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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (77 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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La pasión que sentía por Joan se había transformado en un recuerdo doloroso. Aún le amaba, pero la idea de caer en sus brazos, de ser feliz con él le repugnaba. No merecían la felicidad.

Al recibir sus cartas, las leía y releía y se imaginaba en Roma, como su esposa, entre libros, tratando con aquellas gentes tan peculiares que Joan describía, y soñaba. ¡Qué feliz sería con Joan si todo hubiera sido distinto! Ahora aquella felicidad era imposible.

Anna suspiró aliviada al entrar en la librería y dejar fuera el viento frío y feroz. Aquel lugar era siempre un remanso de paz, un refugio cálido de conversación sosegada y de amistad. Aquel era un mundo distinto lleno de relatos e historias que ahuyentaban sus preocupaciones: incapaces de penetrar en aquel santuario, se quedaban esperándola en la puerta. El día anterior recibió recado de Antonello diciéndole que llegó un libro muy especial y que ella debía verlo. Anna no tenía más quehaceres que los domésticos o sacar brillo a la plata de su padre, por lo que aquello era todo un acontecimiento y llena de curiosidad, ansiaba tener el libro en sus manos.

—Bienvenida,
signora
Anna —le dijo Antonello evitando pronunciar el apellido Lucca.

—Gracias, don Antonello —repuso ella inclinando la cabeza como saludo—. Me tenéis llena de curiosidad. ¿Qué libro es ese?

—Es muy especial y solo verlo, pensé en vos —repuso el librero ayudándola a quitarse la capa.

—Espero que no sea costoso. Voy muy escasa de dinero.

—Si os gusta, llegaremos a un acuerdo —repuso el librero mostrándole el camino del despacho.

Anna se detuvo en seco. Aquel pequeño salón era el lugar de sus encuentros clandestinos con Joan y le traía recuerdos dulces y amargos. Pero el hombre abrió la puerta y la empujó suavemente a su interior. Allí continuaban los anaqueles de buena madera llenos de libros, tal como los recordaba, que cubrían todas las paredes con excepción del gran ventanal. Unos finos visillos filtraban la luz del día. En el centro de la estancia había una mesa sobre la cual Anna vio un único libro.

—Ese es —dijo Antonello señalando a la mesa—. Sentaos, tomad todo el tiempo que preciséis, leedlo con cuidado. Nadie os molestará.

Y cerrando la puerta la dejó a solas. Anna contempló unos instantes los lomos de los libros en los anaqueles para fijar su atención acto seguido en el que estaba sobre la mesa.
El libro del Amor
, leyó. Y después, en un tipo menor,
De Orlando a Angélica
.

Las letras estaban impresas en tipos romanos, en tinta roja, sobre una cubierta de un buen cuero castaño claro. En la parte superior e inferior tenía unas hermosas cenefas doradas de hojas de vid con sus frutos que se repetían en la cubierta trasera. En el lomo el cuero mostraba cuatro protuberancias que protegían el cosido interior de las páginas. No era muy grande, medía poco más de un palmo de alto y más de medio de ancho. Mostraba una cuidada elaboración y su tacto era suave y agradable.

Aquel libro le era familiar y pronto lo identificó con la traducción del
Orlando enamorado
con la que aprendió italiano culto cuando ya llevaba un tiempo en Nápoles. Y que contenía la carta de amor de Joan. Aquel libro era más fino, sin duda tenía menos páginas, pero su aspecto exterior era parecido.

Lo tomó en sus manos, sintiendo su cuerpo, sopesándolo. Acarició la textura de sus tapas y saboreó el aroma del cuero, de la tinta, del papel y del suave perfume que emanaba. Un suspiro se escapó de su pecho.

Puso el libro sobre la mesa y se acomodó en la silla, emocionada, expectante. Sabía que Matteo Boiardo escribió dos libros más de
Orlando enamorado
, pero el que sostenía en aquel momento no parecía ser uno de ellos. Solo al abrir el libro vio que era manuscrito y que el aspecto de las letras se asemejaba en todo a la traducción que le llegó de Barcelona. Sus ojos siguieron los airosos trazos de las iniciales y las curvas elegantes de la caligrafía estilo italiano mientras palpaba aquel papel suavemente oloroso con textura aterciopelada.

En la primera página se repetía el título de la portada sin que mencionara el autor. En la siguiente había una introducción escrita en hermosas letras. Leyó:

Este es el libro del amor de Orlando a Angélica.

En la triste noche de desventura en la que Orlando creyó perdido el amor de Angélica, le escribió este libro, cuya tinta era sangre de su corazón y sus palabras fruto de su alma atormentada. En él expresaba a su dama su afecto, su ternura y pasión y le relataba su historia, la de sus amores y la de su tormento. El libro le explicaba a Angélica que sin ella el caballero moriría, pues solo por ella vivía. Que ella era dueña y señora de Orlando, que sin condiciones le entregaba su amor rogándole que aceptara aquel libro. En él y en la clemencia de la dama confiaba el caballero su destino.

Anna se estremeció. Eran palabras bellas, llenas de sentimiento, que le llegaban muy hondo, pero su familiaridad la inquietaba y presentía que ocultaban algo que no terminaba de comprender. Notó un escalofrío y buscó su capa tras la silla solo para recordar que la dejó en la entrada. No quiso salir a buscarla, tenía que continuar la lectura.

Angélica leyó el libro y el amor que de él emanaba curó sus heridas, y junto al amor llegó el perdón y la redención de Orlando.

La joven se removió incómoda en su silla e impaciente, terminado el prólogo, pasó página para continuar.

Orlando era aún niño cuando una trágica mañana vio a unas gentes malvadas asesinar de forma cruel a su padre y cómo le arrebataban con toda brutalidad a su madre y hermana llevándoselas muy lejos. Huérfano, fue arrancado de su aldea y arrojado a la gran ciudad, un lugar oscuro, desconocido, hostil y lleno de malos augurios que solo le infundía temor y recelo. Pero entre aquellas tinieblas, Orlando se encontró con una niña tan hermosa que no podía creer que fuera real.

Tenía unos bellos ojos verdes, la tez clara, el cabello azabache y vestía con elegancia. Se llamaba Angélica y su porte era el de una princesa. Orlando, al contrario, tenía la piel tostada por el sol, se cubría con ropas zafias y parecía un mendigo.

Pero en lugar de despreciarle, ella correspondió a su mirada y le sonrió mostrando unos hermosos dientes blancos y graciosos hoyuelos en sus mejillas. Aquella sonrisa hizo luminosa la ciudad oscura ahuyentando miedos y malos presagios. Orlando se estremeció y en aquel mismo instante, sin que lo pudiera evitar, el amor le hirió como si de un rayo se tratara. Aquel gran amor permanecería para siempre en el muchacho y le acompañaría más allá de la vida y de la muerte.

Anna se esforzó en apartar sus ojos de aquella página; las letras la atraían como un imán. Por unos instantes su mirada anduvo perdida en los libros de los anaqueles. Sentía miedo. La lectura de aquellas líneas le hizo comprender que ella era Angélica, Joan era Orlando y que se trataba del relato de su encuentro. Reconoció la letra, era la misma que la del primer libro, la de Joan, y supo que eran sus palabras; él era el autor. Sintió su cuerpo temblar notando un nudo en el estómago mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. La suya era una historia hermosa, pero con un trágico final. ¿Qué pretendía recordándoselo? ¿Para qué castigarse con lo que pudo ser y nunca sería? Una pena terrible la embargaba y supuso que Joan debía de estar cerca. No quería continuar leyendo, no quería encontrarse con él, no quería mirarle a los ojos. Tambaleante, se levantó y avanzó hasta la puerta para escapar de allí. Salió de la librería sin despedirse, olvidando incluso su capa y corrió por la calle vacía, azotada por el viento y una lluvia que caía mezclada con granizo mientras se sujetaba el vientre con las dos manos. Los sollozos la sacudían. Huir, quería huir.

Joan estuvo observando todo el tiempo a Anna. Veía su amado rostro y trataba de interpretar sus sentimientos a través de sus gestos y de sus expresiones. Antonello le había descubierto el secreto de su sala de lectura. Entre las hileras de libros se disimulaban resquicios en la pared por los que se podía observar desde la estancia contigua. Supo entonces que sus amores con Anna en aquella habitación no fueron tan secretos como creía, pero no era el momento de reprochárselo al librero.

Contempló esperanzado el placer que Anna demostraba. Gustaba del cuerpo del libro, aspiraba su aroma, lo acariciaba. Pero se alarmó al ver su expresión de desconsuelo tras la lectura de las primeras líneas. Su alarma se convirtió en terror al ver que se levantaba y huía.

Salió corriendo para retenerla, pero Antonello le detuvo antes de que ella le viera.

—Déjala —le dijo—. No lo empeores más.

Joan forcejeó unos instantes viendo cómo Anna se alejaba entre la lluvia y el granizo.

—¿Qué puede ser peor? —preguntó desconsolado.

Pero después sintió una rabia desesperada. ¿Qué más podía hacer para recuperarla? ¡Maldita Anna! ¿No comprendía la vida miserable que le esperaba a ella y a su hijo? ¡Él le podía dar tanto! ¡Hubieran sido tan felices juntos! ¿Cómo podía estar tan obcecada, cómo podía ser tan terca?

Descorazonado, se dijo que toda su penitencia, todo su trabajo, todos sus rezos, todo su amor, toda la magia de los libros no sirvieron para nada.

122

A
nna corrió bajo la lluvia, sin importarle que la calara, hasta que la librería estuvo lo suficientemente lejana. Jadeante, soltando vapor por la boca, con la toca empapada y el agua resbalándole por la cara, continuó andando después por las calles enfangadas. Aquel relato, aquel libro, la intención detrás de todo ello la golpearon con violencia. Sus lágrimas se mezclaban con la lluvia. Le había costado mucho esfuerzo llegar a un equilibrio, a un pacto con su conciencia, mediante el cual la expiación venía a compensar su culpa y con ello evitaba el sufrimiento. Y la mayor parte de esa penitencia era permanecer alejada de Joan y de la vida que este ahora le podía ofrecer. Sin embargo, todo su pretendido equilibrio acababa de saltar hecho añicos al contacto agradable, suave y traidor de aquel libro y de sus dulces palabras. Y ahora quería huir, aunque algo tiraba de ella, algo poderoso la empujaba a continuar la lectura.

Anduvo errante bajo la lluvia helada, tiritando de frío, pero conforme se sosegaba sus pasos la llevaban de vuelta a la librería.

Antonello estaba en la puerta y al verla regresar llamó a María, su mujer, y le dijo a Joan que se ocultara.

—Pasad, ¡por Dios bendito! Vais a pillar una pulmonía —exclamó al verla empapada y temblando de frío.

—Quiero leer ese libro. —Había un toque de locura en su mirada de ojos enrojecidos.

—Primero vendréis conmigo a cambiaros esas ropas —le dijo María en tono maternal—. De lo contrario, enfermaréis.

—No importa, quiero leer ese libro —insistió.

—De ninguna manera. El agua estropea los libros —repuso Antonello firme—. Si queréis leerlo, debéis subir al primer piso con María y cambiaros.

Sumisa, se dejó llevar por la librera hasta el primer piso, donde una vez seca, la hizo acomodarse junto al fuego y tomar un caldo caliente. Poco a poco su cuerpo recobró el calor y su espíritu la calma.

Con ropas secas y otra taza de caldo, Anna retornó a la falsa intimidad de la salita de lectura. Antes de dejarla sola, Antonello le ofreció un candil, pues la luz del ventanal disminuía con la tormenta. Anna lo aceptó, aunque sus ojos le permitían leer aquella cuidada caligrafía con la suave luz natural. Respiró hondo, tomó un sorbo del caldo y, sintiéndose mucho mejor, reunió el valor para continuar la lectura.

De nuevo palpó la cubierta y acarició las letras mayúsculas estampadas en ella.


El libro del Amor
—leyó en voz alta. Ahora comprendía todo el significado de aquel título—.
De Orlando a Angélica
.

Inició la lectura desde el principio, se detuvo en el lugar donde rompió en llanto y suspiró tomando fuerzas para continuar.

«¿Qué pudo encontrar aquella princesa en el mendigo que la hiciera corresponder a su amor?», proseguía el relato, que narraba de forma minuciosa sus encuentros en la fuente, sus notas, sus caricias furtivas, aquella inocente felicidad de verse cada día y estar uno junto al otro aunque fueran solo unos instantes.

Anna sintió que las lágrimas regresaban a sus ojos, pero ahora eran tiernas, nostálgicas. ¡Qué tiempo tan hermoso!, se decía más serena.

El relato la atrapaba sin que ella pudiera resistirse. Proseguía con el ataque de Agricano, «el malvado pretendiente de Angélica», que fue vencido después por Orlando y que ella supo de inmediato que representaba a Felip. Continuaba con la lucha de Orlando por protegerla y la trágica huida de la familia de Angélica, acosada por poderosos e injustos enemigos.

... a Orlando se le desgarró el corazón cuando su amada se fue, no sabía dónde buscarla y creyó que nunca más la vería...

Después relataba los infructuosos intentos de Orlando por averiguar el paradero de su dama y al fin la alegría de localizarla a través del libro de amor y caballerías de
Orlando enamorado
.

A continuación detallaba el suplicio de Orlando, que aún era un muchacho sin recursos. Ansiaba acudir junto a su amada, pero no podía emprender el viaje sin antes conocer el paradero de su familia, a la que había jurado rescatar. Le seguía la desgracia que le privó de libertad y la angustia de llegar tarde y de encontrarla casada.

Mas el poder del amor era superior a ambos. Era imparable como la fuerza de los torrentes convertidos en ríos, o la del mar enfurecido. Ellos no pudieron hacer nada, se amaban.

Al llegar a ese punto, Anna cerró los ojos y apoyando los codos en la mesa, escondió la cara en las palmas de sus manos. Así fue como ocurrió, pensaba, aunque estuviera escrito en prosa poética algo exagerada que imitaba el estilo del primer libro; Anna lo sentía auténtico, real. Ellos no podían hacer nada, se repitió. Pero sacudiendo la cabeza se dijo que aquello no era excusa y reemprendió la lectura con gesto enérgico.

Mientras, Joan, que la observaba conteniendo la respiración y en silencio forzado, se sobresaltaba a cada movimiento de ella. La veía distinta, pero bella como siempre. La amaba. La amaba con desesperación.

El libro hablaba después del caballero Ranaldo, el marido protector de Angélica. «... que era valiente, altivo y feroz, y que la cruel fortuna enfrentó a Orlando.»

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