—No creo una sola palabra —dijo Robert Jordan.
—Oye, inglés —comenzó a decir Anselmo—, yo estoy en contra de todas esas brujerías. Pero esta Pilar tiene fama de saber mucho de esas cosas.
—Pero ¿a qué huele? —inquirió Fernando—. ¿Qué olor tiene eso? Si hay un olor a muerte, tiene que oler a algo determinado.
—¿Quieres saberlo, Fernandito? —preguntó Pilar, sonriendo—. ¿Crees que podrías olerlo tú?
—Si esa cosa existe realmente, ¿por qué no habría de olerla yo también como otro cualquiera?
—¿Por qué no? —se burló Pilar, cruzando sus anchas manos sobre las rodillas—. ¿Has estado alguna vez en algún barco?
—No. Ni ganas.
—Entonces podría suceder que no lo reconocieras. Porque, en parte, es el olor de un barco cuando hay tormenta y se cierran las escotillas. Si pones la nariz contra la abrazadera de cobre de una escotilla bien cerrada, en un barco que va dando bandazos, cuando te empiezas a encontrar mal y sientes un vacío en el estómago, sabrás lo que es ese olor.
—No podría reconocerlo, porque nunca he estado en un barco —dijo Fernando.
—Yo he estado en un barco muchas veces —dijo Pilar—. Para ir a México y a Venezuela.
—Bueno, y aparte de eso, ¿cómo es el olor? —preguntó Robert Jordan. Pilar, que estaba dispuesta a rememorar orgullosamente sus viajes, le miró burlonamente.
—Está bien, inglés. Aprende. Eso es, aprende. Buena falta te hace. Voy a enseñarte yo. Bueno, después de lo del barco, tienes que bajar muy temprano al Matadero del Puente de Toledo, en Madrid, y quedarte allí, sobre el suelo mojado por la niebla que sube del Manzanares, esperando a las viejas que acuden antes del amanecer a beber la sangre de las bestias sacrificadas. Cuando una de esas viejas salga del Matadero, envuelta en su mantón, con su cara gris y los ojos hundidos y los pelos esos de la vejez en las mejillas y en el mentón, esos pelos que salen de su cara de cera como los brotes de una patata podrida y que no son pelos, sino brotes pálidos en la cara sin vida, bien, inglés, acércate, abrázala fuertemente y bésala en la boca. Y conocerás la otra parte de la que está hecho ese olor.
—Eso me ha cortado el apetito —protestó el gitano—. Lo de los brotes ha sido demasiado.
—¿Quieres seguir oyendo? —preguntó Pilar a Robert Jordan.
—Claro que sí —contestó él—. Si es necesario que uno aprenda, aprendamos.
—Eso de los brotes en la cara de la vieja me pone malo —repitió el gitano—. ¿Por qué tiene que ocurrir eso con las viejas, Pilar? A nosotros no nos pasa lo mismo.
—No —se burló Pilar—. Entre nosotros, las viejas, que hubieran sido buenas mozas en su juventud, a no ser porque iban siempre tocando el tambor gracias a los favores de su marido, ese tambor que todas las gitanas llevan consigo...
—No hables así —dijo Rafael—; no está bien.
—Vaya, te sientes ofendido —comentó Pilar—. Pero ¿has visto alguna vez una gitana que no estuviera a punto de tener una criatura o que acabase de tenerla?
—Tú.
—Basta —dijo Pilar—. Aquí no hay nadie a quien no se pueda ofender. Lo que yo estaba diciendo es que la edad trae la fealdad. No es necesario entrar en detalles. Pero si el inglés quiere aprender a distinguir el olor de la muerte, tiene que irse al matadero por la mañana temprano.
—Iré —dijo Robert Jordan—; pero trataré de hacerme con ese olor mientras pasan, sin necesidad de besarlas. A mí también me dan miedo esos brotes, como a Rafael.
—Besa a una de esas viejas —insistió Pilar—; bésalas, inglés, para que aprendas, y cuando tengas las narices bien impregnadas vete a la ciudad, y cuando veas un cajón de basura lleno de flores muertas, hunde la nariz en él y respira con fuerza, para que ese olor se mezcle con el que tienes ya dentro.
—Ya está hecho —aseguró Robert Jordan—. ¿Qué flores tienen que ser?
—Crisantemos.
—Sigue —dijo Robert Jordan—. Ya los huelo.
—Luego —prosiguió Pilar—, es importante que sea un día de otoño con lluvia o, por lo menos, con algo de neblina, y si no, a principios de invierno. Y ahora conviene que sigas cruzando la ciudad y bajes por la calle de la Salud, oliendo lo que olerás cuando estén barriendo las casas de putas y vaciando las bacinillas en las alcantarillas, y con este olor a los trabajos de amor perdido, mezclado con el olor dulzón del agua jabonosa y el de las colillas, en tus narices, vete al Jardín Botánico, en donde, por la noche, las chicas que no pueden trabajar en su casa, hacen su oficio contra las rejas del parque y sobre las aceras. Allí, a la sombra de los árboles, contra las rejas del parque, es donde ellas satisfacen todos los deseos de los hombres, desde los requerimientos más sencillos, al precio de diez céntimos, hasta una peseta, por ese grandioso acto gracias al cual nacemos. Y allí, sobre algún lecho de flores que aún no hayan sido arrancadas para el trasplante, y que hacen la tierra mucho más blanda que el pavimento de las aceras, encontrarás abandonado algún saco de arpillera, en el que se mezclan los olores de la tierra húmeda, de las flores mustias y de las cosas que se hicieron aquella noche allí. En ese saco estará la esencia de todo, de la tierra muerta, de los tallos de las flores muertas y de sus pétalos podridos y del olor que es a un tiempo el de la muerte y el del nacimiento del hombre. Meterás la cabeza en ese saco y tratarás de respirar dentro de él.
—No.
—Sí —dijo Pilar—. Meterás la cabeza en ese saco y procurarás respirar dentro de él, y entonces, si no has perdido el recuerdo de los otros olores, cuando aspires profundamente conocerás el olor de la muerte que ha de venir tal y como nosotros la reconocemos.
—Muy bien —dijo Robert Jordan—. ¿Y dices que Kashkin olía a todo eso cuando estuvo aquí?
—Sí.
—Bueno —exclamó Robert Jordan, gravemente—; si todo eso es verdad, hice bien en pegarle un tiro.
—¡Olé! —exclamó el gitano. Los otros soltaron la carcajada.
—Muy bien —aprobó Primitivo—. Eso la mantendrá callada un buen rato.
—Pero, Pilar —observó Fernando—, no esperarás que nadie con la educación de don Roberto vaya a hacer unas cosas tan feas.
—No —reconoció Pilar.
—Todo eso es absolutamente repugnante.
—Sí —asintió ella.
—No esperarás que realice esos actos degradantes, ¿verdad?
—No —contestó Pilar—. Anda, vete a la cama, ¿quieres?
—Pero, Pilar... —siguió Fernando.
—Calla la boca. ¿Quieres? —exclamó Pilar, agriamente. De pronto se había enfadado—. No hagas el idiota y yo aprenderé a no hacer el idiota otra vez, poniéndome a hablar con gente que no es capaz de entender lo que una está diciendo.
—Confieso que no lo entiendo —reconoció Fernando.
—No confieses nada y no trates de comprender —dijo Pilar—. ¿Está nevando todavía?
Robert Jordan se acercó a la boca de la cueva y, levantando la manta, echó una ojeada al exterior. La noche estaba clara y fría y la nieve había dejado de caer. Miró a través de los troncos de los árboles, vio la nieve caída entre ellos, formando un manto blanco, y, elevando los ojos, vio por entre las ramas el cielo claro y límpido. El aire áspero y frío llenaba sus pulmones al respirar.
«El Sordo va a dejar muchas huellas si ha robado los caballos esta noche», pensó. Y dejando caer la manta, volvió a entrar en la cueva llena de humo.
—Ha aclarado —dijo—. La tormenta ha terminado.
E
STABA TUMBADO EN LA OSCURIDAD
esperando que llegase la muchacha. No soplaba el viento y los pinos estaban inmóviles en la noche. Los troncos oscuros surgían de la nieve que cubría el suelo y él estaba allí, tendido en el saco de dormir, sintiendo bajo su cuerpo la elasticidad del lecho que se había fabricado, con las piernas estiradas para gozar de todo el calor del saco, el aire vivo y frío acariciándole la cabeza y penetrando por las narices. Bajo la cabeza, tumbado como estaba de costado, tenía el envoltorio hecho con su pantalón y su chaqueta enrollados alrededor de sus zapatos, a guisa de almohada, y, junto a la cadera, el contacto frío y metálico de la pistola, que había sacado de su funda al desnudarse y había atado con una correa a su muñeca derecha. Apartó la pistola y se dejó caer más adentro en el saco, con los ojos fijos más allá de la nieve en la hendidura negra que marcaba la entrada de la cueva. El cielo estaba claro y la nieve reflejaba la suficiente luz como para poder distinguir los troncos de los árboles y las masas de las rocas en el lugar donde se abría la cueva.
Poco antes de acostarse había cogido un hacha, había salido de la cueva y, pisando la nieve recién caída, había ido hasta la linde del claro y derribado un pequeño abeto. Había arrastrado el abeto en la oscuridad hasta la pared del muro rocoso. Allí lo había puesto de pie, y, sosteniendo con una mano el tronco, le había ido despojando de todas las ramas. Luego, dejando éstas amontonadas, depositó el tronco desnudo sobre la nieve y volvió a la cueva para coger una tabla que había visto apoyada contra la pared. Con esa tabla había escarbado en la nieve al pie de la muralla rocosa y, sacudiendo las ramas para despojarlas de la nieve, las había dispuesto en filas, como si fueran las plumas de un colchón, unas encima de otras, hasta formar un lecho. Colocó luego el tronco a los pies de ese lecho de ramas, para mantenerlas en su sitio, y lo sujetó con dos cuñas puntiagudas, cortadas de la misma tabla.
Luego volvió a la cueva, inclinándose bajo la manta para pasar y dejó el hacha y la tabla contra la pared.
—¿Qué estabas haciendo afuera?—preguntó Pilar.
—Estaba haciéndome una cama.
—No cortes pedazos de mi alacena para hacerte una cama.
—Siento haberlo hecho.
—No tiene importancia; hay más tablones en el aserradero. ¿Qué clase de cama te has hecho?
—Al estilo de mi país.
—Entonces, que duermas bien —dijo ella.
Robert Jordan había abierto una de las mochilas, había sacado el saco de dormir, había puesto en su sitio los objetos que estaban envueltos en el saco y salió de la cueva con el envoltorio en la mano, agachándose luego para pasar por debajo de la manta. Extendió el saco sobre las ramas de manera que los pies estuviesen contra el tronco y la cabeza descansara sobre la muralla rocosa. Luego volvió a entrar en la cueva para recoger sus mochilas; pero Pilar le dijo:
—Esas pueden dormir conmigo como anoche.
—¿No se van a poner centinelas? —preguntó Jordan—. La noche está clara y la tormenta ha pasado.
—Irá Fernando —había dicho Pilar.
—María estaba en el fondo de la cueva y Robert Jordan no podía verla.
—Buenas noches a todo el mundo —había dicho—. Voy a dormir.
De los que estaban ocupados extendiendo las mantas y los bultos en el suelo, frente al hogar, echando atrás mesas y asientos de cuero, para dejar espacio y acomodarse, sólo Primitivo y Andrés levantaron la cabeza para decir:
—Buenas noches.
Anselmo estaba ya dormido en un rincón, tan bien envuelto en su capa y en su manta, que ni siquiera se le veía la punta de la nariz. Pablo dormía en su sitio.
—¿Quieres una piel de cordero para tu cama? —preguntó Pilar en voz baja a Robert Jordan.
—No. Muchas gracias. No me hace falta.
—Que duermas a gusto —dijo ella—. Yo respondo de tu material.
Fernando había salido con él. Se había detenido un instante en el lugar donde Jordan había extendido el saco de dormir.
—¡Qué idea más rara la de dormir al sereno, don Roberto! —había dicho, de pie, en la oscuridad, envuelto en su capote hasta las cejas y con la carabina sobresaliendo por detrás de la espalda.
—Tengo costumbre de hacerlo así. Buenas noches.
—Desde el momento en que tiene usted la costumbre...
—¿Cuándo es el relevo?
—A las cuatro.
—Va a pasar usted mucho frío de aquí a entonces.
—Tengo costumbre —dijo Fernando.
—Desde el momento en que tiene usted costumbre... —había respondido cortésmente Robert Jordan.
—Sí —había dicho Fernando—, y ahora tengo que irme allá arriba. Buenas noches, don Roberto.
—Buenas noches, Fernando.
Luego Robert Jordan se hizo una almohada con la ropa que se había quitado, se metió en el saco y, allí tumbado, se puso a esperar. Sentía la elasticidad de las ramas bajo la cálida suavidad del saco acolchado, y con el corazón palpitándole y los ojos fijos en la entrada de la cueva, más allá de la nieve, esperaba.
La noche era clara y su cabeza estaba tan fría y tan clara como el aire. Respiraba el olor de las ramas de pino bajo su cuerpo, de las agujas de pino aplastadas y el olor más vivo de la resina que rezumaba de las ramas cortadas. Y pensó: «Pilar y el olor de la muerte. A mí, el olor que me agrada es éste. Este y el del trébol recién cortado y el de la salvia con las hojas aplastadas por mi caballo cuando cabalga detrás del ganado, y el olor del humo de la leña y de las hojas que se queman en el otoño. Ese olor, el de las humaredas que se levantan de los montones de hojas alineados a lo largo de las calles de Missoula, en el otoño, debe ser el olor de la nostalgia. ¿Cuál es el que tú prefieres? ¿El de las hierbas tiernas con que los indios tejen sus cestos? ¿El del cuero ahumado? ¿El olor de la tierra en primavera, después de un chubasco? ¿El del mar que se percibe cuando caminas entre los tojos en Galicia? ¿O el del viento que sopla de tierra al acercarse a Cuba en medio de la noche? Ese olor es el de los cactus en flor, el de las mimosas y el de las algas. ¿O preferirías el del tocino, friéndose para el desayuno, por las mañanas, cuando estás hambriento? ¿O el del café? ¿O el de una manzana Jonathan, cuando hincas los dientes en ella? ¿O el de la sidra en el trapiche? ¿O el del pan sacado del horno? Debes de tener hambre.» Así pensó y se tumbó de costado y observó la entrada de la cueva a la luz de las estrellas, que se reflejaban en la nieve.
Alguien salió por debajo de la manta y Jordan pudo ver una silueta que permanecía de pie junto a la entrada de la cueva. Oyó deslizarse a alguien sobre la nieve y pudo ver que la silueta volvía a agacharse y entraba en la cueva.
«Supongo que no vendrá antes que estén todos dormidos. Es una pérdida de tiempo. La mitad de la noche ha pasado ya. ¡Oh, María! Ven pronto, María; nos queda poco tiempo.» Oyó el ruido sordo de la nieve que caía de una rama. Soplaba un viento ligero. Lo sentía sobre su rostro. Una angustia súbita le acometió ante la idea de que pudiera no llegar. El viento que se iba levantando, le recordaba que pronto llegaría la madrugada. Continuaba cayendo nieve de las ramas al mover el viento las copas de los árboles.