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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (72 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—¿Dónde está? —preguntó.

—Arriba, en el monte, vendimiando. ¡Id a buscarla, no perdáis tiempo! Los niños os mostrarán el camino.

Se puso a llorar con una sonrisa.

No solo los acompañaron los niños, sino que también Elisabetta los siguió junto a multitud de vecinos que iban saliendo de sus casas conforme corría la noticia. Todos iniciaron el ascenso por aquellas increíbles pendientes llenas de escaleras de piedra que comunicaban una terraza de vides tras otra. La mayor parte del camino había que subirlo en hilera a causa de la estrechez del sendero, pero nadie desistía, y el joven temió que alguno se despeñara.

Joan tenía el corazón en un puño y le faltaba el aire, más a causa de la emoción, de su esperanza, que por lo empinado de la cuesta. Era ella, se decía, tenía que ser ella. Y regresaron aquellas imágenes trágicas de su madre resistiéndose al Tuerto para no abandonar al bebé, a pesar de los golpes, y cómo ella luchaba desesperada mientras la arrastraban tirándole de la soga que la estrangulaba. ¡Había sufrido su ausencia tantos años! Y después recordó su calor cuando sentía frío y su comida cuando tenía hambre.

Trepaban entre vides de hojas verdes que cambiaban a colores pardos y amarillos de otoño y cuyos racimos de uva dorada habían sido ya vendimiados. Al fondo se veía el estrechísimo valle recorrido por el riachuelo, las casas apiñadas contra el castillo encaramado sobre el espolón de roca que se internaba en el mar, y unas aguas de un azul intenso. Joan jadeaba por el esfuerzo al tiempo que anticipaba nervioso el encuentro. ¿Sería ella?

Momentos antes de oír su nombre, Eulalia detuvo su trabajo en las vides para mirar, una vez más, melancólica, aquel mar inmenso de un azul profundo que la separaba de sus seres queridos. Intuía la muerte de su marido. En los primeros años de esclavitud soñaba que Ramón venía a rescatarla, fuerte, valiente y gentil tal como le recordaba. Sabía cuánto la amaba y que solo la muerte le impediría encontrarla. Cerraba los ojos y le veía sonriente con sus grandes ojos color miel y su barba y pelo castaños. Pero pasaron los días y los años y aquel mar azul no trajo vela alguna de esperanza. Rezaba por él, por su salud si estaba vivo y por su alma de lo contrario. Y también por sus hijos. ¡Cuánto ansiaba verlos!

Vernazza era un lugar muy hermoso y Elisabetta, una amiga entrañable y protectora, y aun así ella no quería morir allí sin abrazar otra vez a los suyos. Su amiga hablaba de prestarle el poco dinero que tenía, pero ella estaba llena de temores. Nunca fue más allá de las pocas millas que separaban Llafranc de Palafrugell y, después del cruel viaje que la trajo a

Vernazza, nunca salió de allí. Cada amanecer se decía que quizá mañana pudiera reunir el valor para pedirle dinero a su amiga y embarcarse hacia Génova y después España. Un suspiro se escapó de su pecho.

—¡Eulalia! —gritaban los chiquillos que encabezaban el grupo.

Joan, resoplando por lo empinado de la subida, vio a una mujer, dos terrazas más arriba, que depositó un cesto de uva negra en el suelo para acercarse al borde del muro acompañada de un par de muchachos que parecían ayudarle. El joven reconoció de inmediato sus amadas facciones de ojos oscuros y labios finos, a pesar de las arrugas y el pelo canoso. ¡Era ella! Se quedó inmóvil, sin palabras, notaba su corazón latiendo acelerado y un nudo en la garganta. Sentía un gozo indescriptible al tiempo que se preguntaba si sus sentidos le engañaban.

—¡Eulalia! —gritó jadeante la mujer que seguía a Joan.

—¿Qué ocurre, Elisabetta? —preguntó sorprendida por la comitiva que iba subiendo la cuesta.

Después se quedó mirando fijamente a Joan, que se encontraba unos escalones más abajo.

—¡Es tu hijo! —chilló Elisabetta medio asfixiada desde atrás.

Ella siguió mirándole por unos instantes mientras le cambiaba la expresión del rostro.

—¡Joan! —exclamó al fin abriendo los brazos—. ¿Eres tú?

—Sí, madre —dijo él, y subió los escalones que faltaban corriendo para abrazarla.

Aquel abrazo valía una vida de once años de separación y orfandad, y Joan volvió a notar el calor y la ternura de aquella mujer, menuda en comparación con sus recuerdos, y se sintió protegido y amado como cuando era pequeño. La coraza con la que durante tantos años protegió su corazón de niño contra las agresiones se fundía y estalló en llanto como un chiquillo herido en brazos de su madre. Ella también lloraba al tiempo que trataba de consolarle.

—Todo está bien —le decía Eulalia acariciándole la mejilla—. Ya estamos juntos.

—Te quiero, mamá —sollozaba el niño pequeño sin poder contener el llanto.

—Y yo a ti, Joan. Muchísimo.

—¡Se abrazan! —gritaron los chiquillos a los que estaban abajo parados en las escaleras del sendero sin poder subir.

Un clamor se levantó de la multitud, que a pesar de no verlos los imaginaba.

Eulalia sintió la felicidad más intensa con aquel abrazo y mientras aquel hombre fornido, vestido como un caballero, sollozaba en sus brazos como un niño, miraba el cielo azul con sus ojos inundados en lágrimas dándole gracias a Dios.

Después vinieron sus preguntas atropelladas y el terrible dolor al confirmar la sospecha de la muerte de su esposo. La noticia de que Gabriel tenía un buen oficio en Barcelona y que estaba a punto de formar una familia la llenó de gozo y lloró al conocer la muerte de Isabel, su bebé. Eulalia no dejaba de interrogar a su hijo, quería saber todo lo ocurrido en aquellos años y un torbellino de sentimientos colmaba su pecho. La esperanza regresaba.

—Eulalia ganó la libertad gracias a su carácter y su buen trabajo —explicaba Elisabetta en la cena con la que celebraron el encuentro—. Ya éramos amigas antes de que yo enviudara y ahora somos como hermanas. La compramos porque la peste mató a muchos de aquí, ella sabía reparar redes y se parecía a nosotros. Pero hace tiempo que es libre y es una más del pueblo.

—No sabía qué fue de vosotros, hijo —se disculpaba Eulalia— Y cuando me dieron la libertad no tenía dinero ni sabía cómo regresar. Temía que vuestro padre estuviera muerto, pensaba que vuestra hermana estaría en algún lugar aquí en Italia y que vosotros seríais ya mayores. Aquí me quieren y me atemorizaba salir de este lugar.

Le explicó que al recuperar su libertad, pocos años antes, empezó a ahorrar de su pobre sueldo, moneda tras moneda, para poder cruzar algún día aquel mar en su busca. Sin embargo, una enfermedad y después otra, su ignorancia, el miedo al terrible mundo exterior y su inseguridad la tenían prisionera en aquel lugar. Le faltaban el dinero, los ánimos y las guerras continuas de Génova con Aragón hacían la comunicación prácticamente imposible. El escribano del pueblo le hizo cartas en tres ocasiones, dirigidas al regidor de Palafrugell, pero esperó en vano. Nunca obtuvo respuesta. Tampoco supo de María, a pesar de interrogar siempre a los escasos forasteros que llegaban al pueblo. Ninguno supo darle noticias. Quizá estuviera en algún lugar muy distante. O muerta.

—Sufrió vuestra misma tragedia, aunque doble al ser madre —continuó Elisabetta—. Además, los criminales que nos la vendieron se lo hicieron pasar muy mal. Pensaba mucho en vosotros y en vuestro padre, rezaba y lloraba. No os olvidó ni un instante, pero no sabía qué hacer para encontraros.

—Vendréis conmigo, ¿verdad, madre? —le preguntó Joan dudándolo.

—Claro que sí —repuso ella—. Quiero acompañarte en la búsqueda de María.

Después miró a su amiga y le dijo:

—Lo siento, Elisabetta, pero necesito ver a mis hijos.

Elisabetta afirmó con la cabeza sonriendo y llorando a la vez.

Al día siguiente, al embarcar, todo el pueblo se reunió para despedir a Eulalia y Joan abrazó a Elisabetta.

—Gracias por querer tanto a mi madre, por cuidarla —le dijo. Y sacándose del dedo el anillo comprado para Anna, se lo dio tras besarle la mano—. Es para vos, para que lo llevéis en recuerdo de Eulalia.

Escribió en su libro: «Elisabetta es quien de verdad merece el anillo».

114


C
onocí a una Eula en aquella galera —le explicó Eulalia a su hijo—. Tenía mi misma edad, pero fue capturada en la zona de Tarragona. Debía de ser la pobre mujer con la que me confundiste.

—Doy gracias al cielo, madre —le dijo Joan abrazándola—. Estaba convencido de que erais vos.

Eulalia les dijo que no creía que hallaran cautivos en el siguiente pueblo, que lo habría sabido en aquel tiempo, pero Joan decidió detenerse y sacar toda la información posible. Nunca la hubiera encontrado a ella de haber aceptado una primera negativa.

Continuaron navegando siguiendo la escarpada costa hacia el sudoeste y llegaron a Corniglia, cuyas casas no estaban a la orilla del mar, sino en un elevado risco cercano a este. Después vino Manarola, un grupo de construcciones encaramadas en otros peñascos que caían sobre el mar y una diminuta ensenada. A continuación estaba Riomaggiore, otro prodigio de viviendas en equilibrio sobre roqueros bajo los que batían las olas y entre los cuales se abría una pequeña playa de pronunciada pendiente donde varaban las barcas de pesca. En todas aquellas poblaciones se detuvieron el tiempo suficiente para indagar sin obtener más información que la existencia de un esclavo muerto veinte años antes.

—¡Dios mío, que encontremos a María! —rezaba Eulalia desesperanzada. Llevaba once años preguntando y siempre obtenía una negativa.

Reanudaron su viaje por una costa tan abrupta como la anterior hasta llegar a un estrecho que separaba el continente de una isla. Allí estaba Portovenere, un pueblo semejante a los anteriores, solo que en ruinas, pues el año anterior las galeras napolitanas lo cañonearon al intentar detener el avance francés. Supieron que durante aquella batalla murió una de las cautivas de Llafranc; era la hermana de Daniel, el pescador de la
Gaviota
con el que junto a Tomás encontraron a Ramón moribundo. Aunque por fortuna no era María, la noticia les afectó mucho y Joan quiso pasar la noche allí y rezar por ella.

Reanudaron el viaje pronto en la mañana siguiente y al rato se abrió ante ellos una amplia bahía.

—Este es el golfo de La Spezia—anunció Bernardo, el patrón—. Y al frente está la ciudad. Es la zona más habitada de la región.

Eulalia se puso a rezar. Si María no estaba allí, no sabrían dónde buscarla. Durante el viaje, Joan y su madre no habían dejado de hablar. Sobre Gabriel y lo ocurrido aquel largo tiempo de separación. Ella no podía apartar sus ojos de Joan. Vestía como un caballero y tenía modales y autoridad de tal, le costaba creer que aquel fuera su hijo, un niño que andaba descalzo y que solo aspiraba a ser pescador como su padre. Pero estaba inquieta por su hija y, nerviosa, se retorcía las manos.

—No os preocupéis, madre —la confortaba Joan—. La encontraremos.

La ciudad de La Spezia estaba protegida por murallas y por el castillo de San Giorgio, encaramado en una colina ubicada entre dos amplios valles cultivados. Dejaron la barca atracada en la arena al cuidado de su tripulación y preguntaron a un grupo de mujeres que reparaban unas redes extendidas en la playa. Dijeron no saber nada de María.

Joan miró a su madre y vio el desconsuelo reflejado en el rostro; de repente sus facciones mostraban un gran cansancio.

—No está aquí —murmuró.

—La encontraremos —insistió Joan con determinación. Pero también él se sentía desesperanzado.

La cogió del brazo para que se apoyara en él y junto a Niccolò se encaminaron hasta la puerta de la ciudad. Preguntaron a los guardas de la entrada del recinto amurallado y después a varios de los artesanos que tenían tienda en la calle y nadie les supo dar razón. Eulalia parecía haber envejecido de repente.

La ausencia de noticias presagiaba lo peor; La Spezia era el límite del territorio indicado por Simone y la gente a la que preguntaron debiera saber de ella si María habitara en el lugar. Quizá su primer comprador la revendiera y se encontrara ahora en un lugar muy distante. O quizá el esclavista no recordaba dónde la vendió y mintió para quedarse con el dinero. Habían llegado al fin de su búsqueda y no quedaba nada más que pudieran hacer fuera de quedarse allí y preguntar una y otra vez. Joan presentía un triste final y el semblante trágico de su madre le decía que ella temía lo mismo.

—En los valles cercanos hay granjas —le explicó Joan para animarla—. Tomaremos posada en la ciudad y no nos iremos hasta recorrer la región entera.

—En un pueblo se conoce a la gente que vive en sus alrededores —replicó Eulalia con un hilo de voz—. Si estuviera en la comarca, lo sabríamos ya.

—Los mesones son un buen lugar para recoger información —dijo Niccolò para animar.

—Es cierto —añadió Joan, preocupado por el aspecto abatido de su madre—. Vayamos al mesón y descansemos un rato.

La posada tenía aspecto viejo, en su interior había cuatro mesas y se acomodaron en una de ellas a la espera de ser atendidos.

—¿Qué deseáis? —les preguntó una mujer flaca de unos veinticinco años que apareció al oír el ruido—. Es muy pronto para la comida.

—Queremos saber si conocéis... —empezó a decir Joan.

—¡María! —le cortó Eulalia.

La mujer la miró extrañada y vaciló.

—¿Me conocéis?

—¿No nos reconoces? —preguntó Eulalia.

La expresión de la criada fue del asombro a la incredulidad, de esta a la alegría y a un pasmo que pareció inmovilizarla. Sus brazos cayeron a lo largo de su cuerpo y musitó:

—¡Madre!

Eulalia se levantó de un salto para abrazarla, evitando así que se desplomara.

—Y tú eres Joan, ¿verdad? —quiso saber aún débil. Le miraba con los ojos desorbitados.

El joven no podía asimilar aquel repentino golpe de fortuna y observaba a su hermana tratando de convencerse de que efectivamente era ella. Joan fue reconociendo sus rasgos lentamente, aunque aquella mujer mustia tenía poco que ver con la niña lozana y sonriente que recordaba. Al final se dijo que sí; que era María. Estaba extrañado; no comprendía cómo nadie les dio razón de ella estando tan cerca.

—Sí, lo soy —dijo al fin antes de unirse al abrazo.

Después ella miró a Niccolò interrogante y frunció el ceño.

—No, no es Gabriel —se anticipó Joan—. Nuestro hermano vive en Barcelona y está muy bien. —Acercó otro taburete a la mesa y viéndola tan frágil, le dijo—: Siéntate.

—No puedo —repuso ella.

—¿Por qué?

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