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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (37 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Y a la catedral acudió Joan junto con su hermano Gabriel y sus colegas a presenciar la procesión donde desfilaron las autoridades civiles y religiosas y que fue el inicio de diversas celebraciones, con fuegos de artificio. La gente vitoreaba a Isabel, a Fernando y a Granada, y gritaba que Fernando era el elegido, el tapado, el Ratpenat, el «murciélago» de las profecías. Granada era solo el principio. Junto a la reina Isabel conquistaría también África y Jerusalén para hacerlos cristianos.

La noticia de la caída del último reino musulmán de Europa occidental se extendió con rapidez por una cristiandad amenazada por el continuo avance turco en Oriente. En Roma hubo grandes muestras de júbilo y el papa Inocencio VIII, a pesar de sus achaques, encabezó una solemne procesión. El cardenal valenciano Rodrigo Borgia supo aprovechar la alegría para agasajar a los romanos con un espectáculo español insólito en la Ciudad Eterna: una corrida de toros. Parecía una extravagancia, pero el astuto prelado se sirvió pocos meses después de la popularidad de lo español a raíz de la toma de Granada, para ser elegido Papa como Alejandro VI.

Aquel día, alegre en la ciudad, era triste para Abdalá y lo pasó ayunando y rezando. Joan lo sabía y por la tarde visitó a su viejo maestro.

—Era inevitable, pero eso no alivia mi dolor —le dijo el granadino entre lágrimas—. Todo el esplendor que conocí ha muerto para siempre, mas guardaré en mi corazón el recuerdo de su belleza. Mi Granada será una flor que nunca se marchitará.

Joan le tomó las manos temblorosas y se las besó.

—Lo lamento —le dijo.

—Este es el resultado del mal gobierno de los últimos reyes de Granada —explicó al rato el viejo—. ¡Loado sea Alá! Aceptemos su voluntad. Boabdil y sus nobles tienen su castigo, pero será el pueblo quien lo sufra.

Se quedó un rato en silencio, ensimismado, rumiando su dolor mientras Joan le miraba cabizbajo.

—Tú crees que los reyes Fernando e Isabel vencieron, ¿verdad? —preguntó el viejo al rato.

—Sí, maestro.

—Bien, eso parece. Ahora deben disfrutar de aquel maravilloso palacio de la Alhambra, donde yo correteaba de niño. ¿Sabes, Joan?, en sus paredes hay inscripciones nazaríes hechas con tal belleza de caligrafía y materiales que ellos creerán que son solo parte de la suntuosa decoración. Pero hay una que se repite constantemente: «Solo Dios es vencedor». Recuérdalo, Joan: solo Dios es vencedor. Eres joven, el tiempo te lo demostrará.

Joan pensó que el viejo le decía algo que él no terminaba de comprender, pero el maestro no quiso explicarse y puso por juez al tiempo. Sin embargo, el dolor y el tono profético de Abdalá le llegaron al corazón y escribió en su libro: «Solo Dios es vencedor».

54

A
unque aún debía pasar varios años trabajando como oficial, Joan ya era todo un maestro metalúrgico gracias a una obra consistente en una culebrina de bronce de dieciocho libras.

—Ojalá se hicieran más iglesias y menos guerras —se lamentaba el viejo Eloi, que compartía con Gabriel la pasión por las campanas.

En el origen del gremio las mayores piezas de fundición eran campanas, ahora escasas en comparación con las piezas de artillería. Por eso al gremio de fundidores se le llamaba «de los cañoneros».

Eloi sentía un especial orgullo por su técnica de aleaciones, se consideraba un alquimista. Y la calidad de la aleación del bronce era fundamental, pues la artillería era poco precisa y a veces causaba más bajas en campo propio, al reventar los cañones, que en el enemigo. Toda la preocupación que el viejo Eloi demostraba por la calidad de la aleación, Joan la sentía por la precisión del tiro.

—¿Para qué sirve un cañón si no da en el blanco? —interrogaba a sus colegas—, ¿para asustar a los contrarios con el estampido?

Le sorprendía la escasa importancia que daban a la precisión los militares, comandados por nobles imbuidos por el ideal caballeresco que consideraba la carga de caballería la forma más digna de lucha. Usaban la artillería para grandes blancos o distancias cortas.

Desde que su padre le enseñó a arrojar la azcona, Joan sabía que para que la lanza llegara lejos había que elevar el tiro, porque caía por su propio peso. Lo mismo ocurría con las piedras. El nunca lanzaba una por si daba en el blanco; la tiraba para que diera. Conociendo su afición, Bartomeu le dejó un libro italiano escrito en latín que trataba sobre el tiro de la artillería. Lo devoró con pasión, copiando los principios básicos en su pequeño libro de aprendiz.

La precisión del tiro se alcanzaba gracias a la elevación del cañón, la alineación con el blanco y la fuerza con la que el proyectil salía disparado. Era semejante a lanzar una azcona o una piedra. La potencia del disparo era fundamental y dependía de la longitud del cañón, el calibre, la cantidad de pólvora, la calidad de esta y el peso del proyectil. Pero lo que Joan veía obvio no lo era para la mayoría de sus colegas, que consideraban la precisión en un tiro a distancia una cuestión de suerte.

Siempre que se probaba un cañón, Joan se ofrecía voluntario. Tiraban en la ladera del monte de Montjuic y la experiencia era peligrosa. Si la fundición tenía algún defecto no detectado a primera vista, el cañón podía reventar matando a los tiradores a pesar de la trinchera en la que se refugiaban una vez encendida la mecha. Cuando la pieza se consideraba segura, Joan ensayaba cantidades de pólvora, elevación y alineación.

—Me estás saliendo más artillero que cañonero —le bromeaba Eloi—. Te preocupa más disparar el cañón que fabricarlo.

—Hay que fabricar piezas precisas —le respondía Joan—. Y solo se pueden hacer buenos cañones cuando antes se sabe tirar bien.

El viejo maestro se rascaba la cabeza y sonreía. Joan era un chico listo.

—Debemos hacer todas las piezas iguales, y no vale con que salgan del mismo molde, las medidas interiores del cañón tienen que ser exactas —insistía Joan—. Además, la pólvora debe ir en saquitos iguales para que siempre se coloque la misma cantidad. Y esta debe ser de calidad uniforme. Solo cuando logremos todo esto se podrán alcanzar blancos distantes.

—Pero ¿tú crees que alcanzar blancos distantes es lo que realmente quieren nuestros clientes? —le cuestionaba Eloi.

—No exigen piezas precisas a distancia porque no creen que se puedan fabricar.

—¿Y para qué vamos a emplear tiempo y dinero en darles algo que no piden? —insistía el viejo maestro.

Esa era una discusión frecuente entre ambos. Entonces el muchacho sacaba pecho y, mirando a Eloi fijamente a los ojos, le respondía:

—Porque somos los mejores cañoneros del mundo.

Entonces el viejo se reía y, dándole una palmada en el hombro, le decía:

—De acuerdo, chico. Será por eso. —Y afirmaba con la cabeza.

Y dedicaba su alquimia al servicio de la causa. Ellos no fabricaban pólvora, lo hacían los especieros, pero el viejo usaba su laboratorio no solo para ensayar aleaciones, sino también para probar la combustión de la pólvora y su fuerza. Estableció que la fórmula de esta debía ser seis partes de salitre, una de carbón y otra de azufre. Y exigían a su proveedor un estricto cumplimiento. Entonces Joan comprobó que para un mejor tiro, el peso de la pólvora debía ser la mitad que el peso de la bala.

—El maestro Eloi va diciendo que eres más artillero que cañonero —le confió preocupado Gabriel un día.

—También podría decir que tú eres más campanero que cañonero —repuso Joan con una sonrisa.

Gabriel obtuvo su maestría con una hermosa campana de aleación de cobre, estaño y plata, que era mucho más quebradiza que la del llamado bronce artillero. De hecho, las campanas se rompían con facilidad al fundirlas y por tanto era un trabajo de mayor mérito. La plata era el único metal capaz de conferir un mejor sonido a la aleación y Gabriel invirtió en su obra maestra lo ahorrado en dos años de trabajo como aprendiz. La campana era relativamente pequeña, pues no podía permitirse costear una mayor, sin embargo, proporcionaba un sonido armonioso que el chico no se cansaba de oír, le llenaba el alma. Los maestros que aprobaron su proyecto se mostraron impresionados con el resultado y Gabriel recibió una cálida felicitación. Fabricaba buenas piezas de artillería, pero su pasión seguían siendo las campanas. Gabriel percibió la suficiencia en el tono de su hermano mayor y después de ponderar su respuesta le dijo:

—Lo que quiere decir el maestro Eloi es que puedes ser un buen artesano fabricando cañones, aunque jamás destacarás en ello. La culebrina con la que obtuviste tu maestría era correcta, pero se trataba de una pieza vulgar, no pusiste tu corazón en ello. Tú hubieras podido hacer una pieza excepcional. Como excepcional era la obra maestra que creaste en la librería.

La mirada de Joan se perdió en el infinito. Su hermano y el maestro acertaban.

—Quizá sea que mi corazón no está en eso —repuso melancólico.

—Añoras los libros, ¿verdad?

—Sí, mucho. Pero tengo buenos motivos para esforzarme en lograr disparos perfectos.

—¿Cuáles?

—Ser buen artillero pagará mi pasaje a Italia.

Ya habían hablado de ello y Gabriel afirmó con la cabeza.

—Entiendo —dijo.

—Anna está en Nápoles. Y sospecho que nuestra madre y hermana se encuentran en algún lugar de Italia que desconozco. Los culpables de nuestra desgracia están en la flota de Bernat de Vilamarí. —Las facciones de Joan eran ahora duras, apretaba las mandíbulas en las pausas—. Gracias a los marinos de las tabernas sigo sus movimientos. Combatió a turcos y venecianos apoyando al reino de Nápoles. Después hizo la guerra contra Génova, libró de corsarios el estrecho de Mesina y ahora parece que está de regreso en Nápoles.

Gabriel miró a su hermano, admirado.

—¿Y de todo eso te enteras en las tabernas?

Joan afirmó con la cabeza.

—Sí, y quiero enrolarme como artillero en la flota de Vilamarí cuando regrese a Barcelona. Allí averiguaré qué hicieron con nuestra familia.

—¡Yo iré contigo! Aprenderé a disparar cañones.

—De acuerdo —repuso Joan.

Pero no lo estaba. Sabía que Gabriel amaba a su madre y hermana tanto como él, pero no odiaba lo suficiente. Era un muchacho pacífico, de buen carácter, y Joan pensó por un tiempo que quería hacerse fraile en Santa Anna. No participaba en las guerras de bandas, era lo único que le quedaba de su familia y no quería que se arriesgara en algo para lo que nunca estaría preparado. Además, Joan no solo anhelaba encontrar a Anna y liberar a su familia. La bruja del Raval le hizo ser consciente de su rabia, pero continuaba sintiéndola.

Escribió: «Quiero venganza. Y es peligrosa; no quiero a Gabriel en ese gremio».

55

E
l rey Fernando, la reina Isabel y el príncipe heredero Juan hicieron su entrada en Barcelona junto a su corte en octubre de aquel año. La villa en pleno se volcó en la bienvenida a los vencedores de Granada y los notables de ciudad les alabaron en sus discursos como a los gloriosos enviados de Dios. Hubo grandes fiestas y ceremonias entre las que destacó una gran recepción en la Lonja.

Hacía más de diez años que el soberano no visitaba la ciudad y esta despertó de su letargo, llenándose del dinamismo y esplendor de antaño. Barcelona se convirtió en una de las capitales de la diplomacia europea y la gente contemplaba con curiosidad las idas y venidas de embajadores extranjeros y de los delegados de los reinos de Isabel y Fernando.

Todos en el taller del maestro Eloi se unieron a los vivas y a las celebraciones. Había optimismo en el ambiente y el pueblo sentía que todo iría mejor: eran muchos los convencidos de que el rey era el Murciélago de las profecías y el paladín de la cristiandad. Tenía una alta misión que cumplir y Barcelona se sentía partícipe de ella. No importaba que unos meses antes los reyes hubieran decretado la expulsión de los judíos. Cada vez eran más los que, siguiendo los discursos de los inquisidores y la propaganda real, creían en la unidad de la fe. Desde la toma de Granada un sentimiento mesiánico recorría España, la caída del reino nazarí no era más que el inicio de la expansión a África y al Oriente. Los reyes reconquistarían Jerusalén, y el Santo Sepulcro regresaría a la cristiandad.

Era como si los astros se alinearan en el firmamento para dar mayor gloria a aquella santa misión. Pocas semanas antes, el 11 de agosto, era elegido como Papa el cardenal Rodrigo Borgia, con el nombre de Alejandro VI. Era natural de Játiva, en el reino de Valencia, y alcanzaba el pontificado desafiando a las poderosas familias romanas.

La profecía de
Fiet unum ovile et unus pastor
, «Se hará un solo rebaño y un solo pastor» estaba a punto de cumplirse. No había lugar para los judíos, ni para los que creyeran distinto. La gente que aclamaba a los reyes no se acordaba de la huida de sus vecinos conversos, ni de la miseria que dejó su ausencia.

En las tabernas donde Joan era asiduo también se notaba la presencia de la corte. Antes estaban semivacías, pero ahora las llenaban gentes de lo más variopinto y en ellas se oía hablar mucho más castellano, francés e italiano. Por entonces Joan entendía ya esas lenguas y las hablaba con soltura.

Pero el personaje que llamó la atención a Joan fue un forastero que apareció a principios de diciembre. Era un hombre de campo catalán, seco y enjuto de unos sesenta años. Se sentaba en una mesa con su jarra de vino y contaba viejas historias a quien las quisiera oír, con su acento rústico. Pocos querían escucharle, pero cuando dijo que era payés de remensa acaparó todo el interés de Joan. El muchacho se sentía identificado con ellos desde hacía mucho tiempo y aquel era el primero que conocía.

—Pero ya no hay payeses de remensa —objetó el chico—. Hace seis años nuestro rey Fernando firmó la sentencia de Guadalupe, por la que se abolían los malos usos y los remensas conseguisteis la libertad.

—¡Mi buen rey Fernando! —dijo el viejo levantando su vaso de vino—. Brindemos por él y porque nuestro Señor le dé larga vida.

Joan levantó su vaso, brindaron y bebieron.

—¿Y qué venís a hacer a Barcelona?

—Vengo a cobrar una deuda de sesenta sueldos.

—Bueno, espero que vuestro deudor tenga con qué pagaros —dijo Joan.

El hombre rió.

—¡Claro que tiene sesenta sueldos, y sesenta mil también!

—¿Un hombre rico?

—El rey Fernando.

—¡¿El rey?! —exclamó el muchacho asombrado. El viejo debía de estar loco.

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