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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Piedras ensangrentadas (10 page)

BOOK: Piedras ensangrentadas
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Brunetti no sabía cómo reaccionar a la simulación del ex cura.

—Vamos, don Alvise —dijo, y agregó riendo—: Usted no era jesuita cuando nos conocimos. No empiece a hacer el jesuita ahora.

La tensión y la reticencia se disiparon y entre los tres hombres volvió a instalarse el buen entendimiento.

—De acuerdo, Guido, comprendido. De todos modos, antes de contestarle, he de hablar con ciertas personas.

—¿Y si le dicen que no me conteste?

Nuevamente, los pequeños pies golpearon rítmicamente la madera, como si la regularidad del compás pudiera ayudar a don Alvise a vencer sus dudas.

—Entonces tendría que pensarlo —dijo.

—Por si le interesa —empezó Brunetti—, Inmigración no interviene en este caso, ni intervendrá, sea lo que sea lo que usted pueda decirme.

Los golpes cesaron y el ex cura miró al comisario:

—¿No depende eso de lo que yo le diga? —preguntó.

Brunetti decidió arriesgarse.

—Si le doy mi palabra de que, sea lo que sea, no les diré nada, ¿me creerá?

—Guido, si usted me diera su palabra de que los políticos son personas honradas, lo creería. —Y, al ver el asombro de Brunetti y de Vianello, agregó—: Aunque en compañía de ellos no apartaría la mano de la cartera.

Brunetti decidió no insistir. Sabía que don Alvise le diría lo que considerara conveniente que él supiera, y no había vuelta de hoja. No podía sino confiar en el buen criterio del ex sacerdote. Así las cosas, Brunetti se puso en pie, los tres hombres intercambiaron corteses despedidas y los dos policías se fueron.

Capítulo 9

—¿Siempre es tan escurridizo? —preguntó Vianello al salir.

—¿Escurridizo?

—Tan precavido. O como quiera llamarlo. —Para justificar su tono, que era casi de irritación, Vianello agregó—: Él sabe quién era ese hombre. Eso ha quedado claro, pero da la excusa de que no puede responder sin hablar con otras personas. —Lanzó un resoplido de cólera que se hizo visible en el aire gélido—. Si lo conoce, o lo conocía, debe decírselo —insistió—. Es lo que manda la ley.

Brunetti, sorprendido de oír expresarse a Vianello en términos tan legalistas, trató de contemporizar.

—Bien, debe y no debe.

—¿Cómo que no? —preguntó Vianello.

Rehuyendo la respuesta, Brunetti cruzó la calle en dirección a un bar.

—Necesito un café —dijo empujando la puerta. El aire caldeado los envolvió y, como si estuviera esperándolos, la cafetera soltó un chorro de vapor en imitación del bufido lanzado por Vianello un momento antes.

En la barra, Brunetti miró a Vianello y, a una señal afirmativa de éste, pidió dos cafés.

Mientras esperaban, el comisario dijo:

—No tiene obligación de decirme nada si cree que lo que me diga puede poner en peligro a otra persona. —Antes de que Vianello pudiera citarle la ley, Brunetti agregó—: Es decir, él sabe que legalmente debe decírmelo, pero eso no significaría nada para él si pensara que la información que me diera podía perjudicar a alguien.

—Pero usted le ha prometido no decir nada a la Policía de Inmigración —insistió Vianello—. ¿Es que no le ha creído?

—El peligro podría venir de otro sitio —dijo Brunetti.

—¿De dónde? —preguntó Vianello.

Llegaron los cafés y ellos se concentraron en la operación de rasgar las bolsitas del azúcar y echar el contenido en las minúsculas tazas. Después del primer sorbo, Brunetti dejó la taza en el platillo y dijo:

—No lo sé. Pero por el momento no puedo hacer más que esperar a ver qué me dice o qué no me dice. Y, si no me lo dice, tendré que averiguar por qué.

Vianello se limitó a agitar la taza en dirección a Brunetti, a modo de interrogación.

—Haga lo que haga —prosiguió Brunetti—, tanto si me contesta como si no, estará dándome información. Y, cuando la tenga, podré empezar a pensar en lo que hay que hacer.

Vianello se encogió de hombros y los dos hombres salieron del bar y se dirigieron hacia la lancha.

El piloto había mantenido el motor en marcha y en la cabina había una temperatura agradable. Brunetti no hubiera podido decir si era efecto del calorcillo o el estímulo del café y el azúcar, pero lo cierto era que se sentía reconfortado y capaz de disfrutar de la belleza del trayecto de vuelta a la
questura.
A uno y otro lado, desfilaban Los
palazzi
que, en delirante yuxtaposición de estilos, competían por su atención: aquí, una sobria ventana gótica; allí, una fachada de mosaico multicolor; a la izquierda, el atrio sumergido de Ca d'Oro; y, enfrente, el espacio, ahora desierto, en el que Paola había comprado pescado aquella mañana.

Esta vista le hizo pensar en su familia y en la tensión que había percibido durante el almuerzo. ¿Qué hacer con Chiara? Durante un momento, pensó en llevarla al depósito del hospital y enseñarle el cadáver del hombre negro, la prueba de lo que puede suceder cuando consideras a una persona «sólo» un
vu cumprà,
pero enseguida comprendió que esto no sería más que un recurso melodramático barato que no garantizaba que Chiara se convenciera de que una cosa llevaba a la otra. Y, ¿acaso sabía él con plena seguridad que una cosa había llevado a la otra? Esto, a su vez, le hizo volver a don Alvise.

Por la izquierda se acercaba el Palazzo Ducale, y su belleza le hizo ponerse en pie.

—Vamos —dijo a Vianello, y salió a cubierta. La bofetada del viento helado hizo que se le saltaran las lágrimas, deformándole la visión y convirtiendo el
palazzo
en una silueta fosforescente que se ondulaba suspendida en el reverbero de las olas trémulas.

Vianello subió la escalera y se quedó al lado de Brunetti. Las banderas ondeaban frenéticamente en los altos mástiles situados frente a la basílica; las góndolas y los barcos cabeceaban en sus amarres entrechocando con fuertes golpes que el rugido del viento no llegaba a ahogar. La
piazza
aparecía poblada de figuras embozadas y encogidas; los turistas mantenían la cabeza baja contra el viento, que no les permitía gozar del esplendor que los rodeaba.

¿Era distinto en otro tiempo, se preguntaba Brunetti, cuando todo esto era nuevo y La Serenísima dominaba los mares? ¿O también entonces era tan fácil perpetrar el asesinato de un moro sin nombre, con la seguridad de que su insignificancia y anonimato protegerían a sus asesinos? Cerró los ojos un momento y, cuando los abrió, el
palazzo
había cedido paso al puente de los Suspiros y a los hoteles que se alineaban en la
riva.
El frío le mordía la cara; aquí, en aguas abiertas, se sentía más, pero él permaneció en cubierta hasta que atracaron en la
questura,
donde dio las gracias al piloto y pidió a Vianello que subiera con él a su despacho.

La última parte del viaje los había dejado helados hasta los huesos, y tardaron más de cinco minutos en entrar en calor y empezar a pensar en quitarse el abrigo. Mientras colgaba el suyo en el armario, Brunetti dijo:

—Es terrible. No recuerdo haber tenido nunca tanto frío en esta época del año.

—Calentamiento global —dijo Vianello dejando la parka sobre el respaldo de una de las sillas situadas delante de la mesa de Brunetti y sentándose en la otra.

Completamente desconcertado, el comisario esperó a estar sentado a su vez antes de preguntar:

—¿Qué dice? ¿«Calentamiento global»? ¿No debería hacer más calor?

Vianello, frotándose las manos para estimular la circulación, dijo:

—Ya llegará. Pero también producirá una perturbación de las estaciones. ¿Recuerda lo mucho que llovió el otoño y la primavera últimos? —Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y Vianello prosiguió—: Todo está ligado. Tiene que ver con las corrientes de los océanos y del aire.

Como Vianello parecía hablar con conocimiento de causa, Brunetti preguntó:

—¿De dónde lo ha sacado?

—He leído el Informe de las Naciones Unidas sobre Calentamiento Global. Es decir, una parte. Todo está ahí. La guinda del pastel es que el último lugar del mundo en que se notarán los efectos, si los científicos saben lo que se dicen, claro… ¿sabe cuál es el país, mejor dicho, el continente que notará los efectos en menor medida y más tarde?

Brunetti movió la cabeza en señal de ignorancia.

—América del Norte. O sea, Los norteamericanos. Están protegidos a uno y otro lado por enormes masas de agua y las corrientes les son favorables, de manera que, mientras los demás nos asfixiamos con sus gases y nos morimos de calor, ellos seguirán como si nada.

Brunetti estaba alarmado por el tono de Vianello, que le parecía insólitamente áspero y apasionado.

—¿No es excesivamente severo con ellos, Lorenzo?

—¿Excesivamente severo, cuando me acortan la vida y matan a mis hijos?

Cuando ya era tarde, Brunetti se dio cuenta de que había tocado la fibra sensible de Vianello: la ecología del planeta. Manteniendo la voz serena, dijo:

—Nada de eso está demostrado, Lorenzo.

—Ya lo sé. Como tampoco está demostrado que, si yo volviera a fumar y fumara tres paquetes al día, moriría de cáncer de pulmón; pero tendría muchas probabilidades.

—¿Usted cree? ¿En este caso?

Era tan patente la sinceridad de la pregunta de Brunetti que Vianello respondió en tono mucho más sosegado.

—La verdad, no lo sé. No soy especialista. Sólo sé lo que leí, y que el informe fue encargado por la ONU y que lo hicieron climatólogos de todo el mundo. De modo que para mí es bastante bueno; por lo menos, hasta que lea algo más convincente.

—¿Cree que se puede hacer algo? —preguntó Brunetti, y la forma en que Vianello frunció el entrecejo le hizo aclarar—: Para remediarlo, quiero decir.

—No parece que la cosa tenga remedio. Quizá ya sea tarde.

—¿Tarde para qué? —preguntó Brunetti, quien, de pronto, se sentía muy interesado en lo que tuviera que decir su inspector.

—Para evitar las consecuencias de lo que hemos estado haciendo durante este último medio siglo.

—Es un pronóstico muy grave —dijo Brunetti, sorprendido de oír hablar a Vianello tan seriamente acerca del tema. Desde hacía años, en la
questura
se tomaba a broma el interés de Vianello por el medio ambiente, pero Brunetti siempre lo había situado en el mismo nivel que la insistencia de sus hijos en no comprar agua mineral envasada en botellas de plástico o en recoger cuidadosamente todo el papel desechable y llevarlo a los contenedores ecológicos de Rialto. Pero ésta era una visión mucho más pesimista que cualquiera que Vianello hubiera expuesto hasta entonces.

—¿Realmente, no se puede hacer nada? —preguntó Brunetti.

Vianello se encogió de hombros. Pareció que iba a levantarse y marcharse, o eso temió Brunetti, que sentía curiosidad por oír la respuesta e insistió:

—¿Qué cree usted?

—Creo que debemos vivir la vida y tratar de hacer nuestro trabajo —dijo Vianello después de un momento. Y entonces, como si aún no se hubiera hablado del tema, preguntó—: ¿Y qué hacemos acerca de ese muchacho negro? ¿Cómo averiguamos quién era si su don Alvise decide callar?

Brunetti, aceptando que la cuestión del calentamiento global había quedado aparcada, respondió:

—Gravini dice que conoce a un africano que vive en Castello, cerca de la casa de su madre. Probará de sacarle algo. Y he pedido a la
signorina
Elettra que indague a ver si encuentra a los que les alquilan las viviendas.

—Buena idea. En algún sitio tenía que vivir. —Entonces, advirtiendo la banalidad de la frase, Vianello agregó—: Quiero decir que tenía que vivir en la ciudad, ya que no llevaba encima nada más que un par de llaves.

—¿Ha leído el informe de la autopsia? —preguntó Brunetti, sorprendido de sí mismo por haber olvidado hacer esta pregunta a Vianello antes de ir a ver a don Alvise.

—No.

—Dice que tenía entre veinticinco y treinta años y que su estado físico era bueno. Y que dos de las heridas eran mortales.

—Dios, qué mundo. —Vianello miró a Brunetti, frunció los labios con gesto de desconcierto y agregó—: Es raro que no sepamos absolutamente nada de ellos ni de África, ¿verdad?

Brunetti asintió pero no dijo nada.

—Sólo que son negros —dijo Vianello alzando las cejas con ironía.

Brunetti, pasando por alto el tono de Vianello, comentó:

—Nosotros no parecemos alemanes ni los finlandeses parecen griegos, pero todos parecemos europeos.

—¿Y qué? —preguntó Vianello, que no había quedado muy impresionado por la observación de Brunetti.

—Alguien tiene que haber que sepa de ellos algo más —dijo Brunetti.

En aquel momento, entró en el despacho la
signorina
Elettra. Traía en la mano un papel que hizo pensar a Brunetti que quizá había encontrado algún indicio que permitiera averiguar la identidad del
vu cumprà.
Aún resonaba este término en su cabeza cuando se obligó a sí mismo a sustituirlo por el de
ambulante.

—He encontrado a dos —dijo ella, saludando a Vianello con un movimiento de la cabeza. El inspector se levantó y le ofreció su silla, acercó la otra, puso la parka en el respaldo y se sentó.

—¿Dos qué? —preguntó un impaciente Brunetti.

—Dos caseros —dijo ella, y explicó—: He llamado a un amigo que trabaja en
La Nuova.
—Captó su reacción al oír el nombre del diario y puntualizó—: Ya sé, ya sé, pero nos conocemos desde primaria, y Leonardo necesitaba el trabajo. —Una vez disculpado el amigo por su elección de empresa, agregó—: Además, le da ocasión de tratar a la gente famosa que vive en la ciudad. —Esto ya fue demasiado para Vianello, que dejó oír una carcajada cavernosa. Ella esperó un momento y se rió a su vez—. Patético, ¿verdad? Famosos por vivir aquí. Como si la fama de la ciudad fuera contagiosa.

Brunetti pensaba en esto a menudo, porque le chocaba aquella actitud de los extranjeros, aquella creencia de que las señas de su domicilio les imprimían un sello de distinción, como si residir en Dorsoduro o tener un
palazzo
en el Gran Canal elevara el tono de su discurso o la calidad de su mente, mitigara el tedio de su vida o convirtiera la escoria de sus diversiones en oro puro.

Para él su condición de veneciano era motivo de alegría, no de orgullo. Él no había elegido la ciudad en que tenía que nacer ni el dialecto que debían hablar sus padres. ¿Por qué enorgullecerse de esas cosas? Una vez más, se entristeció al pensar en la vanidad de los deseos humanos.

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