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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Piedras ensangrentadas (7 page)

BOOK: Piedras ensangrentadas
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—¿Cree que existirá contrato? —preguntó ella—. Debería haber copias en el ayuntamiento.

Brunetti dudaba de que los propietarios estuvieran dispuestos a brindar la protección de un contrato formal a unos africanos, si ya eran reacios a concederla a los venecianos. Una vez el inquilino tenia un contrato, la ley hacía difícil, si no prácticamente imposible, el desahucio. Además, en el contrato debía figurar el alquiler, con lo que la renta se hacía visible, y tributable: todo propietario que estuviera en su sano juicio desearía evitar tal cosa. Así pues, probablemente, los africanos estaban pagando el alquiler —Brunetti no pudo evitar el obligado juego de palabras— en negro.

—Es preferible preguntar por ahí —respondió el comisario—. Pruebe en el
Gazzettino
y
La Nuova.
Quizá sepan alguna cosa. Cada vez que hacemos una redada y arrestamos a algunos, escriben una historia. Tienen que saber algo.

Él se distrajo pensando cómo podía soportar Elettra aquel turbante. El despacho estaba bien caldeado, ya que se encontraba en el lado del edificio en el que los radiadores funcionaban. Debía de ser muy molesto tener todo el día la cabeza apretada por un pañuelo. Pero no dijo nada, pensando que quizá Paola podría explicárselo.

—Veré lo que se puede hacer —dijo ella—. ¿Hay huellas que mandar a Lyon?

—Todavía no me ha llegado el informe de la autopsia. Le enviaré las fotos en cuanto las tenga.

—Gracias, comisario. A ver lo que encuentro.

Camino de su despacho, Brunetti ya iba repasando la lista de los amigos que podían ayudarle en sus pesquisas. Cuando llegó a su mesa, había tenido que aceptar el hecho de que no conocía a nadie que pudiera suministrarle información válida sobre los
ambulanti,
lo que le hizo pensar que quizá tuviera razón la
signorina
Elettra y que, efectivamente, unos y otros vivieran en planetas distintos.

Llamó al despacho de Rubini, el inspector que tenía a su cargo la tarea de nunca acabar del arresto de los
ambulanti
y le pidió que subiera un momento.

—¿Es sobre lo de anoche? —preguntó Rubini por teléfono.

—Sí. ¿Sabes algo nuevo?

—No —respondió Rubini—. Ni lo esperaba. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Subo las carpetas?

—Sí, por favor.

—Espero que dispongas de mucho tiempo, Guido.

—¿Por qué?

—Porque forman un montón de dos metros.

—¿Entonces bajo yo?

—No; sólo te llevaré el resumen de los informes que he presentado pero, aun así, leerlo te llevará el resto de la mañana. —A Brunetti le pareció que Rubini se reía por lo bajo, pero no estaba seguro. Colgó el teléfono.

Rubini llegó al cabo de más de diez minutos, con un montón de carpetas, y explicó que su retraso se debía a que había estado buscando la carpeta con las fotos de todos los africanos arrestados durante el último año.

—Teóricamente, tenemos que fotografiarlos cada vez que los arrestamos —dijo.

—¿Teóricamente? —preguntó Brunetti.

Rubini puso el montón de papeles encima de la mesa y se sentó. El inspector era de Murano, llevaba en el cuerpo más de dos décadas y, al igual que Vianello, había ascendido muy despacio, quizá por una resistencia a buscar el favor de los de arriba análoga a la de este último. Rubini, un tipo alto y muy delgado, casi escuálido, era un apasionado del remo y todos los años estaba entre los diez primeros en cruzar la línea de llegada de la Vogalonga.

—Así lo hacíamos al principio, pero luego nos pareció que era una pérdida de tiempo hacer la foto de un hombre al que habíamos arrestado seis o siete veces y al que saludamos cuando nos lo encontramos por la calle. —Empujó los papeles hacia Brunetti y agregó—: Ahora ya los tuteamos a todos y ellos nos llaman por el nombre.

Brunetti se acercó los papeles.

—¿Por qué os molestáis todavía?

—¿Quieres decir en arrestarlos?

Brunetti asintió.

—El
dottor
Patta quiere que haya arrestos, y nosotros salimos y los arrestamos. Da buen aspecto a las estadísticas.

Brunetti, que esperaba esta respuesta, preguntó sin embargo:

—¿Crees que sirve de algo?

—Sabe Dios —dijo Rubini moviendo la cabeza con resignación—. Hace que el
vicequestore
nos deje tranquilos durante una semana o dos, e imagino que si nos lo tomáramos en serio, si los arrestáramos a todos y les confiscáramos todos los bolsos, ellos, simplemente, se irían a otro sitio.

—¿Pero…? —preguntó Brunetti.

Rubini puso una pierna encima de la otra, sacó un cigarrillo y lo encendió sin molestarse en pedir permiso.

—Pero mis hombres siempre les dejan algunos bolsos, aunque deberían confiscárselos todos. Al fin y al cabo, esa gente tiene que comer, ya sean africanos o italianos. Si les quitáramos todos los bolsos, no tendrían nada que vender.

Brunetti acercó al inspector la tapa de un frasco de Nutella.

—¿Y los bolsos? —preguntó.

Rubini dio una larga calada y expulsó el humo por la nariz, poco a poco.

—¿Te refieres a los que les dejamos o a los que nos llevamos?

—Está ese almacén de Mestre, ¿no?

—Ahora ya son dos. —Rubini se inclinó hacia adelante y sacudió la ceniza en el improvisado cenicero—. Todo está ahí—prosiguió, señalando las carpetas con la mano que sostenía el cigarrillo—. Este año llevamos confiscados unos diez mil bolsos. Por muchos que destruyamos, siempre hay más bolsos que confiscar. Pronto nos faltará sitio para almacenarlos.

—¿Qué vais a hacer?

Rubini aplastó el cigarrillo y, sin disimular la exasperación, dijo:

—Si de mí dependiera, los devolvería a los
vu cumprà,
para que no tuvieran que comprar otros. Pero entonces, ¿qué sería de la gente que trabaja en las fábricas de Puglia, donde los confeccionan? —Se levantó bruscamente y, señalando las carpetas, dijo—: Si deseas algo más, llámame. —En la puerta, se paró, volvió la cabeza hacia Brunetti y levantó una mano en ademán de impotencia—. Todo este asunto es alucinante —dijo, y se fue.

Capítulo 7

Brunetti no había leído la
Ilíada
hasta que ya estaba en tercero de carrera —las laboriosas traducciones hechas en secundaria no podían considerarse una lectura propiamente dicha—, y la experiencia fue muy curiosa. Antes de leer el texto, ya sabía lo que cada uno de sus libros le depararía: hasta tal punto aquella historia era parte intrínseca de su mundo y su cultura. No le causó sorpresa la perfidia de Paris ni la aquiescencia de Helena, sabía que el audaz Príamo estaba condenado y que ni todo el valor del noble Héctor podría salvar a Troya de la destrucción.

Una sensación similar de
déjà vu
literario le producían ahora las carpetas de Rubini. Mientras leía el resumen de la reacción de la policía a la llegada a Italia de los
vu cumprà,
se sentía familiarizado con muchos elementos de la historia. Sabía que los primeros vendedores callejeros eran marroquíes y argelinos que vendían ilegalmente los productos de artesanía que habían traído consigo a Italia. Recordaba haber visto años atrás sus mercancías: animalitos tallados en madera, collares de abalorios, navajas de adorno y relucientes cimitarras falsas. Aunque el informe no lo decía, Brunetti suponía que a esta primera oleada de vendedores callejeros procedentes de las antiguas colonias francesas se los denominó con el barbarismo bilingüe con el que ellos trataban de atraer la atención de su nueva clientela.

Cuando los árabes cedieron paso a los africanos, la delincuencia bajó. Aunque la violación de las leyes de inmigración y la venta sin licencia persistían, en las fichas policiales de los hombres que habían heredado el nombre de
vu cumprà
prácticamente no aparecían robos ni actos de violencia.

Los árabes —así le constaba al comisario— encontraron actividades más lucrativas; muchos emigraron a países del Norte que no tuvieron más remedio que aceptar los permisos de residencia que con tanta liberalidad les había concedido la acomodaticia burocracia italiana. En un principio, los senegaleses, que no solían practicar la delincuencia, eran vistos con buenos ojos por muchos residentes de la ciudad y, como se desprendía del relato de Gravan, se habían granjeado la benevolencia de por lo menos algunos de los policías de la calle, que así lo reconocían, aunque no sin cierta rudeza. Durante los últimos años, no obstante, la creciente insistencia con que los
ambulanti
trataban de atraer la atención de los transeúntes y su proliferación, que parecía imparable, empezaban a poner a prueba la buena voluntad de los venecianos.

En los informes de los arrestos realizados durante los últimos años, Brunetti no encontraba más delitos que los de infracción de las disposiciones relativas al visado y venta sin licencia. Había una violación, perpetrada seis años atrás, pero el violador era marroquí, no senegalés. En el único arresto en el que se consignaba violencia, un senegalés perseguía a un carterista albanés por Lista di Spagna, lo derribaba con un placaje y se quedaba sentado sobre su espalda hasta que llegaba la policía, a la que otro senegalés había llamado con su
telefonino.
Una nota manuscrita en el margen explicaba que el albanés tenía dieciséis años y, aunque había sido arrestado varias veces por robo callejero, fue puesto en libertad el mismo día, después de hacerle entrega de la consabida carta por la que se le ordenaba abandonar el país antes de cuarenta y ocho horas.

La última carpeta contenía un informe que daba cifras: se calculaba que durante algunos días del verano anterior había entre trescientos y quinientos
ambulanti
en las calles; las reiteradas redadas de la policía habían provocado una disminución temporal, pero en la actualidad se estimaba que su número se acercaba otra vez a los doscientos.

Al terminar la lectura del informe, Brunetti miró el reloj y alargó la mano hacia el teléfono. Marcó de memoria el número de Marco Erizzo, que contestó a la segunda señal.

—¿Qué hay de nuevo, Guido? —preguntó riendo.

—Odio esos teléfonos —dijo Brunetti—. Ya no se puede pillar desprevenida a la gente.

—Sí, tienes razón, es muy James Bond —admitió Erizzo—, pero me permite filtrar las llamadas.

—Pues la mía no la has filtrado, a pesar de que ya te habrás figurado que te llamo para pedirte un favor —dijo Brunetti, saltándose las preguntas de cortesía acerca de la familia de Marco y sin esperar a que Marco se interesara por la suya. Como se conocían bien, Marco ya habría notado que el tono de voz de Brunetti no era el que éste emplearía para hacer una llamada puramente social.

—Siempre me interesa saber lo que se traen entre manos las fuerzas del orden —dijo Erizzo con fingida seriedad—. Por si puedo serles de utilidad, por supuesto.

—No soy la Finanza, Marco —dijo Brunetti.

—Nada de bromas con eso, Guido, por favor —dijo Erizzo en tono apreciablemente más frío—. Procura no mencionarlos cuando hables conmigo, y menos aún si me llamas al móvil.

Brunetti optó por no hacer comentario alguno acerca de la firme convicción de Marco de que todas las llamadas telefónicas, e-mails y faxes eran registrados por la Policía de Finanzas y dijo:

—¿Es que tú hablas por algún otro teléfono?

—No contesto por ningún otro. Dime de qué se trata, Guido.

—Los
vu cumprà.

Marco no perdió el tiempo con la pregunta obligada de sí tenía algo que ver con el asesinato de la noche antes y dijo:

—Nunca había pasado algo así en la ciudad; por lo menos, desde que mataron a aquel
carabiniere
en… ¿cuándo fue, en 1978?

—Por ahí —dijo Brunetti, al que ahora aquellos años terribles parecían muy lejanos—. ¿Sabes algo de ellos?

—Que me quitan el nueve y medio por ciento de las ventas —dijo Erizzo con súbita irritación.

—¿Cómo puedes calcularlo con tanta exactitud?

—Sé lo que vendía en materia de bolsos antes de que llegaran y lo que vendo ahora, y la diferencia es un nueve y medio por ciento. —Cortó la última sílaba con los dientes.

—¿Por qué no haces algo?

Erizzo se rió con un sonido desprovisto de humor.

—¿Qué me sugieres, Guido? ¿Que envíe una queja por escrito a tus superiores para pedirles que se preocupen por el bien de sus ciudadanos? Ahora me pedirás que mande una postal al Vaticano para que se preocupen por el bien de mi alma. —Una amarga resignación se mezclaba a la cólera en la voz de Erizzo—. Vosotros, chicos —prosiguió, sin duda refiriéndose a la policía—, no podéis hacer nada más que encerrarlos un día o dos y luego soltarlos. Ya ni os molestáis en amonestarlos. —Hizo una pausa, pero Brunetti desistió de aventurarse en aquel silencio.

»No puedo hacer nada, Guido. Sólo esperar que no se les ocurra extender la sábana delante de una de mis tiendas, como se plantan delante de Max Mará, porque lo único que ocurrirá entonces es que voy a perder aún más dinero. Los políticos no quieren oír hablar de ellos y vosotros, chicos, no podéis, o no queréis hacer nada.

Brunetti, una vez más, creyó preferible no expresar opinión alguna.

—Pero, ¿qué es lo que sabes de ellos? —insistió.

—Probablemente, no mucho más que cualquier otra persona de la ciudad —dijo Erizzo—. Que son de Senegal, que son musulmanes, que la mayoría viven en Padua y algunos aquí, que no causan muchos problemas, que los bolsos son de calidad y que los venden a buen precio.

—¿Cómo sabes que son bolsos de calidad? —preguntó Brunetti, para distraer la cólera de su amigo.

—Porque me he parado en la calle a mirarlos —dijo—. Créeme, Guido, ni el mismo Louis Vuitton, si es que tal persona existe, vería la diferencia entre los bolsos auténticos y los que venden esos tipos. La misma piel, el mismo cosido, el mismo logo por todas partes.

—¿Venden también imitaciones de tus bolsos? —preguntó Brunetti.

—Claro que sí —tronó Erizzo.

Brunetti optó por hacer caso omiso de la advertencia que encerraba el tono de su amigo y prosiguió:

—Dicen que las fábricas están en Puglia. ¿Sabes tú algo de eso?

Con la voz no menos áspera, Erizzo dijo:

—Eso me han dicho. Las fábricas son las mismas. De día trabajan para las empresas legales y de noche hacen las imitaciones.

—Si las fábricas son las mismas, no tiene mucho sentido hablar de «imitaciones» —observó Brunetti, tratando de aligerar el tono de la conversación.

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