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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (69 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Aquellas frases preocuparon a Joan y aquella noche escribió en su libro: «Habrá que luchar o huir. Miquel Corella luchará y no creo que tolere deserciones. ¿Dónde me estoy metiendo?».

109

J
oan decidió instalar su librería cerca del Campo de' Fiori, tal como Miquel Corella le aconsejaba. En Roma no existía aún un gremio de libreros establecido formalmente, pero estos se reunían en una cofradía religiosa que tenía su sede en la iglesia de Santa Barbara alla Regola. Joan no se extrañó, era igual en Barcelona. Cuando supo que una de las casas desocupadas de Vannozza dei Cattanei se encontraba en una esquina del Largo dei Librai, que conducía a dicha iglesia, y con la vía principal que llevaba al Campo de' Fiori, situado a pocos pasos de distancia, pensó que era el lugar ideal. El Largo dei Librai era una placeta alargada que se estrechaba hasta finalizar en la iglesia de Santa Barbara, que la cerraba a modo de callejón sin salida y que estaba edificada sobre el antiguo teatro de Pompeyo. El nombre le venía de ser el único paso a la iglesia de los libreros y de albergar otras dos librerías. La de Joan sería la tercera. Eso no le preocupaba, pues era costumbre que los comerciantes se agruparan por tipo de actividad en determinadas calles, con lo que el cliente necesitado de un producto sabía a qué zona dirigirse para disfrutar de variedad de oferta.

Una vez vista la finca, comprobó que podía alojar cómodamente la librería, un taller de encuadernación y con ciertas reformas también una imprenta. Le fue fácil cerrar el trato con Vannozza, que aceptó encantada la carta de crédito extendida por Innico d Avalos.

Joan decidió presentarse a sus competidores más cercanos antes de abrir la librería. Acudiría a la iglesia de los libreros y confiaba en que tarde o temprano le admitieran en la cofradía.

En general fue recibido con fría educación y notó que en algún caso el recelo iba más allá del fastidio de tener a un nuevo competidor con el que compartir negocio. Uno de los libreros se lo preguntó directamente:

—¿Sois
catalano
?

—Sí, lo soy —tuvo que admitir—. Y me especializaré en libros españoles.

Aquello pareció tranquilizar algo al hombre, que comentó:

—Haréis buen negocio, hay muchos paisanos vuestros en Roma.

Joan entendió que al decir «muchos» el hombre quería decir «demasiados». Era evidente que por muy bien que hablara el italiano y por mucho que intentara entrar en la cofradía de libreros, para ellos siempre sería uno de los
catalani
y que ser clasificado como tal en la Roma de los Borgia encubría una amenaza. Pero recordó a Miquel Corella y se dijo que la amenaza también funcionaba en sentido contrario.

Como buen dibujante, se afanaba después del desayuno en la mesa principal del salón de la posada de El Toro, iluminado por el sol de la mañana, en diseñar los planos de la librería. La tienda ocuparía la planta baja junto al taller de encuadernación y reservaba el patio, una vez techado, para una futura imprenta. El sótano era para el almacén; el primer piso para el comedor, cocina y habitaciones; y en el último, donde había más luz, instalaría un
scriptorium
al estilo del que tenían los Corró en Barcelona. Joan compartía su proyecto con Miquel y con Vannozza, que mostraban tanto entusiasmo como el futuro librero.

—Cuando tengáis la librería lista, daremos una fiesta de apertura e invitaré a unos cuantos amigos a los que les gustan los libros —le prometió Vannozza.

Joan no desistía en su intento de ablandar el corazón de Anna y conservaba la esperanza de que ella y el bebé que iba a nacer llegaran a habitar el primer piso de su casa. En sus cartas le describía Roma como una ciudad bellísima y llena de maravillas, y le explicaba sus progresos con la librería. También le decía que la amaba más que nunca y que trataría a su hijo como si fuera propio. Anna no respondía, pero Joan, entre el dolor y la esperanza, le enviaba una carta casi a diario. A principios de octubre terminaba el duelo riguroso que Anna se había impuesto y confiaba en recibir entonces sus noticias.

En su lugar llegaron, en una carta remitida por Antonello, las tan esperadas noticias de Fabrizio Colombo, el librero genovés. El hombre había movido sus contactos en la Banca de San Giorgio para confirmar que toda la documentación de las transacciones en Bastia, incluido el negocio de esclavos, se encontraba en el edificio sede de la banca en el puerto de Génova. Fabrizio fue más allá y consiguió que se revisaran los libros de los años 1484 y 1485 y en los registros de esclavos no aparecían catalanes. El genovés inquirió incluso por la posibilidad de que parte de la documentación estuviera en Bastia y recibió una rotunda negativa. La Banca de San Giorgio se enorgullecía de su buena administración y todos los registros estaban en Génova. No se conformó con ello el persistente librero, sino que indagó con amigos en Bastia para localizar a alguien que hubiera trabajado en el mercado de esclavos en aquellas fechas. No quedaba nadie de la época, unos murieron y otros regresaron a Génova.

Aquello hundió a Joan. Estaba seguro de que Vilamarí le dijo la verdad, pero no había ni rastro de sus seres queridos. No solo había perdido a Anna, sino que la esperanza de encontrar a su familia, que siempre le dio fuerzas en las peores desgracias, se desvanecía. Estaba desolado.

No podía olvidar a Anna; tampoco a su madre y hermana. Sin embargo, mientras ella no le quería ver, Eulalia y María, si aún vivían, le esperaban.

«Tengo que tratar de encontrarlas aun sin esperanzas. Debo hacer todo lo posible», anotó. «Pero solo hay dinero para la librería.» Y angustiado escribió: «Tendré que escoger entre la librería o ellas».

Sea como fuere, no sabía dónde ni cómo buscarlas. Su única posibilidad era viajar a Génova y comprobar si quedaba algún cabo suelto en la minuciosa investigación del librero. No parecía probable. Decidió concentrarse en la librería y posponer su viaje para cuando tuviera el dinero.

Unos días después, Miquel Corella le presentó a dos florentinos; los primos Giorgio di Stefano y Niccolò dei Machiavelli. Giorgio tenía cuarenta y cinco años y Niccolò, veintiséis, tres más que Joan. Giorgio era librero e impresor y Niccolò trabajó en la administración de Florencia.

—Son exiliados huidos del régimen de Savonarola —explicó Miquel.

—He oído que es un fanático religioso que tiene aterrorizada a la república —dijo Joan.

—Cierto —repuso Niccolò—. Girolamo Savonarola es un fraile dominico; un gran orador que atemoriza al pueblo con amenazas de catástrofes y penas infernales.

—Una de sus profecías fue que los franceses derrotarían a Florencia y que su rey era un enviado del cielo para poner orden en el clero corrupto —continuó Giorgio—. Y clama que nuestro papa Alejandro VI es «el más vergonzoso de toda la historia, el que tiene el mayor número de pecados, la reencarnación del mismísimo diablo».

—Dijo lo mismo de los papas anteriores —intervino Miquel en defensa de su señor—. Y esa es una de las razones por las que acogemos a estos caballeros y otros como ellos que se oponen a ese energúmeno.

—Cuando Florencia cayó, una revuelta encabezada por Savonarola expulsó a los Medici —dijo Niccolò—. Entonces, con sus fanáticos penitentes, «los llorones», tomó el control de Florencia.

—¿Llorones? —preguntó Joan.

—Les llamamos así porque se torturan con cilicios, se flagelan, van por la calle lloriqueando por los pecados de la humanidad y muestran una frugalidad absoluta en comidas y bebidas.

—Han convertido a la hermosa Florencia en un verdadero infierno en la tierra —añadió Giorgio—. La policía llorona prohíbe las fiestas de carnaval y persigue con saña todo tipo de juegos, tanto de naipes como de dados, incluso el ajedrez. También son ilegales las bebidas alcohólicas, los cosméticos, los espejos, los perfumes, las peinetas y cualquier ropa femenina o masculina atractiva. Se registran las casas, todos esos objetos son requisados y Savonarola ordena quemarlos, entre rezos y cánticos, en la plaza de la Signoría, en el centro de la ciudad, en lo que él llama la «hoguera de las vanidades».

—Si solo quema objetos... —dijo Joan pensando en la Inquisición en España.

—No, no solo quema objetos —le interrumpió Niccolò—. La persecución y caza de homosexuales es brutal; Savonarola está obsesionado con ellos, los ve por todos lados. Son juzgados, ahorcados y sus cuerpos van a la hoguera. Y ese es también el destino de quien se atreve a oponerse al fraile.

Joan meneó, consternado, la cabeza.

—Pero no creáis que la persecución del sexo se limita a los homosexuales —continuó Giorgio—. Cualquier libro sobre temas sexuales, incluso obras de arte, pinturas o esculturas con desnudos, o con gente poco tapada, son declarados pecaminosos y van a la hoguera. El régimen de Savonarola fomenta el espionaje de los ciudadanos y la delación, no te puedes fiar del vecino.

—¡Es aún peor que la Inquisición! —exclamó Joan, impresionado—. ¿Y qué ocurre con los libreros?

—Nada, si se limitan a vender libros en blanco o de temas religiosos aprobados por Savonarola —dijo Niccolò.

—¿Y si no?

—Somos perseguidos, encarcelados e incluso ejecutados —repuso Giorgio—. Los libros de los clásicos griegos y romanos se consideran paganos y van a la hoguera. El mismo destino siguen las obras de ilustres escritores tales como Petrarca, Boccaccio y Dante.

—¿Qué? —exclamó Joan entre indignado e incrédulo—. Puedo entender que semejante fanático prohíba a Boccaccio. Pero ¿a Dante?

—Sí, también a Dante Alighieri —le confirmó el florentino—. Los libreros están obligados a entregar esos libros y se pide a los ciudadanos que voluntariamente acudan con los que tengan en sus casas a la plaza de la Signoría. Allí deben arrojarlos a la «hoguera de las vanidades». La gente obedece por temor a las denuncias de sus vecinos.

—¿Y nadie hace nada?

—Los franciscanos quisieron encarársele predicando amor y tolerancia, pero fueron acallados —explicó Niccolò—. Nosotros nos unimos a un grupo llamado los «indignados», que se opuso con energía a los desmanes de esos enloquecidos. ¿Os podéis imaginar Florencia, cuna del Renacimiento, bajo semejante yugo?

Joan negó con la cabeza.

—Nuestra revuelta trajo combates sangrientos en las calles —continuó Giorgio—. Pero fuimos derrotados por los llorones y muchos de los nuestros murieron o fueron ejecutados. Otros tuvimos que exiliarnos y bastantes vinimos a Roma.

El testimonio de los florentinos impresionó profundamente a Joan. Le recordaba la secreta lucha de los Corró por la libertad en la lectura y su trágico fin. Al cerrar sus ojos acostado en el lecho por la noche veía sus rostros, las llamas de la hoguera y olía la carne quemada. Comprendió que él también era un «indignado».

Tuvo una conversación con Miquel en la que el valenciano le dijo que ambos exiliados no contaban con medios de vida en Roma y un trabajo digno como el de la librería aliviaría su situación. Unos días después se reunieron de nuevo los cuatro.

—Giorgio, me siento uno de los vuestros —le dijo Joan al mayor—. Sería un honor para mí que aceptarais colaborar en mi librería. Vuestra experiencia ha de ayudarnos mucho.

—Acepto encantado —repuso el florentino después de una breve pausa.

—Y también os invito a vos, Niccolò. Don Miquel me ha hablado de vuestra educación y habilidades y estoy seguro de que aun sin experiencia como librero me seréis de gran ayuda.

—Os lo agradezco mucho —dijo el más joven con una reverencia.

Miquel Corella sonreía satisfecho viendo cómo Joan congeniaba con los florentinos. Eran personajes importantes de la resistencia contra Savonarola y apoyarles formaba parte de la política de Alejandro VI.

—Presentadme a otros «indignados» que conozcáis aquí en Roma y que trabajaran en librerías, talleres de encuadernación o imprentas en Florencia —continuó Joan—. Daré trabajo a cuantos pueda. —Y mirando a Miquel Corella añadió—: Tan pronto tengamos la librería en marcha y su taller de encuadernación, quiero instalar la imprenta.

—¿No estarás corriendo demasiado? —interrogó Miquel sabiendo que ese era un plan a largo plazo.

—No hay tiempo que perder —dijo mientras miraba a los tres—. Quiero imprimir diez libros por cada uno que queme Savonarola. ¿Puedo contar con vuestra ayuda, caballeros?

La respuesta fue entusiasta.

Aquella noche escribió: «Esa será mi venganza contra la Inquisición y los inquisidores».

110

J
oan no se arrepintió de contratar a los florentinos. Giorgio era un buen conocedor del negocio y dominaba latín y griego. En cuanto a Niccolò, fue educado para embajador de la república de Florencia y tenía una sólida formación en gramática, retórica y latín. Pero no había transcurrido un año desde su ingreso en la administración del gobierno cuando estalló la revolución de Savonarola, a la que se opuso, viéndose obligado a huir con la derrota de los indignados a manos de los llorones.

Giorgio y Niccolò se sumaron de forma entusiasta a la empresa de Joan. Juntos luchaban contra el fanatismo de Savonarola y sus llorones, que llenaban de tinieblas la antaño brillante Florencia. La cultura era la luz; el fanatismo, la oscuridad.

Para Joan la librería no era solo la realización de su sueño de adolescente. Era su venganza contra todos los que perseguían el saber y los libros, ya fuera la Inquisición en España o los llorones de Savonarola en Florencia. Era también su homenaje al matrimonio Corró, con quienes se sentía deudor.

Escribió: «En nombre de la libertad y de la luz del saber, en contra de todas las inquisiciones, haremos que los libros sobrevivan. Por cada libro que queme Savonarola, imprimiremos diez».

Aquel se convirtió en el lema de aquel grupo que se afanaba en montar una espléndida librería.

Su sueño estaba a punto de cumplirse, pero Joan se encontraba muy lejos de la felicidad esperada. Había perdido a su amor. Y su madre y hermana seguían siendo esclavas en lugar desconocido y cada vez que veía la azcona que guardaba tras la puerta de su habitación en la posada, recordaba la promesa hecha a su padre. Tenía el dinero para emprender su búsqueda, pero no era suyo, era un préstamo para la librería. Apenas dormía, aquel dilema le torturaba. No podría gozar de su libertad mientras ellas, si vivían, fueran esclavas.

«O mi familia o la librería», escribió. Pensaba que en un año quizá tuviera beneficios para emprender su búsqueda sin traicionar la confianza de sus amigos. Pero cada vez que veía dinero en sus manos, se reprochaba no salir de inmediato hacia Génova.

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