustia a su cerebro. En fin, iba Querelle por primera vez al encuentro de otro criminal, de un hermano. Vagamente había soñado ya alguna vez con encontrarse ante un asesino de su categoría, con el que pudiera discutir cuestiones de trabajo. Un mozo semejante a él, con su misma estatura y anchura de hombros —su hermano, deseó algunas veces, durante algunos instantes, pero su hermano era un puro reflejo suyo— que tuviera a gala crímenes diferentes de los de Querelle, pero de idéntica belleza, de idéntico peso e igualmente reprobables. No sabía con exactitud en qué le hubiera reconocido por la calle, en qué señales, y a veces era tan grande su soledad que pensaba, si bien escasas veces, y abandonaba la idea en seguida, en dejarse detener para encontrarse en la cárcel con algunos de los asesinos que salen en los periódicos. Desechaba inmediatamente esta idea: al no ser secretos tales asesinos, carecían de interés. Era en parte el pareddo con su hermano lo que le creaba esta nostalgia del amigo maravilloso. Frente a Robert se preguntaba si sería un criminal. Lo temía y lo esperaba. Lo esperaba porque sería hermoso que se hubiera logrado un milagro tal que existiera en el mundo. Lo temía porque hubiera tenido que arrinconar su sentimiento de superioridad respecto a Robert.
¡Nos amaremos increíblemente!
No podía concebir con claridad que dos jóvenes —con más razón dos hermanos— se amasen, unidos por la muerte, unidos por la sangre que corría en ellos. Para Querelle, la cuestión no se planteaba así, a partir del amor.
Entre hombres no se ama. Para eso están las mujeres. Y para follar un poco.
La cuestión se planteaba a partir de la amistad. Pero esa amistad, para él, era lo que completa a un hombre, partido en dos, sin ella, de arriba abajo. Seguro de que jamás gozaría del lujo de la complicidad de su hermano —«es demasiado gilipollas para eso»—, Querelle se había encerrado en su propia soledad, que se erigía como el monumento más singular y más bello a causa de ese mismo desequilibrio, de la falta de armonía causada por la ausencia de un amigo criminal. Ahora bien, en el presidio abandonado iba a encontrarse con un muchacho que también había sido capaz de matar. Este pensamiento le llenaba de ternura. El asesino era un muchacho torpe, un asesino inútil, un tonto. Pero gracias a Querelle se adornaría con un verdadero asesinato, ya que se suponía que al marino le habían despojado de su dinero. Respecto a Gil, antes de verlo de nuevo, Querelle experimentaba un sentimiento casi paternal. Le estaba traspasando, le confiaba uno de sus asesinatos. Con todo, Gil sólo era un chaval y tampoco sería para Querelle el amigo tan esperado. Estos pensamientos (no en el estado definitivo en que los transcribimos, sino en su informe cabrilleo) rápidos, solapándose, destruyéndose para renacer unos gracias a otros, se estrellaban contra él, y contra los miembros y el cuerpo de Querelle más que contra su cabeza. Avanzaba por el camino, agitado, zarandeado por esta marejada de pensamientos informes, nunca retenidos, pero que dejaban a su paso un penoso sentimiento de malestar, de inseguridad y de miedo. Querelle no abandonaba su sonrisa, que le anclaba a la tierra. Gracias a él ninguna ilusión perezosa y vana podría poner en peligro el cuerpo de Querelle. Querelle no sabía soñar. Su falta de imaginación lo mantenía en el accidente, lo ataba a él. Roger se volvió:
—Espérame, vuelvo en seguida.
El niño partía como un auténtico embajador ante el emperador de su sueño, y quería comprobar si todo estaba listo para aquella entrevista entre monarcas. Algo nuevo volvía a ocurrirle a Querelle. No se había esperado tal precaución. No veía allí la entrada a caverna alguna. El camino daba simplemente una vuelta, desapareciendo tras una suave pendiente. Los árboles no se espesaban más ni menos que en otro lugar. Sin embargo, desaparecido Roger, se convirtió para Querelle en un «enlace misterioso», en algo más valioso de lo que le había parecido hasta el momento. Era su ausencia lo que prestaba al niño una existencia tan poco común, una importancia tan súbita. Querelle sonrió, pero no pudo impedir turbarse ante el hecho de que el niño fuera el enlace móvil entre dos asesinos, un enlace rápido y lleno de vida. Recorría aquel camino cuyo espíritu era él mismo, teniendo poder para alargarlo o acortarlo a su antojo. Roger caminaba más deprisa. Al separarse de Querelle se había imbuido de más gravedad, pues tenía conciencia de que llevaba a Gil lo esencial de Querelle, es decir aquello de Querelle que, según intuía vagamente, deseaba que se acercara a Gil. Sabía que en él, chiquillo de pantalón corto y además remangado hasta los gruesos muslos, confluían todos los ritos de los ceremoniales de que son depositarios los embajadores —y se puede comprender, viendo la gravedad del niño, por qué están más enjaezados de ornamentos los legados que sus dueños—. Sobre su persona, delicada y cargada con el peso de mil aderezos, gravitaban la atención casi huraña de Gil, agazapado en su antro, y la de Querelle, inmóvil ante la puerta de los Estados. Querelle encendió un cigarrillo; luego metió de nuevo las dos manos en los bolsillos de su impermeable. Tenía la mente en blanco. No se imaginaba nada. Su conciencia estaba atenta, maleable e informe, pero se hallaba ligeramente turbada por la repentina importancia del chiquillo ausente.