Authors: Edgar Rice Burroughs
No nos atacaron, respetando la paz que existía entre mahars y mezops, pero pude observar que me miraban con considerable recelo. Mis amigos les dijeron que yo era un extraño de un remoto país extranjero, y como previamente habíamos acordado ante semejante contingencia, simulé ignorar la lengua que los seres humanos de Pellucidar emplean al conversar con los soldados gorila de los mahars.
Me di cuenta, y no sin desconfianza, que el líder de los sagoths me miraba con una expresión que denotaba que me había, al menos parcialmente, reconocido. Estaba seguro de que me había visto antes, durante el periodo de mi encarcelamiento en Phutra, y que estaba intentando recordar mi identidad.
Aquello me preocupó no poco. Me quedé extremadamente aliviado cuando les dijimos adiós y continuamos nuestro camino.
Varias veces durante las siguientes marchas, fui sutilmente consciente de ser vigilado por unos ojos ocultos, pero no comenté mis sospechas a mis compañeros. Más tarde tuve razones para lamentar mis reticencias porque...
Bueno, así es como ocurrió:
Habíamos matado un antílope, y después de comérnoslo me había echado en el suelo a dormir. Los pellucidaros, que rara vez parecen necesitar dormir, esta vez siguieron mi ejemplo, ya que habíamos realizado una marcha muy dura a lo largo de las colinas situadas al norte de las Montañas de las Nubes, y ahora, con sus estómagos llenos de carne parecían listos para el sueño reparador.
Cuando me desperté, lo hice con un sobresalto al encontrarme a un par de enormes sagoths a horcajadas sobre mí. Me habían atado los brazos y las piernas, para más tarde encadenarme las muñecas a la espalda. Luego me pusieron en pie.
Vi a mis compañeros; los bravos camaradas yacían muertos donde se habían tendido a dormir, lanceados hasta morir sin una oportunidad de defenderse.
Estaba furioso. Amenacé al líder de los sagoths con todo tipo de horrendas represalias; pero cuando me oyó hablar en el lenguaje híbrido que constituye el medio de comunicación entre su especie y la raza humana del mundo interior, sólo hizo una mueca, como si dijera "¡lo que yo pensaba!".
No me quitaron los revólveres ni la munición porque no sabían lo que eran; pero perdí mi pesado rifle. Sencillamente lo dejaron donde se hallaba caído junto a mí.
Se encontraban tan abajo en la escala de la inteligencia, que no tuvieron el suficiente interés en tan extraño objeto como para llevárselo con ellos.
Por la dirección que seguimos supe que estaban llevándome a Phutra. Una vez allí no necesitaba de mucha imaginación para saber cuál sería mi destino. Me esperaba la arena y un salvaje thag o un feroz tarag, a no ser que los mahars prefirieran llevarme a las bóvedas.
En ese caso, mi fin no sería más seguro, aunque sí infinitamente más horrible y doloroso, ya que en las bóvedas sería sometido a una cruel vivisección. Por lo que había visto anteriormente de los métodos que se utilizaban en las bóvedas de Phutra, sabía que serían lo más opuesto a la piedad, mientras que en la arena sería rápidamente despachado por alguna bestia salvaje.
Al llegar a la ciudad subterránea, me llevaron de inmediato ante un viscoso mahar. Cuando la criatura recibió el informe del sagoth, sus fríos ojos centellearon con odio y malicia mientras se volvían funestamente hacia mí.
Supe entonces que mi identidad había sido descubierta. Con una exhibición de agitación que nunca antes había visto evidenciar a un miembro de la raza dominante de Pellucidar, el mahar me llevó a empujones, fuertemente custodiado, por la principal avenida de la ciudad hasta uno de los edificios principales.
Allí me introdujeron en una gran sala donde en breve se reunieron muchos mahars.
Conversaban en completo silencio, puesto que al no tener órganos auditivos, carecen de lenguaje oral. Perry lo había descrito como la proyección de un sexto sentido en una cuarta dimensión, en el que se volvía reconocible al sexto sentido de su audiencia.
Sea como fuere, en cualquier caso era evidente que yo era el objeto de la discusión, y por las odiosas miradas que me dedicaron, no un objeto particularmente agradable.
No sé cuanto tiempo esperé su decisión, pero debió ser mucho. Finalmente, uno de los sagoths se dirigió a mí, actuando como interprete de sus amos.
—Los mahars perdonarán tu vida y te dejarán en libertad con una condición —dijo.
—¿Y cuál es esa condición? —pregunté, aunque podía suponer sus términos.
—Que les devuelvas lo que les robaste de las bóvedas de Phutra cuando mataste a los cuatro mahars y escapaste —contestó.
Había pensado que sería eso. El Gran Secreto del que dependía la continuidad de la raza mahar, y que estaba a salvo, escondido donde sólo Dian y yo sabíamos.
Me aventuré a imaginar que me habrían dado mucho más que mi libertad a cambio de volver a tenerlo de nuevo bajo su custodia, ¿pero y después qué? ¿mantendrían sus promesas?
Lo dudaba. Con el secreto de su propagación artificial de nuevo en sus manos, su número pronto aumentaría hasta inundar el mundo de Pellucidar de manera que ya no habría ninguna esperanza para la eventual supremacía de la raza humana, la causa en la que confiaba, a la que había consagrado mi vida, y por la que ahora estaba dispuesto a perderla.
¡Sí! En aquel momento, mientras permanecía en pie ante el despiadado tribunal, sentí que mi vida sería muy poca cosa para dar a cambio de otorgar a la raza humana de Pellucidar la posibilidad de ocupar su lugar al asegurar la eventual extinción de los poderosos y odiados mahars.
—¡Vamos! —exclamó el sagoth—. Los grandes mahars esperan tu respuesta.
—Puedes asegurarles —contesté— que no les diré dónde está escondido el Gran Secreto.
Cuando se lo tradujo, hubo un gran batir de alas reptilianas, se abrieron las mandíbulas dotadas de afilados colmillos, y surgieron espantosos siseos. Pensé que iban a caer sobre mí en aquel mismo lugar, así que tendí mis manos hacia mis revólveres, pero. Por fin, se tranquilizaron y enseguida transmitieron alguna orden a mis guardianes sagoths, cuyo jefe puso una pesada mano sobre mi brazo y me empujó bruscamente sacándome fuera de la cámara de audiencias.
Me llevaron a las bóvedas, donde permanecí fuertemente custodiado. Estaba seguro de que me iban a llevar a los laboratorios de vivisección, y requería de todo mi coraje para fortalecerme contra los terrores de una muerte tan espantosa. En Pellucidar, donde no existe el tiempo, la agonía de la muerte puede durar una eternidad.
Por tanto, tenía que endurecerme para afrontar una muerte interminable, y que ahora se encontraba ante mi vista.
"...oí un gran siseo y vi que tres poderosos thipdars se elevaban velozmente desde sus rocas y se lanzaban al centro de la arena." (Ilustración de Frank Frazetta)
A
l fin llegó el momento señalado, el momento para el que había estado intentando prepararme durante tanto tiempo que no lo podía ni suponer.
Un enorme sagoth vino y dio órdenes a los que me vigilaban. Me levantaron de un tirón y con pocas consideraciones me llevaron a empujones hacia los niveles superiores.
Una vez fuera me condujeron a una amplia avenida, donde por en medio de una multitud de mahars, sagoths y esclavos fuertemente custodiados, fui conducido o más bien bruscamente empujado en la misma dirección en la que se movía el gentío.
Ya había visto tal multitud de gente anteriormente en la ciudad enterrada de Phutra; supuse, y lo hice acertadamente, que me iban a soltar en la gran arena donde los esclavos que son condenados a muerte encuentran su fin.
Me situaron en uno de los extremos de la arena del vasto anfiteatro al que me llevaron. Llegó la reina, con su viscoso y nauseabundo séquito. Los asientos se abarrotaron. El espectáculo estaba a punto de comenzar.
Entonces, por una pequeña puerta situada en el extremo opuesto de la estructura, una muchacha fue conducida a la arena. Estaba a una considerable distancia de donde yo me encontraba. No pude distinguir sus rasgos.
Me pregunté qué destino nos aguardaría a aquella pobre víctima y a mí y porque nos habían escogido para morir juntos. Mi propio destino, o al menos lo que pensaba de él, se encontraba sumergido en la natural piedad que sentía por aquella solitaria muchacha, destinada a morir horriblemente bajo los fríos y crueles ojos de sus monstruosos captores. ¿De qué crimen sería ella culpable, que debía expiarlo en la temida arena?
Mientras me encontraba sumido en estos pensamientos, otra puerta, esta vez situada en uno de los laterales de la arena, se abrió de golpe y un poderoso tarag, el enorme tigre de las cavernas de la edad de piedra, saltó a aquel anfiteatro de muerte. A mis costados estaban mis revólveres; mis captores no me los habían quitado, sin duda porque no comprendían su naturaleza. Debieron pensar que eran alguna clase extraña de mazas de guerra, y como a los que son condenados a la arena se les permite llevar armas para defenderse, me dejaron conservarlos.
A la muchacha la habían armado con una lanza. Un alfiler de latón hubiera sido igual de efectivo contra el feroz monstruo que habían soltado contra ella.
El tarag permaneció un momento mirando a su alrededor, primero a la vasta audiencia y luego a la arena. A mí no pareció verme, pero sus ojos se posaron de inmediato en la muchacha. Un espantoso rugido surgió de sus poderosos pulmones, un rugido que finalizó con un largo aullido que pareció mucho más humano que el grito de agonía de una mujer torturada; mucho más humano pero también mucho más aterrador. No pude contener un estremecimiento.
Lentamente la bestia se giró y se movió hacia la muchacha. Entonces comprendí cuál era mi deber. Rápida y tan silenciosamente como me fue posible corrí por la arena en persecución de la torva criatura. Mientras corría desenfundé una de mis, por desgracia, ahora insuficientes armas. ¡Ah, si en aquel momento hubiera tenido en mis manos mi pesado rifle exprés! Un único y bien dirigido disparo hubiera abatido incluso a aquel gigantesco monstruo. Lo mejor que podía esperar conseguir era apartar a la cosa de la muchacha y atraerla hacia mí, para luego meterle tantas balas como fuera posible antes de que me alcanzase y me destrozase hasta caer en la insensibilidad y la muerte.
Hay una cierta ley no escrita de la arena que otorga la libertad y la inmunidad al vencedor, ya sea bestia o humano, que, por cierto, para los mahars es la misma cosa. Antes de que Perry y yo irrumpiéramos a través de la corteza pellucidara estaban acostumbrados a mirar al hombre como un animal inferior; pero me imagino que estaban comenzando a cambiar sus puntos de vista y a darse cuenta de que en el gilak —su palabra para nombrar al ser humano— tenían a un ser racional y altamente organizado con el que luchar.
Fuere como fuere, las posibilidades estaban del lado de que fuera el tarag el que se beneficiase de la ley de la arena. Unas cuantas más de sus largas zancadas, un prodigioso salto, y estaría sobre la muchacha. Levanté el revolver y disparé. La bala le alcanzó en la pata trasera izquierda. No pudo hacerle mucho daño, pero la detonación del disparo le atrajo hacia mí y me encaró.
Creo que la enmarañada faz de un descomunal y enrabietado tigre de dientes de sable es una de las visiones más espantosas del mundo interior. Especialmente si te está gruñendo y no hay nada entre los dos salvo la arena desnuda.
Mientras me encaraba al monstruo un pequeño grito de la muchacha llevó mis ojos del bruto a su rostro. Los suyos se aferraron a mí con una expresión de incredulidad imposible de describir. En ellos había tanta esperanza como horror.
—¡Dian! —grité— ¡Santo cielo, Dian!
Vi como sus labios formaban el nombre de David, para después con la lanza en alto y un grito de guerra abalanzarse sobre el tarag. Era como una tigresa, una hembra primitiva y salvaje defendiendo a su amado. Antes de que pudiera alcanzar a la bestia con su pobre arma, volví a disparar al punto en que el cuello del tarag se unía con su hombro izquierdo. Si podía colocar allí una bala quizás alcanzase su corazón. La bala no alcanzó el corazón, pero le detuvo por un instante.
Entonces ocurrió una cosa extraña. Oí un gran siseo procedente de las tribunas ocupadas por los mahars, y al mirar de reojo hacia ellas vi que tres poderosos thipdars, los dragones alados —o, como les llama Perry, pterodáctilos— que protegían a la reina, se elevaban velozmente desde sus rocas y como relampagueantes flechas se lanzaban al centro de la arena. Eran enormes y poderosos reptiles. Uno solo de ellos, con la ventaja que le proporcionaban sus alas, fácilmente podía ser un adversario formidable para un oso de las cavernas o un tarag.