Como el Conde no había de desafiar y matar a todo Madrid, particularmente a las mujeres, la historia de sus amores con doña Beatriz, imaginada o real, pero bordada y comentada por todos estilos, circuló por tertulias, cafés, casinos y teatros.
La reputación de doña Beatriz quedó así más lastimada que el cuerpo de Arturo, de resultas del lance que tuvo con él el caballeroso Conde de Alhedin, inhábil, por la persuasión y por la violencia, para convencer a nadie de su platonismo.
Entre las muchísimas faltas que me ponen los críticos, nada me aflige tanto como que me acusen de pintar siempre mujeres algo levantiscas y desaforadas. ¿Con quién se trata el autor?, dicen. ¿No ha conocido sino mujeres livianas? ¿Por qué no nos presenta en sus historias a las honradas y puras, a las que cumplen siempre con su deber, a las que pueden y deben servir de modelo? Este auto, añaden, odia a las mujeres o tiene malísima opinión de ellas.
En contra de tan injusta acusación me toca decir que ni Clara ni Lucía, en
El Comendador Mendoza
, ni menos aún Irene, en
El Doctor Faustino
, carecen de todas aquellas prendas y requisitos que pueden y deben hacer de la mujer una criatura angelical. No negaré, en cambio, que doña Blanca había pecado, y que la ferocidad de su penitencia era peor que el pecado mismo: que Pepita Jiménez fue demasiado coqueta y más apasionada de lo razonable, y que una vez enamorada no sabía contenerse, y se disparaba como una pistola al pelo; que María, la inmortal amiga, se abandonó a su pasión, como si no hubiese tenido libre albedrío, como si hubiese sido impulsada por una fuerza irresistible; que Constancita era interesada, calculadora y caprichosa, y que Rosita no reconocía más ley divina o humana que la de su antojo; pero en todas estas mujeres (nadie sostendrá lo contrario) se advierten en medio de sus mayores extravíos tal anhelo de infinito amor, tan dulce ternura y tan fervoroso ahínco de hacer el papel de salvadoras y de redentoras, de proporcionar la bienaventuranza o un asomo de bienaventuranza para el hombre querido, aun a costa de la propia condenación, que las perdonamos sin esfuerzo y nos parecen simpáticas.
Por otra parte, lo tengo que repetir aquí, aunque peque de cansado; de una virtud completa no se puede sacar acción que interese y que tenga algo dramático, a no imaginar monstruos horrendos, perseguidores de dicha virtud.
Como también me acusan, y sin duda con más motivo, de pobreza de imaginación, no debe de extrañarse que yo no haya tenido hasta ahora el suficiente brío para inventar esos monstruos.
Importa, por último, tener en cuenta que, en estas historias profanas que llaman novelas, no conviene que sean los personajes como alegorías de virtudes o de vicios, sino que se tomen de la vida real, donde por lo común se advierte en ellos cierta mezcla de buenas y de malas cualidades, de vicios y de virtudes, de arranques sublimes y de flaquezas lastimosas, que es lo que constituye la verdad de los caracteres y lo que da a los personajes fingidos, si el estilo del autor es poderoso para tanto, más viva y persistente realidad que a los personajes históricos.
En una narración poética, que tal es cualquiera novela, aunque en prosa esté escrita, una mujer inmaculada, una santa, un ángel, no puede mezclarse en la acción sino a costa de los otros personajes; lo mejor es que aparezca, sin llegar con el extremo de su vestidura al lodo de la tierra, y acabe por esfumarse en el éter o por subir al empíreo. Sus pies apenas si deben tocar al suelo.
En suma, sea como sea de todo lo dicho, pues no aspiro a dar reglas estéticas para escribir novelas, es lo cierto que yo, no porque opine mal de las mujeres, sino por falta de imaginación y por el infortunio de no haber hallado con frecuencia a santas (ni a santos tampoco) en este mundo sublunar, me he de permitir introducir en esta historia, verdadera y sencilla, un nuevo personaje, mujer también, que dista, más que ninguna otra de mis heroínas, de ser un dechado de perfección; pero que interviene poderosamente en los sucesos que debo referir.
Esta mujer es una Marquesa. Su título no es menester decirle. La llamaremos por su nombre de bautismo, como si tuviésemos con ella la mayor intimidad. La llamaremos Elisa.
Hacía cerca de tres años que se había quedado viuda. No llegaba aún a los treinta de edad. No tenía hijos. Era riquísima y muy elegante. Ni sus más acérrimas enemigas negaban que era discreta, ingeniosa, divertida y alegre. Ni sus más decididos adoradores se atrevían a llamarla hermosa, ni sus detractores se propasaban jamás a calificarla de fea. Todos, por unanimidad, la declaraban
distinguida
en grado eminente. Pero ¿en qué y por qué se distinguía? No era ni muy alta ni muy baja; ni muy blanca ni muy morena; ni pelinegra ni rubia. En ninguna de sus facciones había nada de extraordinario ni de marcado. Su nariz no era ni larga ni chata; ni muy regular ni muy irregular; su boca no era ni grande ni chica; contra sus dientes no podía lanzar nadie un epigrama, pero tampoco, sin hipérbole, podía compararlos con las perlas. En resolución, desmenuzadas y analizadas todas las visibles y corporales prendas de Elisa, como, por ejemplo, manos, talle, pies, brazos, garganta y frente, nada había que llamase la atención ni por bueno ni por malo. La simétrica disposición o el orden de todas estas partes nada tenía tampoco de singular. Lo singular de Elisa estaba en el conjunto, pero de un modo extraño. La expresión de su fisonomía era sin duda lo que la hacía notable: lo que, más que notable, la hacía inolvidable para quien la había visto una vez sola.
Se diría que su aparición tenía para todas las almas una fuerza semejante a la de la prensa que estampa en el bronce o en el oro, con indeleble y firme dibujo, la imagen que lleva en sí el troquel. Y Elisa además hacía de suerte que, cediendo a todas las exigencias de la moda voluble, adoptando todas sus mudanzas en vestido y peinado, conservaba siempre inalterable, inmutable, la traza material de su persona, como la figura que en el troquel de acero está grabada. El tiempo mismo parecía haberse parado para ella desde hacía ocho años. Al menos, se requería contemplar a Elisa muy de cerca a fin de advertir sobre su rostro alguna levísima huella del tiempo que había pasado.
Contábanse tales prodigios acerca del poder seductor de Elisa, que hasta los hombres más fatuos y más preciados de invulnerables temían enamorarse si llegaban a tratarla mucho. Se suponía que había inspirado pasiones frenéticas, tercas, profundas y duraderas, y que ella, o había permanecido insensible, o había cedido por un instante a una efímera simpatía, a una alucinación momentánea que antes de dominar su corazón se había desvanecido como sueño. Si había levantado algún ídolo en el altar de su mente, le había derrocado en seguida.
El Marqués, marido de Elisa, había sido un señor insignificante y muy
comme il faut
. Su matrimonio, hecho por razón de estado y de hacienda, ni había procedido de amor, ni le había creado después. La completa vanidad, el vacío perfecto de todo cariño, de toda estimación y de toda confianza, desde el día de la boda hasta el día de la muerte, se había ocultado primorosamente bajo las formas corteses de la consideración mutua, del frío respeto y de la más delicada galantería.
Por lo demás, Elisa siempre había pasado por recatada y prudente. No se citaba, durante su matrimonio, un solo triunfo que el amor hubiese alcanzado sobre ella. Había sabido infundir, o sin saberlo ni pretenderlo ella, había infundido esperanzas que no llegaban a cumplirse.
Hasta ya viuda, Elisa no había tratado con frecuencia al Conde de Alhedin.
Verle y desear enamorarle, fue en ella todo uno. Ella era un genio para lo que procederíamos rudamente en llamar coquetería, porque su coquetería era tan sutil, tan aérea y tan refinada, que necesitaba de un nombre más peregrino y más nuevo. Así es que, según lo que yo he llegado a averiguar, por causa de Elisa hubo de introducirse en el dialecto elegante y aristocrático de Madrid el vocablo inglés
flirtation
, que ya empieza a divulgarse y hasta a avillanarse. Hace algunos años era un vocablo que no se pronunciaba sino en los salones más elegantes, y apenas sí se aplicaba a otra mujer que no fuese Elisa.
Elisa empezó, pues, a
flirtear
con el Condesito.
Pronto logró enamorarle un poco; pero no era el Condesito de los que se rinden y se esclavizan con facilidad.
La
flirtation
no deja rastro, ni huella, ni señal de la herida, y puede no obstante penetrar en lo profundo del alma y herirla de muerte. El más esencial primor de la
flirtation
consiste, a lo que me han asegurado, en disparar dardos tan invisibles, que la persona que los dispara pueda darse por desentendida; en augurar favores sin que se atine jamás ni con el fundamento ni con el testimonio del agüero, y en evocar esperanzas en virtud de conjuros tan misteriosos que no los perciba quien los pronuncie. La duda de que una mujer ha hecho algo para alentarnos, debe quedar en pie. Sobre esta duda debe aparecer otra no menos importante, a saber: dado que la mujer haya hecho algo en el mencionado sentido, ¿lo ha hecho con voluntad reflexiva o arrebatada, hubo premeditación o fue todo inspiración inconsciente?
Justo es advertir que esta teoría acerca de la
flirtation
me la ha explicado una señora de mucho talento y muy docta en tales estudios. De lo que yo no respondo, es de que el vocablo inglés tenga el mismo significado por donde quiera. Tal vez
flirtation
y
coquetería
sean en la Gran Bretaña perfectos sinónimos. Pero aquí no tratamos de filología. Importa poco el valor etimológico y genuino de la palabra. Lo que nos importa resolver, es que la palabra
flirtation
, en los salones elegantes de España, tiene ya un valor muy distinto; significa un refinamiento, una alambicamiento de coquetería, y no la coquetería llana y sencilla que por lo común se estila.
Desgraciadamente para nuestra Marquesa, el Conde de Alhedin no era hombre contra quien pudiesen valer artes tan sutiles. El Conde quizá gustaba de reposarse tranquilamente en la duda cuando se trataba de otras materias; pero en negocios de amor, gustaba de salir de la duda cuanto antes.
Los coqueteos de Elisa no tuvieron, pues, el éxito que con otros hombres habían tenido.
El Conde planteó el problema de tal suerte, que fue menester que la incógnita se despejase. Elisa escamoteó, negó todos sus coqueteos, y el Conde se apartó serena y hasta fríamente de su pretensión amorosa. Volvieron los coqueteos; se renovaron las exigencias; ella negó de nuevo, y el Condesito, sin darse por ofendido, desistió por completo de hacer la corte a Elisa. Todo coqueteo ulterior fue trabajo perdido. El Condesito ni siquiera dio a Elisa una satisfacción de amor propio, dejando ver su enojo o exhalando una queja.
El último coqueteo, la última
flirtation
a que el Conde se había mostrado sensible, había sido en París, durante la primavera. En París sobrevino también la firme decisión del Conde de no mostrarse sensible nuevamente. Y el Conde supo cumplir su firme decisión. Conquistas más fáciles le consolaron y distrajeron de aquel ligerísimo contratiempo.
Mil veces más mortificado quedó en esto el orgullo de Elisa que el del Conde. Poco acostumbrada Elisa a que los galanes desistieran tan pronto de pretenderla y se retirasen además con tan glacial reposo, se sintió algo picada, si bien disimuló el pique.
El Condesito y ella quedaron, en apariencia al menos, muy amigos.
Tuvo él que venir a Madrid para negocios, y prometió a Elisa ir a Biarritz a pasar el verano.
Ocurrió, estando en Madrid el Conde, la aparición de doña Beatriz y de Inés en los Jardines del Buen Retiro; el empeño del Conde en conocerlas y tratarlas, y cuanto a la larga hemos ya referido.
El Conde no fue a Biarritz a cumplir su promesa amistosa.
Elisa, al principio, distraída con otros coqueteos, circundada de adoraciones y triunfante como nunca, no echó de menos la falta del Conde. Supuso que sus negocios duraban aún y le retenían en Madrid.
Más tarde, cuando llegó a los oídos de ella que al Conde le retenían en Madrid nuevos amores, Elisa se sintió un tanto cuanto contrariada; pero no bien averiguó que los nuevos amores no eran con ninguna gran señora, con ninguna dama encopetada y célebre, sino con una lugareña, mujer de un escribiente o cosa por el estilo, le entró una terrible gana de reír y de burlarse del Condesito, y olvidó sus brillantes victorias pasadas, considerándole como un infeliz para-poco, que se refugiaba entre las
cursis
, o por no lograr nada en esferas superiores, o por tener ánimo abatido, o gusto estragado, ruin y plebeyo.
Volvió Elisa a Madrid. Vio al Conde en teatros, paseos y tertulias, y halló en él tanta cordialidad y tan amistoso afecto, que tuvo por más cierta que nunca su indiferencia para con ella en punto a los amores. La indiferencia no podía ser afectada o fingida de aquella manera.
Esto empezó a herir la vanidad de Elisa. No nos atrevemos a asegurar que hiriese también alguna otra fibra de su corazón, menos mezquina que aquella que a la vanidad corresponde.
Se apoderó asimismo del ánimo de Elisa la más viva curiosidad de conocer a la mujer del empleadillo, de quien todos afirmaban ya que el Conde andaba enamorado.
Pero doña Beatriz no había penetrado en más salones que en los de la Condesa de San Teódulo; no iba a paseo en coche, por la sencilla razón de que no le tenía, y a misa iba a otras iglesias y a otras horas que las de Elisa.
Sea como sea, se pasaron meses sin que Elisa llegase a ver a doña Beatriz. Bien es verdad que, si Elisa andaba curiosa, andaba también temerosa de verla. Tenía miedo de hallarla hermosa y naturalmente distinguida. Se deleitaba con fingírsela vulgar y ordinaria.
Entre tanto, vino a noticia de Elisa algo que hubo de mortificarla más que nada: el empeño del Conde en hacer creer que sus relaciones con doña Beatriz eran el propio petrarquismo. Fuese esto verdad o mentira, implicaba una consideración, un respeto, una atención tan delicada hacia la mujer del empleadillo, que Elisa se llenaba de ira y hasta de envidia cuando en ello cavilaba. Mientras más esfuerzos hacía por no cavilar, más frecuentes eran las cavilaciones.
Todavía se conformaba Elisa con explicárselo todo por cierta cobardía, desidia o pobreza de espíritu, que retraía al Conde de lo difícil y le inclinaba a lo fácil; que le inducía a apartarse de los caminos ásperos y de escarpada subida para seguir los senderos trillados y llanos. Lo que no podía sufrir con paciencia era que el Conde se complaciese y aun se gloriase de ir subiendo por mayores asperezas y de estar luchando con dificultades más rudas que las que ella le había excitado en balde a subir y a vencer.