—Puedo daros agua, pero no me sobra nada de comida —dijo la mujer con nerviosismo mientras eludía los ojos de Kitiara.
—¿Ni siquiera pan? —insistió la mercenaria—. Huele a levadura.
—Tenemos…, teníamos… —La mujer respiró hondo y lo intentó de nuevo—. Jarlburg… —De repente, su valor se vino abajo; apretó la labor contra los temblorosos labios y señaló con el ganchillo la puerta abierta del edificio marrón—. Jarlburg ha muerto también. Acabo de descubrirlo. —El llanto acudió a sus ojos—. Todos están muriendo, uno tras otro.
—¿Qué quieres decir con eso? —Kitiara tiró de las riendas, haciendo que
Obsidiana
reculara un paso—. ¿Qué es? ¿La peste? —Se le había puesto la piel de gallina. Era capaz de enfrentarse con cualquier enemigo vivo, pero ¿una plaga? Nadie en todo Krynn sabía qué causaba la epidemia, aunque algunos decían que los clérigos y sanadores que habían servido a los antiguos dioses, antes del Cataclismo, podían curar esa enfermedad. En la actualidad, los predicadores de las nuevas religiones afirmaban que quienes caían bajo el azote de la peste se habían labrado su propio destino al carecer de moralidad.
—No, no es la peste —contestó la mujer—. La gente… desaparece, sin más. Creo que van al pantano. —Señaló hacia el este con la delgada mano que apenas podía sostener el ganchillo.
—¿Alguna señal de lucha? —preguntó Kitiara.
La campesina sacudió la cabeza en un gesto de negación; de repente pareció comprender que los forasteros no eran parte de la fuerza responsable de lo que quiera que estuviera azotando Meddow. Se aventuró a salir de la casa. Siguió tejiendo, sin mirar la labor; su nerviosa cháchara mantenía el mismo ritmo frenético del ganchillo de madera.
—Encontramos abiertas sus puertas por la mañana, y ellos ya no están —dijo llorosa—. Sé que todos están muertos: Berk, Duster, Brown, Johon, Marón y Keat hasta ayer. ¡Y ahora Jarlburg! Sólo quedamos tres hombres, seis mujeres y más de una docena de niños. ¿Qué harán nuestros hijitos si todos los padres desaparecemos? —Empezó a sollozar y a secarse las lágrimas con el trozo de lana tejida. Alzó los ojos húmedos hacia Kitiara—. Tienes aspecto de ser soldado. ¿No podríais ayudarnos tú y tu amigo?
—¿Cuánto pagaríais? —preguntó la mercenaria tras considerar el asunto un momento.
—¿Pagar? —La mujer retrocedió un paso; la voz le temblaba—. No tenemos dinero.
—Entonces, lo siento —anunció secamente Kitiara—. Mi compañero y yo tenemos asuntos urgentes de los que ocuparnos en Solace. No podemos retrasarnos. —Hizo que
Obsidiana
volviera grupas y enfiló hacia la confitería de Jarlburg. A sus espaldas, la mujer prorrumpió en sollozos de nuevo.
—¡Espera! —llamó—. Puedo darte esto. —Levantó la pieza de jersey—. Lo terminaré pronto. Quizá tienes una hija o un hijo al que le venga bien.
—¡Los dioses me libren! —respondió Kitiara, soltando una breve risa—. ¡Es lo único que me faltaba! Tengo que reunirme con mi compañero para ponernos en marcha. Esperamos llegar a Haven antes de que oscurezca.
Las manos de la mujer dejaron de tejer, bajaron temblorosas sobre el mandil y se entrelazaron. Mientras Kitiara daba media vuelta, la expresión suplicante de la campesina desapareció.
—Hay un atajo —indicó a la mercenaria—. Seguid el camino que pasa por detrás de la tienda de Jarlburg e id hacia el este. Enseguida llegaréis a una bifurcación, en el peñasco de cuarzo rosa. El ramal de la izquierda serpentea un poco, pero os llevará a Haven.
—¿Y el de la derecha? —preguntó Kitiara antes de cruzar el porche de la confitería.
—Va directamente al pantano. Tened cuidado.
La mercenaria le dio las gracias y entró en el edificio marrón. La campesina se volvió hacia su choza.
—O, quizás es al contrario —musitó la mujer con su sonrisa desganada—. No lo recuerdo.
* * *
A pesar de estar la puerta abierta, la confitería de Jarlburg estaba mal ventilada y dentro hacía calor. Un hilillo de sudor resbaló por la espalda de Kitiara. Se percibía olor a canela, jengibre, clavo, y algo dulce, como pétalos de flor. Kit oyó a Tanis moviéndose en la trastienda, que era una amplia cocina con un horno de ladrillos a un extremo y una mesa grande de madera que dominaba el centro de la habitación. Debajo del tablero había un saco y medio de harina de trigo.
Tanis se encontraba cerca de una puerta, dividida en dos hojas horizontales, que daba al callejón. La mitad inferior estaba cerrada, pero la de arriba estaba abierta.
—Desde aquí se huele el pantano —comentó el semielfo, que añadió a continuación—: La tienda está desierta, pero es evidente que alguien estaba haciendo pan recientemente.
—Algo está atacando al pueblo. Ocurre por las noches. Me lo contó una aldeana. —Kitiara relató la historia de la campesina, omitiendo la inútil petición de ayuda—. Deberíamos coger algunas provisiones y ponernos en marcha.
Cuatro sacos de tela blanqueada cubrían unas cuantas bandejas; entre ellas, una que estaba en la estantería cercana a Kitiara, a la altura de su codo. La mercenaria levantó el lienzo y vio una docena de bizcochos escarchados. Cortó uno y ensartó el pedazo con la punta de su daga; lo probó.
—Mmmmmn. Lleva relleno de caquis. ¿Quieres un poco? —dijo, antes de tragar el bocado.
Tanis sacaba una moneda de una bolsa que colgaba de su cinturón; el pago por las provisiones, sin duda. Miró en derredor y después la puso sobre un mostrador, cuya superficie tenía marcas de cuchillo.
—Alguien la encontrará ahí. Dime, ¿cómo puedes comer en este sitio? —inquirió—. Probablemente el dueño yace muerto en algún rincón del pantano.
Kitiara terminó el dulce en tres mordiscos, se chupó los dedos, y cogió otro bizcocho.
—Si dejara de comer cada vez que las circunstancias no son las más indicadas, me moriría de hambre, semielfo. Y mi rendimiento como espadachina no sería bueno si estuviese debilitada por falta de alimento. —Se limpió las manos en la faldilla de cuero—. ¿Has visto algo de pan? Mira debajo del paño que cubre esa bandeja, la que está junto a la puerta.
Tanis no se movió ni pronunció una palabra.
—¿Tienes escrúpulos? —espetó Kitiara—. Dudo que el viejo Jarlburg le importe si nos llevamos parte de su mercancía. ¿De qué le sirven ahora unos pocos bizcochos?
Tanis siguió guardando silencio. Kitiara enfundó la daga, vació la bandeja de bizcochos en uno de los paños blancos, y lo ató con un nudo.
—Éstos nos vendrán bien más tarde —comentó.
—¿No sientes siquiera un poco de curiosidad por saber lo que ha pasado con ellos? —preguntó Tanis.
—Mientras no sea yo quien corre peligro, no tengo curiosidad. —Tanis la observaba con actitud desapasionada y una expresión indescifrable—. ¿Qué pasa? —inquirió.
—Estoy intentando determinar algo —respondió el semielfo suavemente mientras se volvía a mirar el callejón.
—¿Qué?
—Si eres inhumana o típicamente humana.
Tanis salió al callejón, dejando a Kitiara inmóvil en mitad de la cocina, con una mano cerrada en torno a una hogaza de pan de centeno, y la otra sosteniendo el envoltorio lleno de bizcochos. La mercenaria lo siguió con la mirada; ardía en cólera.
«Maldito hombre —pensó—. Y maldita su arrogante sangre elfa.»
* * *
Tanis no habló con Kitiara mientras partían de Meddow. Ella señaló el atajo sobre el que le había hablado la campesina, y, cuando llegaron a la bifurcación al cabo de varios minutos, apuntó en silencio el ramal de la izquierda. Azuzaron a los caballos para que iniciaran un trote vivo mientras las sombras del anochecer se cerraban sobre ellos.
Poco después el sendero se tornaba esponjoso, y los cascos de los caballos empezaron a hacer ruidos succionadores al sacarlos de la rezumante turba.
—Este no puede ser el sendero correcto —dijo Tanis, volviendo la cabeza para mirar a Kitiara, ya que iba delante.
—La mujer dijo que el camino de la izquierda serpenteaba un poco —espetó la espadachina—. Y éste es el ramal de la izquierda, maldita sea. Apresúrate. Se está haciendo de noche.
—Cómo será, entonces, el de la derecha —rezongó el semielfo.
La vegetación cambió a medida que avanzaban por el sendero. Los árboles se doblaban bajo el peso de festones de musgo verde grisáceo, que semejaban los cabellos de un cadáver momificado. Hierbas extrañas de color rojo, que llegaban a la altura de los hombros, crecían al borde de la senda; nubes de pequeños insectos flotaban sobre las puntas. Kitiara rozó una con la mano y la apartó bruscamente, al tiempo que gritaba.
—¡Me ha mordido!
Tanis tiró de las riendas de
Intrépido y
se inclinó para examinarle la mano.
—¿Han sido los insectos o la planta? —preguntó. La sangre le brotaba de dos pequeños cortes en la yema del pulgar—. Parecen marcas de dientes —susurró.
—No seas ridículo —barbotó Kitiara, imponiéndose de nuevo su mal genio—. ¿Desde cuándo muerden las plantas?
—Cosas más raras ocurren —repuso el semielfo, pensativo.
Ella retiró la mano con un brusco tirón.
—Estás intentando asustarme, semielfo. Vamos, reanudemos la marcha. —Hizo que
Obsidiana
adelantara al caballo castaño y se puso a la cabeza. Tanis la siguió despacio.
El sendero se estrechó; las plantas rojas se apretujaban a los lados hasta que llegó un momento en que Tanis y Kitiara apenas veían lo que había a derecha o izquierda. Sólo había espacio suficiente para que los caballos avanzaran en fila. El olor a vegetación descompuesta se hizo más intenso, al igual que el zumbido de los insectos. En cierto momento, algo púrpura, del tamaño del casco de un caballo, cruzó corriendo el sendero a los pies de
Obsidiana,
arrastrando un pequeño pájaro que todavía aleteaba. La yegua se espantó, y Kitiara tuvo que emplearse a fondo para dominar a su asustada montura. Cuando, por fin,
Obsidiana
se calmó, la espadachina gritó furiosa:
—¿Qué infiernos era eso?
—Una araña de pantano —contestó Tanis, lacónico—. Venenosa.
A medida que anochecía, hordas de mosquitos se lanzaron sobre los viajeros. Tanis desenrolló la manta de dormir y se la echó sobre la cabeza para resguardarse de los agresivos insectos. Kitiara hizo otro tanto.
—No roces las plantas —aconsejó el semielfo. Kitiara rezongó algo, pero mantuvo a
Obsidiana
en el centro del sendero.
Inesperadamente, Tanis desmontó, cogió una piedra y la arrojó contra las rojizas hierbas. Se escuchó un chapoteo.
—¿Seguro que el sendero de la izquierda lleva a Haven? —insistió.
—Eso es lo que dijo la mujer. —Kitiara se detuvo y miró en derredor. Sus ojos fueron del musgo colgante a las altas hierbas y por fin al camino—. Eso fue lo que dijo.
Las plantas se apretaban compactas a los lados. Apenas había luz cuando oyeron el chapoteo de algo grande a la izquierda; los murciélagos volaban en círculo sobre sus cabezas, dándose un banquete con las miríadas de mosquitos. Un zumbido, como el sonido producido por miles de insectos, resonaba sobre toda la ciénaga.
—¿Alguna vez has combatido en un pantano? —preguntó Tanis en voz queda. Haciendo caso omiso de los mosquitos, dejó que la manta resbalara sobre sus hombros y tendió la mano hacia su espada.
—No. ¿Y tú?
—Una vez. Con Flint.
Sin mediar palabra, ambos habían adoptado un tono indiferente, coloquial.
—¿Qué criaturas habitan aquí? —inquirió Kitiara.
—¿Has oído hablar de los jarak-sinn?
La mercenaria negó con la cabeza.
—Son una raza de hombres lagartos, y su veneno es mortal —explicó Tanis. Con la noche cerrándose a su alrededor, parecía más apropiado hablar en susurros—. Y, por supuesto, también hay ogros; te los encuentras por todas partes. Y los cúmulos oscilantes; tienen el aspecto de un montón de hojas descompuestas… hasta que se levantan y te envuelven. Luego están los caimanes de pantano; Flint y yo luchamos contra esos animales. Al final de la cola tienen una espina que descarga veneno; intentan paralizarte y luego arrastrarte bajo el agua para ahogarte.
Tanis no mencionó que el irascible enano había estado a punto de perder la vida en aquel encuentro, y que sólo gracias a las dosis generosas de ciertas hierbas qualinestis, que contrarrestaban los efectos del veneno, logró sobrevivir. Kitiara retiró la manta que le cubría la cabeza y desenvainó su espada. Tanis ya llevaba la suya desenfundada.
—Así que estamos en el pantano. ¿Seguimos adelante o retrocedemos? —preguntó la mercenaria.
—Aunque quisiéramos, los caballos no podrían volver grupas en este sendero tan estrecho —contestó el semielfo, tras echar un vistazo a las densas hierbas escarlatas—. Sigamos, Kit, pero mantente alerta.
Avanzaron más despacio, aguzando los oídos cada vez que sonaba algún chapoteo o burbujeo en la ciénaga. El hedor a plantas y animales descompuestos se acentuó. Solinari había salido y bañaba a los viajeros en su luz plateada.
Entonces, de repente, lo que parecían
dos
lunas argénteas aparecieron suspendidas en el cielo.
—¡Mira, semielfo! —gritó Kitiara, señalando a lo alto—. ¡Una luz! ¡El camino llevaba a Haven, después de todo!
Haciendo caso omiso del grito consternado de Tanis, la mujer espoleó a
Obsidiana
en los ijares y cabalgó al frente con despreocupación. El semielfo no tuvo más remedio que azuzar a
Intrépido
para que saliera a galope.
—¡Kitiara, espera! —gritó—. ¡Es un fuego fatuo!
La espadachina siguió galopando como si no lo hubiese oído.
El sendero se ensanchó y giró a la derecha, para bordear un estanque negro. Solinari brillaba en lo alto, y su luz otorgaba un fulgor sobrenatural al musgo esfagnáceo de los árboles que rodeaban a los viajeros. Tanis se situó junto a la mercenaria y consiguió sujetar las riendas de
Obsidiana.
Kitiara se volvió hacia él; primero, el desconcierto se plasmó en su semblante, y después dio paso a la comprensión.
—¿Un fuego fatuo? —preguntó.
El segundo orbe flotaba más abajo, al otro lado de la charca; tenía un metro de diámetro y su luz pulsante variaba del blanco a un verde pálido, luego violeta, y después azul.
—Sí, pero un fuego fatuo inteligente. También se lo llama quimera —explicó Tanis, que llevaba todavía desenvainada la espada—. Atrae a sus víctimas enmascarándose en la forma de fanales y confundiendo a la gente hasta que se pierde en las arenas movedizas.