Pedernal y Acero (15 page)

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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Pedernal y Acero
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—Oh, esto es tan… manual —rezongó Orador, que se agarraba al cabello rojizo de Tanis para mantener el equilibrio. Entonces agitó la otra mano mientras repetía—: ¡Atended todos, atended! Tengo algunas noticias…

En esta ocasión, varias personas se volvieron para escuchar.

Orador recitó su letanía de novedades, que resultaron ser sólo tres, pero una de ellas despertó el interés de Tanis.

—Los dirigentes del consorcio agrícola de Haven, reunidos en sesión extraordinaria, han decidido ofrecer una recompensa de quince piezas de acero a la persona o personas que acaben con el ettin que está matando los rebaños de las granjas al sur de Haven —voceó Orador.

—¿Qué es un ettin? —preguntó un hombre, desde las últimas filas de la multitud.

—Un ettin es una bestia de tres o cuatro metros de altura, con dos cabezas, por lo general oriunda de climas fríos. Está emparentada con los trolls y, de hecho, a veces se la llama troll de dos cabezas.

Se alzó un murmullo en la muchedumbre. El hombre que había hecho la pregunta sacudió la cabeza y se alejó, seguido por varios más.

—El ettin —continuó Orador— sólo come carne. De hecho, éste en particular ha sacrificado y devorado media docena de vacas, varios perros, numerosas gallinas, y una docena de ovejas. Anoche atacó a un pastor, al sur de Haven. El hombre intentó impedir que la bestia matara su rebaño y le costó la vida.

Los restantes oyentes se pusieron muy pálidos y se marcharon con premura. Orador añadió unas cuantas palabras más y después enmudeció. Su público había desaparecido.

—¿Ha sido por culpa de mi pronunciación? —preguntó al semielfo.

—No, amigo mío. La culpa es del ettin —respondió Tanis con amabilidad.

El semielfo se despidió del desconcertado gnomo y pocos minutos después subía los escalones de Los Siete Centauros de dos en dos. No se fijó en Wode, sentado en un banco, al otro lado de la calle.

—¿Qué te parecería dar caza a un monstruo a cambio de una recompensa? —preguntó Tanis sin preámbulos mientras entraba en la habitación que compartía con Kitiara.

La espadachina ya estaba vestida, aunque todavía seguía pálida. Un tazón de té, junto con las migajas de una tostada, reposaba en una bandeja, sobre la silla cercana a la puerta.

—Así que té para el embarazo, ¿no, semielfo? —gruñó Kitiara de mal humor. Entonces cayó en la cuenta de lo que él había dicho—. ¿Matar a un monstruo? ¿Por cuánto?

—Quince piezas de acero.

La mujer soltó un silbido.

—¿Sabes lo que es un ettin? —preguntó Tanis.

Kitiara se quedó inmóvil como un poste.

—Un troll de dos cabezas… —Dos profundas arrugas se le marcaron en el entrecejo; pareció sumirse en hondas reflexiones—. No, es imposible —musitó para sí misma. Luego, en voz alta, haciendo caso omiso de la mirada interrogante de Tanis, añadió—: Mi último patrón tenía de esclavo a un ettin. Sé algo de ellos. Son peligrosos pero estúpidos y, como la mayoría de las criaturas necias, muy, muy leales.

—¿Te apetece intentar dar caza a uno?

Kitiara no reaccionó con el entusiasmo que Tanis había esperado, pero el semielfo lo achacó a la resaca que probablemente tenía.

—Saldaríamos la deuda que tienes con Mackid, nos lo quitaríamos de encima, y todavía nos quedarían cinco piezas de acero —comentó.

Kitiara lo miró de hito en hito.

—¿Por qué haces esto, Tanis? —preguntó suavemente—. No le debes nada a Caven Mackid, y un ettin es una bestia peligrosa.

El semielfo empezó a guardar sus cosas en el petate de viaje, sin hablar durante unos momentos. Cuando por fin lo hizo, no miró a la mujer.

—Me salvaste la vida en el pantano, cuando nos atacó el fuego fatuo —respondió.

El rostro de Kitiara era la personificación de la desconfianza.

—Funcionamos bien como equipo en esa ocasión —continuó el semielfo, tras una pausa—. Podríamos hacerlo otra vez.

No añadió más. Tras permanecer inmóvil un rato, aparentemente indecisa, Kitiara sacudió la cabeza y se puso a hacer también su equipaje.

—En fin, es tu piel lo que arriesgas, semielfo —dijo con voz queda, como si hablara consigo misma—. Prefiero hacer frente al ettin aquí, y no en Solace. No quiero atraer a esa criatura cerca de casa.

Tanis levantó la vista de su equipaje; la sorpresa se pintaba en su rostro.

—¿Por qué ibas a atraerlo hacia Solace? ¿Qué estás pensando, Kit?

Pero la espadachina no respondió. Poco después, estaban montados en
Intrépido
y
Obsidiana
y se dirigían hacia el sendero que conducía a la zona sur de Haven.

—¿Qué pasa? —preguntó Tanis una hora más tarde; no oía nada, salvo el rumor del follaje.

—Alguien nos está siguiendo. —Kitiara se mordió el labio y llevó la mano a la empuñadura de la espada.

En respuesta, el semielfo chasqueó la lengua para azuzar a
Intrépido;
el caballo, acostumbrado a viajar por las calzadas, se encaminaba ya hacia sitio cubierto, a un lado del camino. Kitiara y
Obsidiana
se camuflaron entre la vegetación, en el lado opuesto.

No tardaron en aparecer dos jinetes que cabalgaban tan deprisa que sus monturas echaban espuma por la boca. Al reconocer a sus perseguidores, Kitiara y Tanis regresaron a la calzada. Caven sofrenó a su semental negro con tanta brusquedad que el animal se encabritó y salpicó de sudor a Tanis y a
Intrépido,
y se alzó tanto sobre las patas traseras que el negro cabello de Mackid rozó las ramas bajas de un árbol. Detrás, Wode hizo frenar a su rocín, que resollaba, y permaneció distanciado varios pasos, fuera del alcance del semental.

El corcel de Mackid era un animal grande y magro, negro como el carbón, a excepción del blanco de los ojos, una mancha en la frente, y los dientes, que chasqueaban incluso con el bocado puesto.
Intrépido
era grande, pero el semental lo hacía parecer pequeño.

—¡Sabía que intentarías escabullirte, Kitiara! —gritó Caven.

La espadachina no respondió al principio.

—Apostaste un espía, ¿no, Mackid? —dijo después, arrastrando las palabras.

—Y con razón, al parecer. ¿Adónde vas? Éste no es el camino a Solace. Intentabas darme esquinazo, ¿verdad?

—Hemos salido para ganarnos el dinero de tu deuda, Mackid —intervino Tanis.

—¿Cómo? —El semblante de Caven mostraba su desconfianza.

—Dando caza a un ettin. Por la recompensa.

—¿Un ettin? —El caballo negro del mercenario cabrioleó, tan impaciente, al parecer, como su jinete. Los otros tres animales piafaron también, contagiados por la agitación del semental—. Entonces ¿por qué no decírmelo?

Tanis miró a Kitiara, con una expresión interrogante en los ojos. La espadachina suspiró y se encogió de hombros.

—Le dije al semielfo que te dejaría un mensaje.

—¿Diciendo…? —espetó Mackid.

—Diciendo que regresaríamos a Haven dentro de una semana, con tu dinero.

El mercenario miró a la mujer de hito en hito.

—Sin duda se te olvidó. —Las palabras rezumaban sarcasmo. Después sonrió a Tanis—. Te lo advertí. No confíes en ella, semielfo.

Tanis se limitó a gruñir mientras miraba a la espadachina con el entrecejo fruncido.

—En fin —añadió Mackid—, el mensaje era innecesario. Voy con vosotros.

—No necesitamos tu ayuda —dijo el semielfo.

Caven Mackid rió de buena gana.

—¿Crees que dejaría que Kitiara se escabullera otra vez? ¿Qué le impide recoger el dinero de la recompensa y largarse dándonos esquinazo a los dos? —Tiró de las riendas del caballo y lo guió entre
Intrépido
y
Obsidiana,
que se apartaron. Wode, que parecía aburrido, tomó posiciones en la retaguardia—. En marcha —dijo Mackid.

Al parecer, no pensaba cambiar de opinión. Los cuatro cabalgaron en silencio, intercambiando algunas palabras sólo cuando el semental de Caven mordisqueaba a los otros caballos si se acercaban demasiado a él.

—¿Dónde conseguiste semejante bestia? —preguntó Tanis por último.

—En Mithas.

Mithas, una isla situada al otro lado del Mar Sangriento, era el hogar de los minotauros, unos seres medio hombres, medio toros, notables por su ferocidad en la batalla y su predisposición a combatir por dinero.

Caven esbozó una mueca y respondió a la pregunta sobreentendida del semielfo.

—Gané a
Maléfico
en una partida de dados, a su anterior amo, un minotauro. —Mackid echó la cabeza atrás y soltó una carcajada—. ¡Como si alguien pudiese ser el amo de
Maléfico!
Apenas me tolera a mí, y eso sólo porque sabe que soy tan terco y tan malintencionado como él.

Los minotauros tenían fama de matar a los forasteros. El hombre había demostrado un gran valor al correr el riesgo de desafiar a uno de ellos, aunque sólo fuera en algo en apariencia tan inocente como un juego de dados. Caven señaló con un gesto a
Intrépido.

—¿Dónde conseguiste ese… caballito de feria, semielfo?

Tanis sintió bullir en su interior una cólera ardiente.
Intrépido
lo había acompañado en docenas de aventuras arriesgadas, arrostrando toda clase de peligros, desde salteadores de caminos a goblins. Y, si también era lo bastante afable como para encomendarle niños, ¿qué?

Pero los cuatro tenían que mantener cierta concordia entre ellos si querían dar caza al ettin. En consecuencia, Tanis no replicó a la pulla de Caven y se limitó a azuzar a
Intrépido
en los ijares para que reanudara la marcha con su trote irregular, que pasaba por el medio galope del brioso semental, y se colocó a la cabeza.

Estaban allí para encontrar a un ettin.

8

El portento

—Dreena.

Kai-lid se debatió en el filo entre el sueño y la vigilia. La voz que hablaba era fantasmagórica, como si perteneciera a un mundo sobrenatural.

—Dreena.

Conocía la voz, u otra semejante. La había oído siendo una chiquilla de grandes ojos que aprendía sencillos conjuros, sentada en el regazo de su madre. Pero la madre de Kai-lid había muerto.

Sin embargo, la voz persistía. Kai-lid abrió los ojos a una oscuridad total. Se incorporó a medias en el jergón de la cueva y se esforzó por penetrar las tinieblas que la rodeaban; podía percibir algo grande y de sangre caliente moviéndose cerca de ella, pero sin llegar a tocarla. Era un ser mágico, aunque no del todo. Kai-lid movió los labios para iniciar un conjuro luminoso, pero, entonces, la voz se le adelantó.

—Shirak.

Una luz plateada se derramó sobre Kai-lid y la criatura cuya cabeza rozaba el techo de la cueva. La hechicera se quedó boquiabierta.

Era un unicornio.

La luz blanca bañaba la plateada piel de la imponente criatura. El unicornio era alto, con músculos bien definidos, y sus inteligentes ojos eran del color blanco azulado del hielo. Pero su voz era dulce.

—Hola, querida Dreena.

Kai-lid estaba segura de haber oído antes aquel suave tono susurrante.

—¿Mamá? —Hizo la pregunta con la voz temblorosa de una Dreena ten Valdane de cinco años, no con el timbre grave de la mujer adulta que había huido de su padre y adoptado el nombre de Kai-lid.

Kai-lid-Dreena recordaba vagamente a la triste mujer que la había cuidado en su infancia y que después había desaparecido… Muerta al dar a luz prematuramente a un varón, según la versión de los cortesanos de su padre. Desde mucho tiempo antes de su muerte, aquella mujer había llorado de dolor y tristeza.

Corría el rumor de que Valdane había ordenado a su mago acabar con la vida de su esposa mediante ciertas complicaciones posteriores a un segundo embarazo. Valdane había convocado un funeral público, durante el cual el ataúd estuvo cerrado; esta circunstancia dio pie a más habladurías. La gente creía que la madre de Dreena había huido una noche, y que un caballo plateado, tan veloz como el viento, la esperaba en el bosque, fuera del castillo.

—¿Mamá? —repitió Kai-lid.

El unicornio inclinó la cabeza y tocó el suelo con la punta del cuerno, frente a Kai-lid.

—Si te ayuda pensar que soy tu madre, que así sea, Dreena.

—Pero ¿lo eres?

El unicornio no respondió, y, cuando Kai-lid preguntó otra vez, se limitó a decir:

—No tenemos mucho tiempo. Hay problemas, Dreena.

—Vine aquí porque mi madre creció en las cercanías —insistió Kai-lid—. Mi padre se casó con ella durante un viaje, cuando era un hombre joven.

—Lo sé. Pero no puedes esconderte, ni aquí ni en ninguna otra parte, durante más tiempo —dijo el unicornio—. Tu padre se ha refugiado en el Muro de Hielo, y está reuniendo un ejército.

—Sin duda, no puede representar una amenaza para mí, estando a tanta distancia —protestó Kai-lid.

—Él y el mago disponen de un poderoso artefacto —continuó el susurro, con un efecto casi hipnótico sobre la joven.

Kai-lid se estremeció y se arrebujó más en la túnica.

—Janusz piensa que estoy muerta. No se le ocurrirá utilizar sus poderes mágicos para buscarme. Aquí estoy a salvo y no deseo marcharme.

—Lo sé. —El unicornio empezó a retroceder hacia la boca de la cueva—. Pero no queda mucho tiempo.

—¡Aguarda! ¿Qué he de hacer? —gritó Kai-lid.

En lugar de responderle de forma directa, la plateada criatura se detuvo a la entrada de la cueva y susurró:

—Recuerda esto, Dreena. Te servirá de ayuda.

—Pero…

El unicornio empezó a cantar:

Los tres amantes, la doncella hechicera,

el de alas, con un corazón leal,

los muertos vivientes del Bosque Oscuro,

la visión reflejada en una bola de cristal.

Con el robo del diamante, el mal desatado.

Venganza saboreada, el corazón de hielo

busca su imagen para entronizarla,

emparejado por espada y calor del fuego,

ascuas nacidas de pedernal y acero.

Con la luz de la joya, el mal proyectado.

Los tres amantes, la doncella hechicera,

el vínculo de amor filial envilecido,

infames legiones resurgidas, de sangre manan ríos,

muertes congeladas en nevadas tierras baldías.

Con el poder de la gema, el mal vencido.

Mientras el último verso resonaba en el aire nocturno, la luz que envolvía al unicornio empezó a apagarse. La criatura volvió grupas para dirigirse al Bosque Oscuro.

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