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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Piedras ensangrentadas (8 page)

BOOK: Piedras ensangrentadas
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Marco se resistía a animarse.

—Seguramente —fue su único comentario.

—¿Tienes idea de quién está detrás? —insistió Brunetti.

—Sólo un idiota podría dejar de adivinarlo. Es una operación en gran escala y está perfectamente organizada. —Luego, en una voz apenas más suave, Erizzo agregó—: Sólo tienen un problema.

—¿Cuál? —preguntó Brunetti.

—La distribución —fue la respuesta de Erizzo, que sorprendió a su amigo.

—¿Cómo?

—Piensa, Guido. Cualquiera puede producir. Eso es lo fácil: sólo necesitas las materias primas, un lugar para transformarlas y gente dispuesta a trabajar a cambio de lo que pagues. El problema reside en encontrar un lugar en el que vender lo que fabricas. —Como Brunetti guardara silencio, Erizzo prosiguió—: Si lo vendes en una tienda, tienes muchos gastos: alquiler, calefacción, electricidad, un contable, dependientes. Y, lo que es peor, has de pagar impuestos. —Brunetti se preguntaba cuándo había mantenido él una conversación con Marco en la que no hubieran salido a relucir los impuestos.

»Eso es lo que hago yo, Guido —prosiguió su amigo, con una voz que volvía a destemplarse—. Yo pago impuestos, impuestos sobre las tiendas, sobre mis empleados, sobre lo que vendo y sobre lo que aún puedo obtener con la venta. Y mis empleados pagan impuestos sobre lo que ganan. Y una parte se queda aquí, en Venecia, Guido, y lo que ellos ganan lo gastan aquí. —El calor que había en la voz de Marco no era el de la amistad ni el de la confidencia.

»Dime tú qué beneficio obtiene la ciudad de lo que ganan los
vu cumprà
—inquirió Marco—. ¿Crees que de ese dinero algo se queda aquí? —Aunque era una pregunta retórica, Erizzo hizo una pausa, desafiando a Brunetti a responder. Como su amigo no respondía, Erizzo dijo—: Todo va al Sur, Guido. —No era necesario concretar más acerca del destino del dinero.

—¿Cómo lo sabes?

Brunetti oyó a su amigo inspirar profundamente.

—Porque nadie se mete con ellos, por eso. Ni la Guardia di Finanza, ni los
carabinieri,
ni vosotros, chicos, y porque parece que entran en este país como les place, y nadie los detiene en las fronteras. Eso significa o que nadie quiere molestarse o que nadie quiere que se les moleste. —La pausa después de esta última frase era tan larga que Brunetti pensó que Marco había terminado, pero su voz volvió a sonar—: Y, si pensara que tienes estómago para oír más, te diría que también gozan de la protección de todos los que se niegan a verlos como inmigrantes ilegales que se pasan todo el día burlando la ley mientras la policía se pasea por delante de ellos.

Brunetti no sabía cómo aplacar el furor de su amigo, y dejó transcurrir un rato antes de decir, en tono sosegado:

—Es la definición más larga de «distribución» que he oído en mi vida. —Adelantándose a la reacción de Marco, agregó—: Y también la más reveladora.

Marco, a su vez, hizo una pausa no menos dilatada y a Brunetti casi le parecía oír cómo las ruedas de la amistad giraban en uno y otro sentido, buscando el carril del que se habían salido.

—En fin —concluyó Marco, y Brunetti creyó percibir en estas dos sílabas la calma del que vuelve a pisar terreno firme—, no estoy seguro de que todo esto sea cierto, pero parece lo más lógico.

Brunetti se preguntó entonces si no sería éste el triste sino del historiador: no saber nunca lo que es cierto sino sólo lo que parece lógico. O el del policía. Desechó estas cavilaciones y fue a dar las gracias a Marco, pero no había tenido tiempo de pronunciar más que el nombre de su amigo cuando éste dijo:

—Tengo otra llamada, he de dejarte. —Y se hizo el silencio.

La conversación no había reportado a Brunetti información nueva, pero le había reafirmado en la idea de que los
ambulanti
gozaban de la protección de… —durante un momento, no supo cómo articular el pensamiento, ni siquiera para sus adentros—… «fuerzas que actúan en desacuerdo con las del Estado» fue el eufemismo que al fin encontró.

Sacó una libreta y la abrió por la doble página central, donde estaba lo que buscaba. Sumando una unidad a cada cifra anotada —un poco avergonzado por lo rudimentario de la clave—, marcó un número de teléfono. A la quinta señal, contestó una voz de hombre, y Brunetti dijo únicamente:

—Buenos días, deseo hablar con el
signor
Ducatti.

El hombre dijo que debía de haberse equivocado de número, y Brunetti pidió disculpas y colgó.

Le pesaba no haber bajado al bar del puente a tomar un café antes de llamar por teléfono; ahora no podía moverse del despacho hasta que Sandrini llamara. Para distraer la espera, sacó unos papeles de la bandeja de entrada y se puso a leer.

Transcurrió más de media hora antes de que sonara el teléfono. Contestó con su nombre, y la misma voz que le había dicho que se equivocaba preguntó:

—¿Qué hay?

—Estoy muy bien, Renato —respondió Brunetti—. Gracias por el interés.

—Diga qué quiere, Brunetti, y déjeme volver a mi despacho.

—¿Ha salido sólo a llamar por teléfono? —preguntó Brunetti.

—Diga ya qué es lo que quiere —repitió el hombre con mal reprimida irritación.

—Quiero saber si los… ¿cómo he de llamarlos?… los socios de su suegro tienen algo que ver con lo de anoche.

—¿Se refiere al negro muerto?

—Me refiero al africano que fue asesinado —le rectificó Brunetti.

—¿Nada más?

—Nada más.

—Luego le llamo —dijo el hombre, y colgó.

Si Renato Sandrini hubiera empleado mejores modales, quizá a Brunetti le hubiera remordido la conciencia por hacerle objeto de chantaje e intimidación. Pero la constante rudeza de aquel hombre y la altanería que caracterizaba su actuación en público hacían que Brunetti utilizara el poder que tenía sobre él casi con fruición. Veinte años atrás, Sandrini, abogado criminalista de Padua, se había casado con la única hija de un jefe de la Mafia local. Llegaron los hijos y también gran número de defensas muy bien remuneradas. Sus muchos éxitos ante los tribunales habían hecho de Sandrini una verdadera leyenda. A medida que aumentaba el volumen de su clientela, aumentaba también el volumen de su esposa, Julia, que, a los cuarenta años, parecía un tonel, aunque un tonel con gustos muy caros en joyería y un amor por su marido caracterizado por un alarmante afán de posesión.

Nada de esto tenia por qué redundar en perjuicio de Sandrini y beneficio de Brunetti, de no haberse producido un incendio en un hotel del Lido que había llenado de humo varias habitaciones y hecho que cuatro personas perdieran el conocimiento y tuvieran que ser trasladadas al hospital. Allí se descubrió que el cliente de la habitación 307, que se había registrado con el nombre de Franco Rossi, llevaba la
carta d'identità
y las tarjetas de crédito de Renato Sandrini. Afortunadamente, el hombre volvió en sí a tiempo de impedir que el hospital llamara a su esposa para avisarla del percance, pero no antes de que se pusiera en evidencia la disparidad de los nombres. Todo ello hubiera podido atribuirse a un simple error de transcripción, de no haberse dado dos circunstancias: primera, que la persona que estaba con Sandrini en la habitación del hotel era una prostituta albanesa de quince años y, segunda, que el informe de la policía que contenía estos datos fue a parar, a la mañana siguiente, a la mesa de Guido Brunetti.

El comisario tomó la precaución de no abordar a Sandrini hasta haber hablado extensamente con la prostituta y su proxeneta y obtenido de ellos declaraciones en vídeo y por escrito. Ambos se mostraron dispuestos a hablar porque estaban convencidos de que el cliente era Franco Rossi, un mayorista de alfombras residente en Padua. De haber sabido quién era Sandrini y, lo que es más, de haber sospechado siquiera la identidad del suegro, es seguro que hubieran preferido ir a la cárcel a mantener aquellas largas conversaciones con el comprensivo comisario de Venecia.

A Brunetti le bastó una entrevista para convencer a Sandrini de que, habida cuenta de la victoriana mentalidad de algunos miembros de la Mafia acerca del sacrosanto carácter de las promesas del matrimonio, podía ser conveniente para él facilitar alguna que otra información al afable comisario de Venecia. Hasta el momento, Brunetti había cumplido su promesa de no pedir a Sandrini algo que pudiera comprometer su relación con un cliente, pero sabía que la promesa era falsa y que, llegado el caso, no tendría reparos en mover cualquier resorte para arrancar a Sandrini la información que le interesara.

Brunetti puso las carpetas en la bandeja de salida y, extrañamente satisfecho de sí mismo por su perfidia, se fue a casa a almorzar.

Capítulo 8

Si Brunetti pensaba que, al salir de la
questura,
dejaría atrás conflictos y tensiones, se equivocaba, porque también entre las paredes de su casa los encontró. Aquí se manifestaban en una especie de nimbo de dignidad ofendida en el que tanto Paola como Chiara se habían envuelto y que hacía pensar en los usureros del Dante, que atraviesan la eternidad con los sacos de monedas atados al cuello. Supuso
que
tanto su mujer como su hija creían tener razón. Al fin y al cabo, ¿cuál es la persona empeñada en una disputa que piensa que la razón no está de su parte?

Brunetti encontró a su familia sentada a la mesa. Dio un beso en la mejilla a Paola y revolvió el pelo a Chiara, que apartó la cabeza rápidamente, como rehuyendo el contacto con la mano que había descansado en el hombro de la adversaria. Fingiendo no haberlo notado, Brunetti se sentó y preguntó a Raffi cómo iban las cosas en el colegio. Su hijo, en prueba de solidaridad masculina frente al mal humor de las mujeres, respondió animadamente diciendo que todo iba estupendamente y se embarcó en una larga explicación de los prodigios de un programa informático que estaba utilizando en la clase de Química. Brunetti, mucho más interesado en los
linguine
con
scampi
que en los ordenadores, sonreía y trataba de hacer preguntas atinadas.

La conversación, a ritmo pausado, acompañó unos lenguados fritos con guarnición de fondos de alcachofa y una ensalada de rúcola. Chiara revolvía en la comida y dejaba mucha en el plato, nítida señal de que la situación la afectaba vivamente.

Al oír que no había postre, ella y Raffi se esfumaron, y Brunetti, dejando la copa vacía en la mesa, dijo:

—Me parece que no me vendría mal uno de esos cascos azules que llevan las fuerzas de pacificación de la ONU cuando corren peligro de encontrarse en medio de un fuego cruzado.

Paola sirvió más vino del Loredan Gasparini que su padre les había enviado con motivo del cumpleaños de Guido, un vino digno de ser saboreado en más gratas circunstancias.

—Lo superará —dijo Paola, dejando la botella en la mesa con un golpe seco y autoritario.

—De eso no me cabe duda —respondió Brunetti sosegadamente—. Pero no quiero tener que seguir comiendo en medio de este ambiente hasta que lo supere.

—Vamos, Guido, tampoco es para tanto —dijo Paola con una voz que indicaba que, por poco que se la provocara, no tendría inconveniente en desviar su irritación hacia él—. Dentro de unos días se dará cuenta de lo que ha hecho.

—¿Y qué ha de hacer entonces? ¿Pedir perdón?

—Eso, para empezar —dijo Paola.

—¿Y después?

—Pensar en lo que dijo y en lo que eso dice de ella como persona.

—Ya ha pasado un día —dijo él—. Y no está superándolo.

Paola dejó transcurrir un rato antes de preguntar:

—¿Qué quieres decir?

Él buscaba la manera de expresarse sin incomodarla.

—Que me parece que la has ofendido —repuso al fin.

—¿A ella? —dijo Paola con falsa incredulidad—. ¿Cómo?

Él se sirvió más vino pero dejó la copa en la mesa.

—Avasallándola sin darle la oportunidad de explicarse.

Ella lo miraba sin pestañear.

—«¿Avasallándola?» —repitió—. ¿Es que puede haber alguna explicación o justificación para despachar la muerte de un hombre con un displicente «sólo»? ¿Es que tienes que callarte al oír eso? ¿Es que, sí protestas, estás avasallando?

—Claro que no —dijo él, a quien la propia Paola había enseñado a reconocer y rehuir el
argumentum ad absurdum
—. Yo no digo eso.

—¿Qué dices entonces?

—Que hubiera sido preferible tratar de descubrir de dónde había sacado esas ideas y razonar con ella.

—¿En lugar de avasallarla, como tú dices? —preguntó ella, empezando a mostrar indignación.

—Sí —respondió él tranquilamente.

—No acostumbro a razonar frente a los prejuicios raciales.

—¿Y qué quieres hacer si no? ¿Sacudirles con un bastón?

Vio cómo Paola iba a replicar, pero se contenía. Ella bebió un trago, luego otro y dejó la copa.

—Está bien —dijo al fin—. Quizá fui muy severa con ella. Pero me dolió oírle decir eso y pensé que, sin darme cuenta, quizá yo era la responsable.

—¿Estamos hablando de Chiara o de ti? —la sorprendió él.

Ella frunció los labios, miró hacia la ventana orientada al Norte, movió la cabeza de arriba abajo reconociendo lo certero de la pregunta y dijo:

—Tienes razón.

—No me interesa tener razón.

—¿Qué te interesa?

—Vivir en paz en mi propia casa.

—Imagino que eso es lo que quiere todo el mundo —dijo ella.

—Si fuera tan sencillo, ¿verdad? —Él se levantó, se inclinó a darle un beso en el pelo y volvió a la
questura
y a la investigación de la muerte del hombre que era sólo un
vu
cumprà.

La muerte del africano o, por lo menos, su causa, estaba explicitada en el informe de la autopsia que Brunetti encontró encima de la mesa de su despacho. Sorprendido por tanta celeridad, el comisario fue directamente al final del informe, para ver si Rizzardi daba alguna explicación. Su sorpresa se acentuó al encontrar en blanco el lugar donde debía figurar el nombre del patólogo que había realizado el examen, pero decidió no perder tiempo en tratar de averiguar por qué Rizzardi había omitido la anotación y empezó a leer.

La víctima tendría entre veinticinco y treinta años y, aunque presentaba señales de ser un gran fumador, todos sus órganos estaban en perfecto estado. Medía 1,82 metros y pesaba 68 kilos. Sus huellas dactilares habían sido enviadas a Lyon para su posible identificación.

En total, le habían alcanzado cinco balas, número que coincidía con el de los sonidos que habían oído los americanos. Dos de los impactos eran mortales: uno le había seccionado la columna vertebral y el otro le había perforado el ventrículo izquierdo. De las otras tres balas, una se había alojado en el hígado y las otras dos se habían incrustado en los músculos del tórax sin dañar ningún órgano. La circunstancia de que los cinco disparos le hubieran alcanzado denotaba tanto buena puntería como proximidad, porque de la descripción de los americanos se deducía que los asesinos estaban a poco más de un metro de su víctima. Las trayectorias de las balas indicaban que uno de los hombres era más alto que el otro; el que no hubiera orificios de salida hacía pensar que las pistolas eran de pequeño calibre. Las balas habían sido extraídas y enviadas al laboratorio para su análisis, aunque, en opinión de un profano, parecían haber sido disparadas con una pistola del calibre 22, arma que, según constaba a Brunetti, no era desconocida de los asesinos a sueldo.

BOOK: Piedras ensangrentadas
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