Authors: Edgar Rice Burroughs
Sí, era una vida muy divertida.
Perry hacía recuento de nuestras municiones cada vez que volvíamos a la choza. Para él se había convertido en una especie de obsesión. Contaba nuestros cartuchos uno a uno y luego intentaba calcular cuánto tiempo nos quedaría antes de que gastásemos el último, y tanto él como yo tuviéramos que permanecer en la choza hasta que muriésemos de hambre o al aventurarnos fuera en busca de alimento acabásemos llenando la panza de algún oso hambriento.
Debo admitir que yo también estaba preocupado, porque nuestro avance era, efectivamente, muy lento, y nuestras municiones no podían durar siempre. Discutiendo el problema llegamos a la decisión de quemar nuestras naves y hacer un último y supremo esfuerzo por cruzar la línea divisoria.
Esto significaba que debíamos mantenernos sin dormir durante un largo periodo, y con el riesgo adicional de que cuando llegase el momento en que pudiéramos permanecer más tiempo despiertos podíamos todavía encontrarnos en lo más alto de aquellas gélidas regiones de perpetua nieve y hielo, en las que el sueño significaría una muerte segura, expuestos como estaríamos a los ataques de las bestias salvajes y sin ningún abrigo del horroroso frío.
Pero decidimos que debíamos correr aquellos riesgos, y así, salimos de nuestra choza por última vez, llevando con nosotros tan sólo lo más necesario para sobrevivir. Los osos parecían inusitadamente inquietos y decididos en esta ocasión, y mientras escalábamos lentamente, más allá del punto más alto que previamente hubiésemos alcanzado, el frío se volvió infinitamente más intenso.
De repente, con dos grandes osos siguiendo nuestro rastro, entramos en una densa niebla.
Habíamos llegado a las cimas que se encontraban cubiertas de nubes durante largos periodos. Apenas podíamos ver nada a unos cuantos pasos más allá de nuestras narices.
No nos atrevíamos a retroceder por temor a los osos a los que podíamos oír gruñendo a nuestras espaldas. Encontrarse con ellos en aquella desconcertante neblina hubiera sido cortejar a una muerte instantánea.
Perry estaba casi aturdido por lo desesperado de nuestra situación. Se desplomó sobre sus rodillas y comenzó a rezar. Era la primera vez que le veía volver a su vieja costumbre desde mi retorno a Pellucidar; había pensado que había abandonado su pequeña idiosincrasia, pero no lo había hecho. Todo lo contrario.
Dejé que rezara sin molestarlo durante un momento, y entonces cuando estaba a punto de sugerirle que haríamos mejor apresurándonos, uno de los osos lanzó un rugido a nuestras espaldas que hizo temblar la tierra bajo nuestros pies. Eso hizo que Perry se levantara de un salto, como si le hubiese picado una avispa, y echase a correr hacia delante a través de la cegadora niebla a un paso tal que presagiaba un inminente desastre si no lo detenía.
Las grietas eran demasiado frecuentes en el glaciar como para permitir aquella temeraria velocidad aun incluso cuando la atmósfera hubiera estado más clara; además, allí existían pavorosos precipicios a cuyos bordes nos conducía a menudo nuestra ruta. Me estremecí al pensar en el peligro que corría mi pobre amigo.
Le llamé a voz en grito para que se detuviera, pero no me respondió. Entonces me apresuré en la misma dirección por la que se había ido, mucho más rápido de lo que dictaría la seguridad.
Por un momento creí oírle delante, pero aunque a menudo me detuve a escuchar y llamarle de nuevo, no oí nada más, salvo los gruñidos de los osos que seguían tras nosotros. Todo estaba envuelto en un silencio de muerte, el silencio de una tumba. A mi alrededor permanecía la espesa e impenetrable niebla.
Estaba solo. Perry se había ido, ido para siempre. No tenía la más mínima duda.
En algún lugar cercano se encontraba la boca de una traicionera fisura y lejos, en su helado fondo, yacían los restos de mi viejo amigo, Abner Perry. Allí permanecería su cuerpo, conservado en su helado sepulcro durante incontables eras, hasta que, en algún día distante y lejano, el lento y movedizo río de hielo realizase su lento caminar hasta un nivel más cálido; allí vomitaría la espantosa evidencia de aquella siniestra tragedia que en esa futura y lejana era significaría un desconcertante misterio.
A
través de la niebla seguí mi camino por medio de la brújula. No volví a oír a los osos ni me encontré a ninguno en la niebla.
La experiencia me ha enseñado desde entonces que estas grandes bestias están tan aterradas por este fenómeno como lo está un hombre de tierra firme por la niebla en el mar, y tan pronto como la niebla les envuelve hacen lo posible por descender a los niveles donde la atmósfera está limpia.
Me sentía muy triste y solo mientras caminaba por el difícil paso. El apurado trance en que me hallaba pesaba menos sobre mí que la pérdida de Perry, debido a lo mucho que apreciaba a mi viejo camarada.
Comenzaba a dudar que alguna vez llegase a ganar las laderas opuestas a la cordillera, porque aunque de ordinario soy un hombre osado, me imagino que la aflicción en la que me hallaba sumido había arrojado tal abatimiento sobre mi espíritu que no podía ver el más leve rayo de esperanza para el futuro.
Además, el gris y marchito olvido de las húmedas y frías nubes por las que estaba vagando también me deprimía. La esperanza crece con más vigor a la luz del sol de lo que lo hace entre la niebla.
Pero el instinto de autoconservación es más fuerte que la esperanza. Afortunadamente es capaz de crecer en la nada. Echa raíces sobre el borde de una tumba y florece en las mismas mandíbulas de la muerte. En aquel momento vibró con bravura en el pecho de una esperanza moribunda y me urgió a avanzar hacia delante en un terco esfuerzo por justificar su existencia.
Mientras avanzaba, la niebla se volvía más densa. No podía ver más allá de mi nariz. Incluso la nieve y el hielo que pisaba me eran invisibles. No podía ver la parte baja de la pechera de mi abrigo de piel de oso. Me daba la impresión de estar flotando en un mar de vapor.
Seguir adelante sobre un peligroso glaciar bajo semejantes condiciones era prácticamente una locura; pero no podía detenerme aunque supiera positivamente que la muerte yacía a dos pasos de mi nariz. En primer lugar porque estaba demasiado congelado para pararme y en segundo lugar porque me hubiera vuelto loco ante la incertidumbre de los peligros que me acosaban a cada paso.
Durante algún tiempo el suelo había sido áspero y escarpado, pero ahora ya me veía forzado a subir a una altura considerable en la que me encontraba totalmente inmerso en el glaciar. Gracias a mi brújula sabía que estaba siguiendo la ruta correcta, así que me mantuve en ella.
Una vez más el suelo era plano. Debido al viento que me azotaba supuse que debía hallarme en algún risco o pico descubierto. Y entonces, repentinamente, di un paso en el vacío. Me giré frenéticamente e intenté agarrarme al suelo que se deslizaba bajo mis pies.
Sólo encontré una superficie lisa y helada. No encontré nada a lo que agarrarme o que pudiera detener mi caída y, al instante, mi velocidad era tan grande que nada podía sujetarme.
Tan repentinamente como había caído al vacío, con igual vertiginosidad emergí de la niebla, saliendo disparado a la claridad de la luz del día como una bala de cañón. Mi velocidad era tan elevada que no podía distinguir nada a mi alrededor, salvo una borrosa y confusa sabana de nieve lisa y helada por la que pasaba con la rapidez de un tren expreso.
Debí recorrer miles de pies cuesta abajo antes de que el precipicio se curvase suavemente en una amplia meseta, llana y cubierta de nieve. Me lancé a través de ella cada vez con menor velocidad hasta que por fin los objetos comenzaron a tomar una forma definida a mi alrededor.
A lo lejos, a millas y millas de distancia, divisé un gran valle y un inmenso bosque; más allá había una amplia extensión de agua. En las inmediaciones distinguí una pequeña y oscura gota de color sobre la resplandeciente blancura de la nieve.
—Un oso —pensé agradeciendo el instinto que me había impelido a agarrarme tenazmente a mi rifle durante mi vertiginosa caída.
A medida que me iba acercando iba teniendo una visión más clara de la cosa; no pasó mucho tiempo antes de que me parase súbitamente sobre la suave capa de nieve, en la que estaba brillando el sol, a menos de veinte pasos del objeto de mi inmediata aprensión.
Estaba esperándome de pie sobre sus patas traseras. Mientras corría a su encuentro dejé caer mi arma en la nieve al tiempo que me doblaba de la risa. Era Perry.
La expresión de su cara, combinada con el alivio que sentía al verle otra vez sano y salvo, fue demasiado para mis sobreexcitados nervios.
—¡David! —gritó—. ¡David, hijo mío! Dios ha sido benévolo con este anciano y ha respondido a sus oraciones.
Al parecer, Perry en su enloquecida huida se había precipitado por el borde del abismo, casi en el mismo punto por el que yo lo había hecho un poco más tarde. El azar había realizado por nosotros lo que largos periodos de racional esfuerzo no habían conseguido.
Habíamos cruzado la cordillera. Estábamos en el lado de las Montañas de las Nubes que durante tanto tiempo habíamos intentado alcanzar.
Miramos a nuestro alrededor. Bajo nosotros se extendían verdes árboles y cálidas junglas. En la distancia se veía un gran mar.
—El Lural Az —dije señalando hacia su verdeazulada superficie.
De algún modo que sólo los dioses pueden explicar, Perry también había retenido su rifle durante su loco descenso por la helada ladera. Aquello era también motivo de gran regocijo.
Ninguno de nosotros había salido malparado de su experiencia, de modo que después de sacudirnos la nieve de la ropa, comenzamos a descender a un vivo paso hacia el calor y confort del bosque y la jungla.
La marcha fue fácil en comparación con los pavorosos obstáculos a los que habíamos tenido que enfrentarnos al otro lado de la cordillera. Nos encontramos con fieras, por supuesto, pero salimos adelante con éxito.
Antes de que nos detuviéramos a comer y a descansar, legamos junto a un pequeño arroyo montañoso bajo los maravillosos árboles de una selva primigenia en una atmósfera cálida y confortable. Aquello me recordó un día de principios de Junio en los bosques de Maine.
Nos pusimos a trabajar con nuestras hachas y cortamos suficientes arbolillos como para construir una tosca protección contra las bestias más feroces y luego nos tendimos a dormir.
No sé cuanto tiempo dormimos. Perry sostiene que dado que no hay medio alguno para medir el tiempo en Pellucidar, allí no existe ningún concepto al que podamos llamar "tiempo", pudimos, por tanto, haber dormido tanto el equivalente a un año del mundo exterior como a un simple segundo.
Pero sé esto. Habíamos clavado en el suelo los extremos de alguno de los jóvenes árboles al construir nuestro refugio, quitándoles primero las hojas y las ramas, y cuando despertamos descubrimos que muchos de ellos habían echado brotes.
Personalmente opino que dormimos por lo menos un mes, pero ¿quién puede saberlo? El sol marcaba el mediodía cuando cerramos los ojos y estaba en la misma posición cuando los abrimos; no se había movido ni una pulgada durante el intermedio.
En Pellucidar la cuestión del transcurso del tiempo es de lo más desconcertante.
De cualquier forma, estaba bastante hambriento cuando desperté. De hecho creo que fueron las punzadas del hambre las que me despertaron. Una perdiz blanca y un jabalí salvaje cayeron ante mi revolver apenas unos cuantos momentos después de despertarme. Después Perry encendió un llameante fuego en la orilla del pequeño arroyo.
Fue una comida buena y apetitosa. Aunque no nos comimos todo el jabalí, sí di buena cuenta de él, mientras que la perdiz apenas constituyó un bocado.
Una vez satisfecha nuestra hambre, determinamos ponernos enseguida en busca de Anoroc y de mi viejo amigo Ja el mezop. Ambos estimamos que siguiendo el pequeño arroyo corriente abajo, llegaríamos al gran río que Ja me había explicado que desembocaba en la parte del Lural Az situada frente a su isla.
Así lo hicimos, y no nos vimos defraudados, ya que, por fin, tras un placentero viaje —qué viaje no sería placentero tras las penalidades que habíamos soportado entre los picos de las Montañas de las Nubes—, llegamos hasta una amplia riada que se precipitaba majestuosamente en dirección al gran mar que habíamos divisado desde las nevadas laderas de las montañas.
Durante tres largas marchas seguimos la orilla izquierda del creciente río, hasta que le vimos desembocar su poderoso volumen en las vastas aguas del mar. A lo lejos, cruzando el ondulado océano se distinguían tres islas. La de la izquierda debía ser Anoroc.
Por fin nos estábamos acercando a la solución a nuestro problema: el camino hacia Sari.
Pero cómo llegar hasta las islas era ahora la cuestión principal que ocupaba nuestras mentes. Debíamos construir una canoa.
Perry es un hombre muy ingenioso y tiene un axioma que consiste en pensar que lo que un hombre ha hecho, otro hombre lo puede hacer, y para Perry no tiene mayor importancia el que se sepa o no el cómo hacerlo.
Hace ya un tiempo intentó fabricar pólvora, primero poco después de nuestra huida de Phutra y luego al inicio de la confederación de las tribus salvajes de Pellucidar. Decía que una vez alguien, sin ningún conocimiento del hecho de que semejante cosa pudiera ser inventada, se había tropezado con ella por accidente, y por eso él no podía entender porque un individuo que lo supiera todo sobre la pólvora salvo el cómo fabricarla, no pudiera hacerlo también.