—Ahora ya está. Listo. Te he sacado un billete para Burdeos. Sólo que tienes que ir a tomar el tren a Quimper.
—Pero ¿y los trapos? No tengo nada que ponerme.
—Precisamente en Quimper los conseguirás. Aquí no puedes comprarte nada. Tienes pasta, puedes ir tirando. Con esto tienes cincuenta mil cucas. Ya no te mueres de hambre.
—Menos mal que has estado conmigo; de veras, Jo.
—Claro. Ahora tienes que arreglártelas para no dejarte trincar. Además, estoy seguro de que aguantarás si te agarran.
—En eso puedes estar tranquilo. Sabré defenderme y los polis no sabrán nunca nada de ti. Como si no te conociera. Entonces, ¿salgo esta noche?
—Sí, tienes que largarte. Me fastidia un poco ver que te piras, palabra, Gil, pequeño, me habías caído bien.
—Tú también me habías caído bien. Pero nos volveremos a ver. No te olvidaré.
—Dices eso, pero a las primeras de cambio me echarás por la borda.
—No, viejo. Ni lo sueñes. Eso no va conmigo.
—¿De veras? ¿No me olvidarás?
Querelle pronunció las últimas palabras poniendo su mano sobre el hombro de Gil, quien lo miró para responder:
—Ya lo verás.
Querelle sonrió y rodeó con su brazo amistosamente el cuello de Gil.
—¿A que es cierto que nos estamos haciendo troncos de verdad?
—Nos hicimos troncos al momento.
Estaban de pie, uno frente al otro, mirándose a los ojos.
—¡Con tal de que no te ocurra nada!
Querelle atrajo contra su hombro a Gil, quien vino sin resistencia.
—Maldito chiquillo, hay que ver.
Le besó y Gil le devolvió el beso, pero Querelle no aflojó su abrazo. Estrechándole todavía en sus brazos, susurró:
—¡Qué lástima!
En parecido susurro, Gil dijo:
—¿Qué es lo que es una lástima?
—¿Cómo? No sé. Te digo que es una lástima. Y no sé el qué. Qué lástima perderte.
—Pero si no me pierdes, de verdad; nos volveremos a ver. Te enviaré noticias mías. Vendrás a verme cuando termines tu alistamiento.
—¿De veras? ¿Te acordarás de mí?
—Palabra de honor, Jo. Eres mi tronco para siempre.
Todas estas réplicas apenas fueron susurradas coa voz cada vez más sorda. Verdaderamente, Querelle sentía crecer la amistad dentro de sí. Todo su cuerpo tocaba el cuerpo de Gil abandonado. Querelle le volvió a besar y Gil le devolvió de nuevo el beso.
—Nos besuqueamos como dos enamorados.
Gil sonrió. Querelle le besó otra vez con más entusiasmo y mucha sabiduría, a golpecitos, subiendo hacia la oreja, donde depositó un beso prolongado. Luego, puso su mejilla contra la mejilla de su amigo. Gil le estrechó entre sus brazos.
—Bueno, chavalito. Te quiero mucho, de verdad.
Querelle aprisionó entre sus brazos la cabeza de Gil y le dio más besos. Lo apretó más fuerte contra él, entrelazando sus piernas con las suyas.
—¿Somos de verdad troncos?
—Sí, Jo. Eres mi verdadero amigo.
Permanecieron largo tiempo abrazados, acariciando Querelle los cabellos de Gil y dándole nuevos y cada vez más cálidos besos. Al fin Querelle sintió que se empalmaba. Se aferró a esa idea para mantener y agravar su emoción. Finalmente, Querelle deseó a Gil.
—Eres cojonudo, ¿sabes?
—¿Por qué?
—Te dejas besuquear así, sin decir nada, sin enfadarte.
—¿Y qué? Te he dicho que eres mi amigo. Tenemos derecho a hacerlo, ¿no?
De agradecimiento Querelle le dio un rápido y violento beso en la oreja y su boca descendió hasta la de Gil. Cuando la hubo encontrado, labios contra labios, susurró en un suspiro:
—De verdad, ¿no te molesta?
Con otro suspiro, Gil respondió:
—No.
Sus labios se pegaron y entrelazaron las lenguas.
—Gil.
—Tienes que ser totalmente amigo mío. Para siempre. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—¿Quieres?
—Sí.
La amistad por Gil crecía en Querelle hasta los confines del amor. Experimentaba hacia él una especie de ternura de hermano mayor. También Gil, lo mismo que él, había matado. Era un pequeño Querelle, pero que no debía desarrollarse, que no debía llegar más lejos y frente al cual Querelle conservaba un sentimiento de respeto y curiosidad, como si se hubiera hallado ante el feto de un Querelle niño. Deseaba hacer el amor, pues pensaba que con ello se fortalecía su ternura, porque se uniría más a Gil, quien a su vez se uniría más a él. Pero no sabía cómo arreglárselas para ello. Como siempre se había hecho follar, no sabía dar a un chico por el culo. El gesto lo habría molestado. Pensaba pedirle a Gil que le metiese la polla en el culo. Recordaba haber sentido cierta ternura respecto al maricón armenio pero si, de repente, en su ignorancia, Querelle había creído que Joachim quería follarlo, ahora sabía que el armenio tenía gestos y una voz que querían decir que deseaba exactamente lo contrario. A fin de cuentas, no sentía ninguna ternura por Nono. Nono podía reventar, le daba igual. Comprendió oscuramente que el amor es voluntario. Cuando uno ama a los hombres, dejarse penetrar puede darle cierto placer, pero para follarlos, aunque sea durante el instante en que uno les ofrece su polla, debe amarlos. Para amar a Gil debía renunciar a su pasividad. Se esforzó.
—Mi pequeño tronco…
Su mano descendió sobre Gil hasta detenerse en sus nalgas, que se estremecieron. Querelle, con mano solida y amplia, las estrechó. Tomaba posesión de ellas con un movimiento de auténtica autoridad. Luego introdujo los dedos entre el cinturón del pantalón y la camisa. Se empalmó. Amaba a Gil. Se obligaba a amarle.
—Es lástima que no podamos quedarnos los dos juntos siempre, ¿verdad?
—Si, pero nos volveremos a ver…
Gil tenía la voz algo alterada, angustiada incluso.
—Me hubiera gustado vivir los dos juntos siempre, como aquí…
La visión de la soledad en la que hubiera florecido su amor aumentó su ternura por Gil, a quien sintió enteramente suyo, su único amigo, su único pariente. Lo tomó del brazo y obligó a la mano de Gil a tocarle la polla. Gil frotó bajo la tela del pantalón y desabrochó la hebilla él mismo. Acarició el cipote tieso que seguía irguiéndose: era la primera vez que un hombre lo tocaba así. Aplastó la boca contra la oreja de Gil que le devolvió un beso parecido.
—Nunca he amado a un muchacho, sabes, eres el primero.
—¿De veras?
—Palabra de honor.
Gil apretó más en la mano la polla de Querelle. Y Querelle le susurró dulcemente:
—Chúpamela.
Gil permaneció un momento inmóvil y bajó la boca lentamente. Se la chupó a Querelle que seguía de pie, en equilibrio sobre sus piernas, acariciando el pelo de Gil ante él.
—Chupa bien.
Agarró la cabeza de Gil con las dos manos y la llevó a la altura de su cadera. Se negó a llegar hasta el límite del placer. Apretó contra su mejilla la cabeza de su amigo.
—Me gustas, ¿sabes?, te quiero mucho.
—Yo también.
Cuando se separaron, Querelle amaba de un modo verdadero a Gil…
Querelle otorgará a su estrella una confianza ciega. Tal estrella debía su existencia a la confianza depositada en ella por el marinero; era, si se prefiere, el estrellamiento contra su noche del rayo de su confianza en, precisamente, su confianza, y para que la estrella conservase su magnitud y su brillo, es decir, su eficacia, Querelle tenía que conservar su confianza en ella —que era su confianza en sí mismo— y en primer lugar su sonrisa para que ni la más sutil de las nubes se interpusiera entre la estrella y él, para que el rayo no amenguara su energía, para que ni la duda más vaporosa hiciera empañarse algo a la estrella. Permanecía suspendido de ella, que nacía de él a cada segundo. Ahora bien, ella le protegía, en efecto. El temor a verla apagada suscitaba en él una especie de vértigo. Querelle vivía a tumba abierta. Su tensa atención para alimentar siempre su estrella le obligaba a una precisión de movimientos que no hubiera logrado con una vida muelle (a fin de cuentas, ¿para qué?). Siempre alerta, veía mejor el obstáculo y el ademán osado que debía hacer para esquivarlo. Sólo flaqueará cuando se encuentre agotado (si algún día llega a estarlo). Su seguridad de poseer una estrella nacía de un entrelazado de circunstancias (que nosotros llamamos suerte) bastante azaroso aunque organizado y de tal índole —formando rosetones— que nos sentimos tentados a buscarle una razón metafísica. Mucho antes de ingresar en las tripulaciones de la flota, Querelle había escuchado la canción titulada
La estrella del amor
:
Todos los marinos tienen una estrella
que les protege desde el cielo
.
Cuando a sus ojos nada la vela
,
el infortunio nada puede contra ellos
.
En las tardes de borrachera, los estibadores se la hacían cantar a uno de los suyos que tuviera buena voz. El muchacho se hacía primero rogar, que se le sirviera de beber, pero finalmente se levantaba y en medio de aquellos forzudos apoyados sobre la mesa, y para subyugarlos, iban saliendo de su boca sin dientes palabras de ensueño:
Eres tú, Nina, mi elegida
entre todos los astros de la tarde
,
y eres la estrella de mi vida
,
aunque quizá no lo sabes
…
Se desarrollaba en la noche un drama sangriento: la sombría historia del naufragio de un navio iluminado, símbolo del naufragio del amor. Estibadores, pescadores y marineros aplaudían. Con un codo apoyado en el mostrador de zinc y las piernas cruzadas, Querelle les miraba apenas. No envidiaba sus músculos ni sus alegrías. Tampoco quería ser como ellos. Si se alistó fue solamente a causa de un cartel que le mostró de pronto la solución de una vida fácil. Más tarde hablaremos de los carteles.
Estamos en Beirut. Querelle salió del «Clairon» con otro marinero. No les quedaba un centavo en el bolsillo. Estaban vestidos con el traje de tela blanca que los marineros llevan en verano, traje retocado por ellos mismos que saben perfectamente qué detalle de sus cuerpos destacar u ocultar con un ligero vuelo de la ropa. Boina blanca, zapatos blancos. La noche era suave. Justo afuera del burdel, los dos marineros que andaban en silencio se cruzaron con un hombre de unos treinta años. Los miró, a Querelle con más intensidad. Luego pasó, pero caminando más lentamente.
—¿Qué quieres?
Querelle se volvió. Su sorprendente indiferencia, su falta —no de calor profundo— de simpatía, se debía a su ignorancia de todo lo que llamamos vicio. Pensó que este hombre lo conocía o creía reconocerlo.
—Eso es un maricón, uno de verdad.
Jonas no se equivocaba. Era menos guapo que Querelle, algo que éste último dudaba, ignorando incluso que su propia belleza hechizaba a los hombres.
—Esos tíos siempre quieren pasta, y consiguen más que nosotros, un huevo —dijo reduciendo la velocidad.
—Ya, pero es que nosotros no tenemos.
—No digo que tengamos que llevarla, sino que estos tíos no son hombres, son unas nenas. Les partiría la boca sólo por placer.
Al pronunciar esa frase, Jonas bajó el tono: en primer lugar, para permitirse una voz más grave (lo cual lo fortificaba en su virilidad, lo apartaba del maricón, le daba peso, lo acercaba aQuerelle y salvaba a la Marina) y en segundo lugar por prudencia, pues al voltear la cabeza a medias había visto al individuo volver sobre sus pasos. Jonas se calló un segundo. Caminaba, si se sabía o creía distinguido, con mayor seguridad, más virilidad (los músculos de sus muslos y sus nalgas estiraban la tela blanca del pantalón) pero mientras se obligaba a su indignación artificial la cólera aumentaba en él, se extendía a todos sus miembros —hay que remarcar que de todas las emociones son la cólera y el miedo las que animan a la vez todos los miembros, hacen temblar al mismo tiempo las pantorrillas y los labios, la cólera enfurece al pulgar del pie y a la última falange de los dedos— y dijo con voz ligeramente temblorosa:
—Tíos como ése se hacen matar y no los culpo. Más bien, les echaría una mano. ¿Tú no?
Miró a Querelle:
—¿Yo? Tienes razón. Pienso como tú. Sólo que no podemos partirle la cara aquí. Hay mucha gente.
Confiado esta vez, seguro de que su amigo lo apoyaba en el golpe, Jonas bajó más la voz:
—Habría que poner cara de entrar con él.
Dejó de hablar. El paseante giraba alrededor de ellos lentamente. Con las manos en los bolsillos del pantalón, Jonas jalaba hacia su vientre la tela blanca, tratando de destacar lo que sabía que los maricones llamaban el paquete: la polla y las bolas. Querelle sonreía. El paseante se volvió muy rápidamente.
—Ha mordido, pero hay que saber qué quiere. Si somos dos no va a venir. Lo mejor es que uno quede solo y el otro lo siga. ¿No crees?
—Sí, creo que es mejor. Quédate tú. Yo no conozco esto. No es mi rollo.
Vale. Yo tampoco lo hago habitualmente pero voy a camelarlo. Trataré de llevarlo a la playa. Síguenos sin dejarte ver. ¿Vale? Cuando pasemos a su lado, tú finges que te vas.
—Vale.
Aceleraron un poco. A la altura del hombre se dieron la mano y Querelle dijo en voz alta:
—Hasta mañana entonces. Yo debo volver. Tienes suerte de tener un permiso nocturno. Venga, hasta luego.
Y se fue de la acera directamente dando grandes zancadas para cruzar a la acera opuesta. Jonas sacó un cigarrillo de su bolsillo y bajó un poco la marcha. Con maña, se puso a equilibrar la basta de su pantalón sobre sus zapatos de tela blanca. La última frase de Querelle le suscitó de repente una disposición que daba naturalidad a la indolencia de su modo de caminar consagrado al juego del bajo fondo. Era normal que su desenvoltura fuese el resultado no premeditado de esas repentinas vacaciones y también era normal que esas vacaciones fuesen especialmente deseadas para permitir al marinero librarse al delicioso juego del pantalón, a ese andar bello entre los andares que es la gloria de la Marina, a la posesión de sí que está toda contenida en ese caminar (siendo la misma del marinero), a la posesión de la noche en que las tinieblas estrelladas están contenidas en el andar más turbador. Él bailaba. Jonas bailaba ante Herodes. Sentía tras él los ojos del tirano cubierto de oro pero vencido, observando la maravillosa lentitud del marinero cada vez más indolente, ya que la indolencia era el pretexto de esa danza, y su esencia. Cuando el hombre lo rodeó, uno y otro volvieron la cabeza a la vez: cada uno tenía un cigarrillo, pero si Jonas lo tenía en la boca, el hombre llevaba el suyo más modestamente en la mano.