Authors: Edgar Rice Burroughs
Para mi sorpresa, los tres se precipitaron sobre el tarag, mientras éste se estaba preparando para su carga definitiva. Clavaron sus garras en la espalda de la bestia, y la alzaron de la arena como si hubiera sido un pollo bajo la presa de un halcón.
¿Qué significaba aquello?
Estaba confuso buscando una explicación; pero con el tarag fuera no perdí el tiempo en acudir al lado de Dian. Con un pequeño grito de alivio se arrojó en mis brazos. Tan emocionante fue el éxtasis de la reunión que ninguno de los dos, hasta este día, podemos decir qué fue del tarag.
La primera cosa de la que fuimos conscientes fue de la presencia de un cuerpo de sagoths a nuestro alrededor. De un modo arisco nos ordenaron que les siguiésemos. Nos sacaron de la arena y nos llevaron a través de las calles de Phutra hasta la cámara de audiencias en la que había sido juzgado y sentenciado. Una vez más nos vimos encarando al mismo frío y cruel tribunal.
De nuevo un sagoth actuó como intérprete. Me explicó que nuestras vidas habían sido perdonadas porque en el último momento Tu-al-sa había regresado a Phutra y al verme en la arena había convencido a la reina de que perdonase mi vida.
—¿Quién es Tu-al-sa? —pregunté.
—Un mahar cuyo último antecesor masculino fue, hace eras, el último de los gobernantes machos de los mahars —contestó.
—¿Por qué quiso que perdonasen mi vida?
Encogió los hombros y luego repitió mi pregunta al portavoz de los mahars. Cuando éste le contestó a través de su extraño idioma por señas, y que pasaba por ser un lenguaje entre los mahars y sus guerreros, el sagoth se volvió de nuevo hacia mí:
—Durante mucho tiempo tuviste a Tu-al-sa en tu poder —explicó—. Fácilmente pudiste haberla matado o abandonado en aquel mundo extraño, pero no lo hiciste. No le hiciste ningún daño, y la volviste a traer contigo a Pellucidar dejándola libre para regresar a Phutra. Ésta es tu recompensa.
Ahora lo entendía todo. El mahar que había sido mi involuntaria compañera en mi regreso al mundo exterior era Tu-al-sa. Ésta era la primera vez que oía el nombre de la dama. Agradecí al destino el que no la hubiera abandonado en las arenas del Sahara, o le hubiera metido una bala, como había estado tentado de hacer. Me quedé sorprendido al descubrir que la gratitud era una de las características de la raza dominante de Pellucidar. Siempre los había visto como unos reptiles de sangre fría y sin cerebro, aunque Perry había dedicado mucho tiempo a explicarme que a causa de un extraño capricho de la evolución entre las especies del mundo interior, aquella clase de reptiles se había situado en una posición análoga a la ocupada por el hombre en la corteza exterior.
A menudo me había dicho que por los manuscritos que había conseguido descifrar mientras estuvo prisionero en Phutra, existían muchas razones para creer que eran una raza justa, y que en ciertas ramas de las ciencias y las artes estaban muy avanzados, especialmente en genética, metafísica, ingeniería y arquitectura.
Aunque siempre me había sido difícil ver a aquellas cosas de otra forma que no fuera como unos viscosos cocodrilos alados, lo que dicho sea de paso no es del todo cierto, me vi forzado a admitir el hecho de que estaba en manos de criaturas ilustradas, ya que la justicia y la gratitud son atributos de la racionalidad y la cultura.
Pero lo que se proponían hacer ahora con nosotros constituía mi interés más inmediato. Podían habernos salvado del tarag y sin embargo no dejarnos en libertad. Sabía que, de alguna forma, todavía nos veían como criaturas de un orden inferior, y así si no éramos capaces de evitar que nos considerasen en la misma posición que los animales que atamos a nosotros, pensando que son más felices en el cautiverio que en la libre ejecución de los designios que la naturaleza les antoja, los mahars también podían considerar que nuestro bienestar estaría más asegurado en la cautividad que entre los peligros de la salvaje libertad por la que clamábamos. Naturalmente yo estaba obligado a inquirir a continuación cuál era su ánimo respecto a esta cuestión.
A mi pregunta, realizada a través del intérprete sagoth, recibí la contestación de que habiendo perdonado mi vida, ellos consideraban que la deuda de gratitud de Tu-al-sa estaba cancelada. No obstante, todavía tenían contra mí el crimen por el que había sido declarado culpable: el imperdonable crimen de robar el Gran Secreto. Por ello, pretendían retenernos a Dian y a mí como prisioneros hasta que el manuscrito les fuese devuelto.
Dijeron que me enviarían con una escolta de sagoths a buscar el precioso documento a su escondite, reteniendo a Dian en Phutra como rehén y liberándonos a los dos en el momento en que el documento le fuera devuelto a salvo a su reina.
No había ninguna duda de que tenían todos los ases en su mano. Sin embargo, había mucho más en juego que nuestra libertad o incluso nuestras vidas, tanto que no podía considerar lo ventajoso de su oferta sin reflexionar cuidadosamente la cuestión.
Sin el Gran Secreto aquella raza que carecía de especímenes varones se extinguiría. Durante eras habían fertilizado sus huevos mediante un proceso artificial, cuyo secreto yacía escondido en una pequeña cueva del remoto valle en el que Dian y yo habíamos pasado nuestra luna de miel. No estaba demasiado seguro de que pudiera volver a encontrar el valle, ni tampoco me preocupaba mucho. Durante tanto tiempo como la poderosa raza de reptiles de Pellucidar continuara propagándose, ese mismo tiempo estaría comprometida la posición del hombre en el mundo interior. No podían existir dos especies dominantes.
Todo esto se lo expliqué a Dian.
—Tú solías hablarme —contestó ella—, de las cosas maravillosas que podías conseguir con las invenciones de tu mundo. Ahora has regresado con todo lo necesario para poner ese gran poder en las manos de los hombres de Pellucidar. Me hablaste de los grandes ingenios de destrucción que podían arrojar una bola de metal que reventase entre nuestros enemigos, matando a cientos de ellos al mismo tiempo. Me hablaste de enormes fortalezas de piedra, con miles de hombres armados con esos grandes ingenios y con otros más pequeños, que se podían defender eternamente contra un millón de sagoths. Me hablaste de grandes canoas que se movían por el agua sin remos, y que repartían la muerte desde agujeros hechos en sus costados.
—Todas esas cosas pertenecen ahora a los hombres de Pellucidar —continuó— ¿Por qué deberíamos temer a los mahars? ¡Devuélveles su progenie! Deja que su número se incremente por millares. Estarán indefensos ante el poder del emperador de Pellucidar. Pero si permaneces prisionero en Phutra ¿qué podemos conseguir? ¿Qué pueden lograr los hombres de Pellucidar si tú no los lideras? Lucharán entre sí, y mientras luchan los mahars caerán sobre ellos, e incluso aunque la raza mahar se extinga, de qué le valdría la emancipación a la raza humana sin el conocimiento, que sólo tú puedes traer, para guiarla hacia la maravillosa civilización de la que me has hablado tanto que anhelo sus lujos y comodidades como nunca antes había anhelado nada.
—No, David —dijo—. Los mahars no pueden hacernos daño si tú estás en libertad. Devuélveles su secreto, volvamos tú y yo a nuestro pueblo y llévanos a la conquista de todo Pellucidar.
Estaba claro que Dian era ambiciosa, y que su ambición no había embotado sus facultades mentales. Tenía razón. Nada se ganaría permaneciendo atascados en Phutra durante el resto de nuestras vidas.
Era cierto que Perry podía lograr mucho con el contenido del Excavador, el topo de hierro en el que había traído los implantamientos de la civilización del mundo exterior; pero Perry era un hombre de paz. Él nunca podría unir a las facciones en disputa de la rota Federación. Nunca podría ganar nuevas tribus para el Imperio. Podía jugar a fabricar pólvora y a intentar mejorarla, pero sin sacar nada hasta que alguien explotase su descubrimiento. Él no era un hombre práctico. Nunca conseguiría nada sin una balanza, sin alguien que pudiera dirigir sus energías.
Perry me necesitaba y yo lo necesitaba a él. Si íbamos a conseguir algo para el bien de Pellucidar, teníamos que estar libres para hacerlo juntos.
La consecuencia de todo esto fue que acepté la proposición de los mahars. Prometieron que Dian sería bien tratada y protegida de cualquier indignidad durante mi ausencia. Así que salí con cien sagoths en busca del pequeño valle con el que me había tropezado por accidente, y que tal vez podía, y tal vez no, volver a encontrar.
Viajamos directamente hacia Sari. Nos detuvimos en el campamento en el que había sido capturado y recobré mi rifle exprés, de lo que me congratulé mucho. Lo encontré tirado donde lo había dejado cuando fui vencido mientras dormía por los sagoths que me habían capturado a mí y matado a mis compañeros mezops.
Por el camino fui añadiendo lugares a mi mapa, una ocupación que no atrajo de los sagoths más que una sombra de interés. Sentí que la raza humana de Pellucidar tenía poco que temer de aquellos hombres gorila. Eran guerreros y nada más. Quizás más tarde nosotros podríamos valernos de ellos del mismo modo. No tenían suficiente capacidad cerebral como para constituir una amenaza para el progreso de la raza humana.
Mientras nos acercábamos al lugar en que esperaba encontrar el pequeño valle, tenía cada vez más confianza en el éxito. Cada paraje me era familiar, y ahora estaba seguro de saber la localización exacta de la cueva.
Fue por entonces cuando divisé a varios de los semidesnudos guerreros de la raza humana de Pellucidar. Marchaban a través de nuestro frente y al vernos se detuvieron; que allí habría lucha, no lo dudé ni un momento. Aquellos sagoths nunca dejarían escapar una oportunidad de capturar esclavos para sus amos mahars.
Vi que aquellos hombres estaban armados con arcos y flechas, largas lanzas y espadas, así que supuse que habían sido miembros de la federación, ya que sólo mi gente había estado equipada de aquel modo. Antes de que llegásemos Perry y yo, los hombres de Pellucidar sólo poseían las más toscas armas con las que atacar y defenderse.
Los sagoths también esperaban, evidentemente, una batalla. Con salvajes gritos se abalanzaron hacia los guerreros humanos.
Entonces ocurrió algo extraño. El líder de los seres humanos avanzó hacia delante con las manos en alto. Los sagoths cesaron en sus gritos de guerra y avanzaron lentamente a su encuentro. Hubo un largo parlamento en el que pude observar que yo era a menudo el objeto de la conversación. El líder de los sagoths señaló en la dirección en la que le había dicho que se encontraba el valle. Evidentemente estaba explicando la naturaleza de nuestra expedición al líder de los guerreros. Todo aquello me dejó confuso.
¿Qué ser humano podía tener tan excelente relación con los hombres gorila?
No lo pude imaginar. Intenté echarle un buen vistazo al individuo, pero los sagoths me habían dejado con una escolta en la retaguardia cuando habían avanzado al combate, y la distancia era demasiado grande como para reconocer los rasgos de cualquiera de los seres humanos.
Finalmente concluyó el parlamento y los hombres continuaron su camino mientras que los sagoths volvían hasta donde yo permanecía con mi escolta. Era hora de comer, de modo que nos detuvimos donde estábamos y comimos. Los sagoths no me dijeron quien era el hombre con el que se habían encontrado y yo no se lo pregunté, aunque debo confesar que sentí bastante curiosidad.
Me permitieron dormir en ese alto. Más tarde proseguimos la última etapa de nuestro viaje. Encontré el valle sin dificultad y llevé a mi guardia directamente hasta la cueva. Los sagoths se quedaron en la entrada y yo entré solo.
Mientras palpaba el suelo con la débil luz que allí había, advertí un montón de tierra y piedras recientemente apiladas. Al instante mis manos fueron hacia el lugar en el que había enterrado el Gran Secreto. Sólo había una cavidad allí donde yo había alisado cuidadosamente la tierra sobre el escondite del documento. ¡El manuscrito había desaparecido!
Frenéticamente busqué varias veces por el interior de la cueva, pero sin otro resultado que la completa confirmación de mis peores temores. Alguien había estado allí antes que yo y había robado el Gran Secreto.
La única cosa en todo Pellucidar que nos liberaría a Dian y a mí se había esfumado; incluso era posible que jamás descubriera su paradero. Si lo había encontrado un mahar, lo que era bastante improbable, lo más posible es que la raza dominante nunca divulgase el hecho de que había recobrado el precioso documento. Si era un hombre de las cavernas el que lo había encontrado accidentalmente, no tendría idea de su significado ni de su valor, y en consecuencia pronto estaría perdido o destruido.
Con la cabeza agachada y mis esperanzas rotas salí de la cueva y le dije al caudillo sagoth lo que había descubierto. No significó mucho para aquel individuo, que sin duda no sabía nada acerca del contenido del documento por el que me habían enviado sus amos, el que con toda probabilidad fuese un cavernícola el que lo hubiese descubierto.
El sagoth sólo entendía que había fracasado en mi misión, así que aprovechó aquel motivo para hacerme el viaje de regreso a Phutra tan desagradable como le fue posible. No me rebelé, aunque tenía conmigo los medios necesarios para acabar con todos ellos. No me atreví a rebelarme porque temía las consecuencias para Dian. Pensaba pedir su liberación basándome en que ella no era de ningún modo culpable del robo, y que mi fracaso en recobrar el documento no hacía perder el valor de la buena fe con que yo me había ofrecido a hacerlo. Los mahars podían retenerme en la esclavitud si querían hacerlo así, pero Dian debería ser devuelta sana y salva a su pueblo.
Estaba inmerso en mis reflexiones cuando entramos en Phutra; fui conducido de inmediato a la gran cámara de audiencias. Los mahars escucharon el informe del caudillo sagoth, y tan difícil era deducir sus emociones de sus casi inexpresivos semblantes, que no estaba seguro de saber cuan terrible podía ser su ira cuando descubriesen que su gran secreto, el secreto en el que descansaba el destino de su raza, podía estar ahora irremisiblemente perdido.
Enseguida pude observar que el mahar que presidía el tribunal comunicaba algo al intérprete sagoth, sin duda para transmitirme algo que quizás pudiera darme un indicio del destino que me aguardaba. Definitivamente había decidido algo, si no liberaban a Dian volvería mi pequeño arsenal contra Phutra. Aunque sólo podía ganar mi libertad, si conseguía descubrir donde estaba encerrada Dian, haría lo imposible por intentar liberarla. Mis pensamientos fueron interrumpidos por el intérprete sagoth.