Lastimoso, abominable es que las gentes piensen así; pero ello es que así piensan. Lo que es en la tertulia de Rosita, todos eran bastante cultos y hasta refinados para no desdeñar la parte mística del amor, y ninguno era bastante metafísico para conceder a esta parte mística un carácter
sustantivo
, como dicen ahora los filósofos. Del misticismo, por mucho que le pusiese en prensa allá en la mente, no sacaba ningún tertuliano el amor, sino un adjetivo, un epíteto, un atributo del amor. Amor con misticismo era para el más espiritualista de los tertulianos como miel sobre hojuelas; pero con una diferencia, a saber: que si en las hojuelas con miel quitamos las hojuelas, la miel subsiste, mientras que en el amor con misticismo, si se quita el amor… la del humo.
Con este modo de mirar las cosas no es extraño que todos tuviesen por pretensión exorbitante y por capricho absurdo el afán del Condesito en querer pasar por un amigo devoto o por un adorador petrarquista de doña Beatriz.
Alguna disculpa había, fuerza es confesarlo, para tan bellaca incredulidad. Los antecedentes del Conde y su carácter y posición militaban en contra de lo que deseaba; no se avenían con el papel que anhelaba representar.
El Conde de Alhedin tenía fama de conquistador punto menos que irresistible. Y por otra parte, nadie dejaba de notar que los adoradores perpetuos, los amantes de eterno suspiro han sido siempre de abajo arriba, y no al revés. Jamás el rey se enamoró platónicamente de la pastora, ni el rico de la pobre, ni el duque de la costurera. Lo general es que en este linaje de amores vea siempre el amante a su amada como en andas, como sobre un altar, o allá en el cielo, muerta ya, como Dante la veía. De esta suerte han suspirado los trovadores de humilde cuna y de bolsa vacía por la gran señora feudal que los recibió benigna en su castillo; los cortesanos por alguna linda reina de las que ha habido virtuosas y ariscas, aunque aficionadas a que suspiren por ellas; y muchos Gerineldos de mayor o menor jerarquía, por la hermosa dama a quien sirvieron. Todos estos casos de amor platónico son verosímiles. Lo es también el de algún colegial o novicio que viene de provincia a la capital, y cae bajo el poder de cualquiera
lionne
experimentada, curtida, deseosa de adoración, y que se aparece como divinidad a los ojos del inexperto y tímido mancebo.
Lo que no era verosímil, lo que no cabía en la cabeza de nadie era que el dichoso, que el hastiado, que el rico y noble Conde de Alhedin, delicia de la corte, suspirase, no por emperatriz, reina o gran duquesa siquiera, sino por una muchacha oscura, pedestre, venida de un lugar y casada con un casi escribiente feo y viejo.
El Conde, sin embargo, se empeñaba en que esto se había de creer, o más bien algo más extraordinario aún. Ni el suspiro en balde quería él que se creyese. El Conde no suspiraba, porque no se suspira por lo inasequible; no anhelaba, porque no se anhela lo que no se puede alcanzar; y no deseaba, porque el deseo presupone esperanza, por remota y leve que sea. El suspiro, además, el anhelo y el deseo, aunque nunca se logren, implican algo de ofensivo para la mujer deseada: son la infracción de un mandamiento cuando esa mujer es de otro. Y con doña Beatriz (tal era el respeto y consideración que quería se le tuviese) el Conde se enojaba de que alguien pudiera imaginar que él se atrevía a desearla.
El Conde quería, pues, aparecer como amigo finísimo, como admirador constante, y como el que se deleita en hablar, en ver, en comunicar pensamientos, sin el menor interés ni propósito que no sea limpio como el cristal y el oro. Para esto no había necesidad de disimular que hablaba largos ratos al oído con doña Beatriz. No era el secreto a fin de ocultar lo pecaminoso, sino a fin de no contaminar lo santo. No era el misterio en que se envuelve el delincuente con respecto a las personas honradas, sino el misterio del iniciado con relación al profano vulgo.
Por desgracia, el profano vulgo no se conformaba con creer en la santidad del misterio, y se le explicaba de un modo harto poco edificante.
Casi todas las noches doña Beatriz y el Condesito tenían un dúo larguísimo, inaudito para todos, salvo para ellos.
Delante de D. Braulio tenía lugar el dúo misterioso lo mismo que cuando D. Braulio estaba ausente. Ni ellos se recataban, ni D. Braulio se inquietaba. Se diría que los tres vivían convencidos por igual de la inmaculada inocencia de todo aquello, si bien se diría asimismo que la convicción se había consumido por completo en ellos tres, no quedando nada para el resto del mundo.
Todos los tertulianos murmuraban por lo bajo de la impostura y de la desvergüenza, que por tal la tomaban, del Conde, de doña Beatriz y hasta del excelente D. Braulio, en quien, merced a la fama que iba adquiriendo de pasarse de listo, no había persona que supusiese candidez e ignorancia, sino notorio y ruin disimulo.
Quien más extremaba y propagaba esta mala opinión era Arturo, el poeta. En sus versos era casi siempre religioso y moral; ya ascético, ya místico sin mezcla de molinosismo; pero en prosa, como si ya en los versos hubiese gastado toda la poesía de su alma, era de lo más prosaico y
realista
que puede imaginarse. De esta disonancia entre su palabra rítmica y su palabra desatada del ritmo resultaba una extraña contradicción. El metro y los consonantes parecían el imperativo categórico de su conciencia. Recitaba sus poesías, y los oyentes se inclinaban a considerarle como a un santo padre, doctor iluminado y bendito siervo de Dios. Hablaba sin número y sin rima, y daba miedo oírle; era un desenfrenado galopín, sin creencias y sin respeto a cosa alguna.
La noche que siguió a la mañana en que tuvo lugar la conferencia entre el Conde y su madre, el Conde, por lo mismo que estaba de mal humor, se mezcló poquísimo en la conversación general de la tertulia de Rosita. Habló cuatro palabras con ella; habló un momento con Inesita, que también estaba allí; saludó a los tertulianos, y se fue a hacer su aparte con doña Beatriz, el cual fue más prolongado y en apariencia más íntimo que nunca.
Aquella noche vino D. Braulio y vio el aparte con la serenidad de costumbre.
La tertulia duraba de ordinario hasta cerca de las dos; pero D. Braulio y sus damas solían irse antes de la una. Así lo hicieron aquella noche.
El Conde de Alhedin, aunque no tenía gana de más tertulia, no se atrevió a irse cuando se fue doña Beatriz, ni inmediatamente después. Se quedó, entrando en el corro general de los que estaban allí hasta última hora.
No hablaba el Conde, sin embargo, porque estaba ensimismado e imaginativo.
El poeta, por lo regular, era quien hacía el mayor gasto de palabras, cuando no hablaba el Conde. Aquella noche el poeta estaba en vena. Charlaba mucho, decía mil jocosidades, se las reían, y él era de los que se embriagaban con hablar y con ser aplaudidos, más que bebiendo vinos y licores. Arturo, quizás sin haber llevado una copa a sus labios, estaba borracho.
Viendo, pues, al Conde silencioso, empezó a estimularle para que hablara, lanzando algunas mal encubiertas pullas sobre las pasiones meramente espirituales; sobre lo felices y tranquilos que deben de vivir los maridos cuyas mujeres tales pasiones inspiran, y sobre los coloquios semi-divinos que deben de tener los que así aman.
—Dios —decía el poeta—, les desanuda la lengua y les infunde por fuerza un idioma más rico y perfecto que todos los conocidos entre los míseros mortales. Los primores que tienen ellos que decirse no hallan adecuada expresión en esta jerga en que nosotros nos entendemos. ¿Cómo es posible que con el habla misma con que pedimos nosotros de comer, de beber y otros menesteres mecánicos, se pida lo que tales amantes pedirán y obtendrán? Hasta la idea de lo que piden y obtienen apenas se percibe por los profanos sino de un modo confuso, allá en lo más recóndito y tenebroso del alma; allá en los abismos insondables del sentir con el sentido del espíritu, abstrayéndose de los otros sentidos.
Siempre que Arturo hacía algunas frases pomposas e irónicamente elevadas por el estilo, las terminaba exclamando:
—¿Qué tal? ¿Me explico? ¿Entiendo o no entiendo la metafísica de amor?
El Conde reprimía su disgusto: no se daba por aludido cuando podía, y si decía alguna palabra, era con gravedad, sin seguir la broma.
—Hay multitud de Amores —continuaba el poeta—, hijos todos de las ninfas: Amores terrenales, que son los que nosotros por lo común conocemos; pero hay además un solo y único Amor, hijo de Venus Urania, el cual, según refiere el fabulista Esopo, y después han repetido muchos otros poetas y fabulistas, vive casi siempre en el cielo. Los dioses inmortales no pueden vivir sin él. La presencia de este Amor constituye la bienaventuranza de los dioses. Sin embargo, este Amor es tan bueno y tan piadoso, que, lastimado de la miseria y bajeza de los hombres, pide de vez en cuando licencia a Júpiter para descender a la tierra y traernos consolación y cierto reflejo de la luz de la gloria. Con dificultad concede Júpiter esta licencia: a él y a los demás inmortales les es en extremo penosa la ausencia de Amor; pero cuando concede la licencia, que es de siglo en siglo a lo más, y por breve plazo, Amor desciende entre nosotros, y dejando siempre que sus hermanillos menores le remeden, hiriendo a las almas vulgares, emplea sus flechas de oro en atravesar pocas almas encumbradas y divinas. De estas almas, así heridas, brota entonces un raudal de ideas puras, de sentimientos sobrehumanos y de conceptos cercanos de la perfección, que vienen a ser como faros luminosos colocados de trecho en trecho en la historia, en el oscuro y áspero camino que sigue la humanidad errante. ¡Gran noticia, señores, gran noticia!
La Correspondencia
no la ha publicado aún; pero ténganla ustedes por cierta. Este Amor celeste ha venido recientemente entre nosotros. Por más que se oculte por modestia, hemos llegado a verle. Está lleno de gracia y de verdad. Su gloria nos deslumbra, mas no nos ciega.
Tampoco a esta parodia de la más bella fábula de Esopo ponía el Conde el menor comentario.
El poeta prosiguió más excitado:
—El Amor del cielo va hiriendo, como he dicho, algunas almas
di primo cartello
; pero al cabo, mientras que vive por acá, en la tierra, no anda siempre errante y sin hogar. Elige el alma más noble, más pura y más bella, y allí hace su morada. Esta alma suele ser la de una mujer, con frecuencia, casada. Imagínense ustedes, ¡qué honra, qué distinción para el marido! En el caso presente, en la venida de Amor, en nuestra descreída y viciosa edad de hierro, la mansión de Amor, su cuartel general, como si dijéramos, es el alma de una mujer casada. ¿Estará hueco y ufano su marido?
Ya aquí el Conde no pudo contener y disimular su enojo. Reprimió, no obstante, la lengua, porque en plena tertulia le parecía ridículo y de mal gusto desatarse en injurias contra el procaz Arturo. Sus ojos sólo denotaban su furor. Miraba al poeta como si quisiera devorarle con el fuego de su mirada.
Rosita, por ligereza de carácter, por irreflexión, se había dejado llevar de la charla del poeta y le había reído los chistes. Arturo había estado muy cómico, dando un énfasis chusco a sus expresiones y acompañándolas con el debido manoteo. Pero Rosita volvió en sí, advirtió cuán airado estaba el Conde, y aunque tarde, impuso silencio al poeta.
Cuando los hombres salieron juntos de la tertulia y se vieron en la calle, ya el Conde no acertó a refrenar su enojo. Olvidó todo respeto, echó a rodar toda la prudencia, no previó consecuencia alguna, y llegándose a Arturo le dijo, si en voz baja, no tanto que alguno de los otros tertulianos no le pudiese oír:
—Sábelo para tu gobierno. Ni con fábulas de Esopo, ni con citas de Platón, ni de manera alguna, por indirecta que sea, consentiré en adelante que, estando yo presente, y aun cuando no esté yo presente, pongas en solfa mi amistad con doña Beatriz. Si llego a saber que hablas otra vez de ella; que aludes a ella; que te burlas de su marido, lo sentiré mucho, pero te romperé la crisma.
Pronunció el Conde estas frases con tanta seriedad y energía, que Arturo no pudo escurrirse tomándolas a risa. Era necesario contestar por lo serio. Y para contestar por lo serio, siendo hombre que se respetaba, no le quedó más recurso que contestar como contestó:
—También yo lo sentiré muchísimo —dijo—; pero como me conozco y sé que he de seguir poniendo en solfa tu amistad con doña Beatriz y he de seguir burlándome de la credulidad o socarronería de D. Braulio cada vez que se me antoje, es excusada esa tregua o espera que me concedes. Rompámonos la crisma en el acto, ya que así lo deseas.
Pocas más palabras mediaron entre ambos. De los mismos tertulianos allí presentes eligieron uno y otro los padrinos, quienes arreglaron un duelo a sable para el día siguiente por la mañana.
Los padrinos, como personas de juicio, hicieron esfuerzos extraordinarios para cortar el lance amistosamente, convirtiendo en súplica cortés la amenaza del Conde y en promesa generosa y no arrancada por conminación la del poeta de no hablar mal del Amor del cielo; pero Conde y poeta estaban tan acalorados, que ni el primero se allanaba a hacer el papel de suplicante, ni el segundo, aunque se lo suplicasen de rodillas, decía que se sentía capaz de callarse y de no ser maldiciente y burlón, siempre y cuando estuviese de humor para ello, que era a menudo. No hubo, por consiguiente, más remedio que reñir.
Ya sobre el terreno, percibió el Conde toda la serie de imprudencias que había cometido para llegar a aquel término, en el cual no podía retroceder, y del cual todo éxito era malo. Malo y deslucido si por acaso Arturo, que en la vida había tomado un sable en la mano, le hería o le descalabraba; malo y cruel si él, que iba todos los días a la sala de armas, acuchillaba a su sabor al pobre poeta; y malo y remalo, ora saliese vencedor, ora vencido, porque de todos modos el lance iba a ser contraproducente. El lance era para que no se murmurase de doña Beatriz, y con el lance iba el Conde a lograr que resonase el nombre de ella en las diez mil trompetas de la Fama.
Mas sobre todo esto hubiera importado pensar a tiempo y no entonces. Entonces no quedaba otro arbitrio que darse de sablazos.
Los sablazos se dieron, y como era de prever, los recibió Arturo. Por dicha, ninguna herida fue de cuidado. Un mes de cama bastó al poeta para curarse.
También se cumplió, como no podía menos, la otra previsión. No quedó en Madrid perro ni gato que no hablase del frenético amor del Conde por la mujer de un empleadillo en Hacienda; de su loca pretensión de hacerla respetar como criatura angélica, semi-divina, y fuera del orden y condición que naturalmente se usan; y de su afecto singular hacia el esposo sufrido, de cuyo sufrimiento tenía el Conde el imposible empeño de que nadie se percatase ni se riese.