—¿Y para qué esos trajes? En mi casa… estamos de toda confianza… Puedes ir como estás ahora… menos lujosa aún… y hasta puedes llevarte allí la labor… Ya verás cómo te distraes allí por las noches. Tu hermanita se distraerá también, porque van a casa pollos proporcionados a su edad e irán más cuando sepan que va ella. En cuanto a tu marido… no es un requisito indispensable que te acompañe siempre. Esto sería ridículo por varios motivos; porque haría sospechar que era un celoso desconfiado, lo cual redundaría en menosprecio tuyo; o porque haría presumir que era un hombre incapaz, baldío, que no tenía negocios en que emplearse; pero, en fin, aun cuando tu marido fuera a menudo a mi casa, doy por cierto que, lejos de pesarle, se alegraría. Allí van no pocos sujetos de su posición. Se daría a conocer, ganaría amigos y hablaría de política, de hacienda, de ciencias, de todo, luciendo lo mucho que dicen que sabe… y que hasta lo presente, dicho sea en paz y sin que te enojes, no le ha servido de nada. Tú lo confiesas… no estáis muy lucidos.
—Estamos contentos… y no deseamos más.
—Esa es una virtud… pero infecunda. Cuando no se aspira no se alcanza. Es menester aspirar a todo… Mira tú mi marido… Ya te le presentaré… No vale la vigésima parte de tu D. Braulio. Y sin embargo… ¡cómo sabe ingeniarse!… Es un gerifalte… Yo hablo contigo con el corazón en la mano. Es menester que saquemos a tu marido del limbo en que vive. Tiene elementos… ¿Por qué no ha de aprovecharlos? Para filósofo, menospreciador del mundo y de sus pompas vanas, hubiera hecho mejor en no casarse con un pimpollo como tú.
—¿Qué quieres? ¡Me amaba tanto!
—¡Lástima fuera que no te amase! ¿A quién no infundirás amor? Tú, sin embargo, agradecida…
—No sólo agradecida… enamorada también…
—Conque ¿le amabas mucho?
—Y le amo todavía.
—Su claro talento te sedujo: doble motivo para que le emplee en hacerte feliz, para que se deje de vagas meditaciones y acuda a lo que importa. No sé qué agudo escritor ha comparado al filósofo especulativo con un mulo que da vueltas a una noria, atado a ella por el diablo de la metafísica, sacando agua que no bebe, y sin comer la abundante hierba y lozana hortaliza que por todas partes le rodea. Pues peor es aún cuando el filósofo o el mulo, siguiendo la pícara comparación, tiene una compañera, y la lleva de reata, y no la deja pacer tampoco.
—Mi obligación y mi gusto es seguir a mi marido por donde quiera que vaya: así me lleve a un desierto estéril como a la tierra de promisión. Por dicha, no creo que esté tan hundido en inútiles ensueños, que desconozca la realidad de la vida.
—Mejor es así. Me alegro. Sin lisonja: me va siendo muy simpático tu marido. Tiene buena facha. Se conoce que es pájaro de cuenta. Lo único que debiera reformar es el sombrero y los picos del cuello de la camisa. Son enormes. ¿Por qué no haces que se los recorten un poco?
—Es un capricho. Insiste en llevarlos así: pero no es terco en asuntos de más importancia.
—Entonces… bueno va. Con picos y todo me parece bien… muy curiosito… muy pulcro… Hasta la enormidad descomunal de los picos se me antoja ya que le da cierto carácter original y grave. Pero, señor, ¿dónde se habrá escondido el Conde?
—¿Qué Conde? —preguntó Beatriz.
—Tu más fervoroso admirador. Apenas te vio, vino a decirme que habías llegado. Lo singular es el miedo que te tiene. Es absurdo en hombre tan corrido y tan atrevido. Nada… le da vergüenza de que le presente a ti y se ha escapado. Está retardando lo que más desea… ¡Gracias a Dios! Ya viene por allí.
Beatriz dirigió la mirada hacia donde indicaba su interlocutora, y vio que se acercaba al corro el lindo y elegante Conde de Alhedin.
—¿No es verdad que es muy gentil? —preguntó la Condesa.
Beatriz hizo un gesto gracioso que nada significaba.
—Y luego —añadió la Condesa—, ¡si vieras qué bueno es y qué sencillo, y qué caballero!
Nada dijo Beatriz tampoco para corroborar estas alabanzas.
Llegó en esto el Conde, y la de San Teódulo le presentó sucesivamente a Beatriz, a su hermana y a D. Braulio.
No era el Conde de la reciente escuela y última cría, que hace gala de gastar pocos miramientos con las mujeres, o si lo era, sabía distinguir ocasiones y personas, y conociendo que no ganaría con abatirse intrépida y bruscamente sobre su presa, estuvo hasta cortado y tímido en los primeros instantes. Se limitó a decir algunas palabras corteses a cada una de las dos hermanas, sin acercarse demasiado a ellas, y sobre todo, sin incurrir en la insolente ordinariez, en que ahora incurren con frecuencia los hombres, de alargar la mano a las señoras, apenas los conocen, obligándolas a que los desairen o a venir de buenas a primeras a términos de amistosa confianza.
Después buscó el modo más natural de entablar conversación con D. Braulio; y como si fuese un señor tan formal y de peso como él, le entretuvo más de media hora sobre materias importantes. Hizo más aún. Hizo algo que parecía imposible, dado lo parlanchín que era: supo callarse, escuchar con atención, y obligar a D. Braulio a que hablara, de lo cual D. Braulio salió encantado.
Por último, haciendo la conversación general, soltó el Conde la rienda a su buen humor, ensartó mil chistosos desatinos, dentro siempre de los límites, no ya sólo de la decencia, sino de la más delicada urbanidad, y divirtió y regocijó a la reunión, logrando hacerse simpático a todos.
Preparados así los ánimos, cuando acababan de dar las once, la Condesa propuso abandonar ya los Jardines e ir todos a su casa a tomar el té. D. Braulio, a pesar de que había reído las gracias del Conde y estaba contento de que le hubiese escuchado discretear, se escamaba de tanto obsequio y sentía no poco sobresalto de ver cómo se iba metiendo en los trotes del gran mundo; pero no supo resistirse. La Condesa le iba a llevar hasta la casa de ella en su coche. Después, desde la casa de la Condesa a la de D. Braulio había pocos pasos que andar. Allanadas así las dificultades, hubiera sido una grosería no aceptar el convite.
D. Braulio aceptó pues; y en compañía de su mujer y de Inesita, los cuatro en el mismo landó abierto, fue aquella noche a la tertulia íntima y diaria de la Condesa de San Teódulo.
Por lo general, no hay tertulia o reunión para divertirse donde no se baile o se juegue a los naipes. Sin tresillo para los viejos y sin polkas y valses para los jóvenes, todos por lo común se aburren. Es de admirar, por lo tanto, una tertulia, como la de nuestra Condesa, donde sólo con charlar se divertía la gente. La mujer que logra tener una tertulia así, puede jactarse de haber puesto una pica en Flandes. Cuantos sepan de estos negocios mundanos tendrán que reconocer en la mujer que presida tal tertulia, no comunes dotes de entendimiento.
Otras singulares virtudes resplandecían también en Rosita. Era tan buena para amiga, como mala para enemiga. A su marido le quería, le cuidaba y le mimaba como la consorte más fiel y más amante. No había impedido esto que hubiese estimado después y querido de otra manera, y con otros tonos y matices de cariño.
Las mujeres, por lo común, no entienden que haya más que un solo cariño, que dan por completo a alguien o que reparten de este modo o del otro. Rosita no era así. Rosita entendía y sentía varios cariños, que no se destruían entre sí y que se armonizaban lindamente. Al Conde de San Teódulo le quería de un modo; a su poeta le quería de otro; y sobre estos afectos, propios y exclusivos de la mujer, surgían otros que parecían arrancar del fondo esencial del espíritu, donde ya no hay diferencia de mujer y hombre: del principio neutro, antes de que adquiera determinación sexual. Quiero decir con esto, que Rosita amaba a muchos de sus tertulianos con una amistad parecida a la que un hombre puede sentir por otro hombre, con más cierta dulzura inefable que ella, por ser mujer, y mujer bonita aún, atinaba a poner en esta amistad, completamente ajena a todo sentir amoroso.
El primero de estos amigos de Rosita era el Conde de Alhedin. Entre Rosita y el Conde no había secretos. Todo se lo confiaban. El Conde buscaba en su amiga consolación para sus disgustos, y consejos para sus dificultades. Rosita admiraba el talento del Condesito; le reía todos los chistes; hallaba que nadie era más discreto que él; ni su poeta, ni su marido, valían un pitoche al lado del Conde, y por él hubiera hecho Rosita cualquiera sacrificio. Nunca, sin embargo, ni el Conde había pensado en enamorar a Rosita ni ésta en enamorar al Conde.
Fundadas tan poéticas relaciones en la estimación mutua, para Rosita era el Conde de Alhedin como un oráculo, sobre todo, cuando se trataba de una ciencia que nos atreveremos a llamar
Estética social
: esto es, de calificar a las personas y a las acciones y a las cosas de elegantes, de distinguidas y de bellas. Una sentencia del Conde de Alhedin sobre feo o bonito, sobre buen tono o mal tono, sobre distinción o falta de distinción, era inapelable para Rosita.
De este modo se comprenderá su entusiasmo súbito por sus antiguas amigas del lugar. El Conde se se las había descrito como dos portentos, y Rosita había dado por cierto que lo eran.
Deseosa entonces de lucirlas en su tertulia, alegre de ver que el entusiasmo de juez tan competente como el Conde recaía en sus casi paisanas, y anhelando que el Conde las conociera y tratara, buscó y halló, como hemos visto, a Beatriz y a Inés.
El Conde mismo, en cuanto las vio, había ido a avisar que venían, por donde fue harto fácil a Rosita reconocerlas.
Por lo demás, ni en esto hubo plan pecaminoso, ni propósito maquiavélico, ni concierto alguno entre el Conde de Alhedin y su confidente. Nada se había tramado ni contra la virtud de Beatriz, ni contra la inocencia de Inés, ni contra el honrado reposo de D. Braulio.
Rosita buscó con alegría y orgullo a sus semi-paisanas, fiada en los encomios del Conde. Cuando las halló, o sea porque estuviese bien predispuesta, o sea porque ellas lo merecían todo, le parecieron mejor aún, cada una por su estilo, que lo que había dicho el Conde. Y como Rosita no era envidiosa, cuando no había celos ni emulación de por medio, deseó todo bien a sus amigas, y fue sincera en cuanto con Beatriz había hablado. Le pasó por la cabeza que en su casa podría hallar Inesita un buen novio; consideró posible que en su casa saliese D. Braulio de su oscuridad, y como le juzgaba pájaro de cuenta, vino a fingírsele en breve tiempo o Director general o Ministro, haciendo mil negocios útiles a la patria, y sobre todo a su marido; y no le pareció tampoco inverosímil que en su casa Beatriz y el Conde de Alhedin llegasen a enamorarse perdidamente el uno del otro; pero en esto no atinaba a ver Rosita, dado que ocurriese, y que ocurriese con la debida circunspección, nada de trágico, ni siquiera de desagradable para don Braulio, quien, según ella misma había declarado, le era simpático de veras, y de quien ya formaba elevadísimo concepto.
Con tales ideas respecto a sus nuevas, o mejor dicho, renovadas amigas, la Condesa de San Teódulo se deshizo en amabilidades.
Beatriz estuvo en la tertulia encantada y encantadora. Satisfecha de verse atendida y mimada por todos, desechó la cortedad y
tomó la tierra
, como si hiciera ya años que asistiese en aquellos salones. Todos, hasta los más difíciles, admiraron su ingenio a par de su belleza, y celebraron la natural sencillez de su trato, su no aprendida sino ingénita elegancia, y su espontánea gracia andaluza. Aunque con la embriaguez del éxito propendía Beatriz a hablar demasiado, sabía contenerse y templarse para no pasar por desenvuelta y parlanchina. Merced a su reflexiva prudencia, estuvo, pues, inmejorable.
Inesita, por su estilo, estuvo asimismo muy bien. Su serenidad olímpica, su calma divina, no la abandonó ni un instante. En medio del lujo y los esplendores de aquella casa, antes desconocidos para ella, no sintió, como su hermana, que le subía a la cabeza algo semejante a los vapores del
Champagne
; y sin la indiferencia selvática del rústico, y sin el afectado desdén del vano y orgulloso, no se maravilló de nada, dejando ver que lo comprendía y lo estimaba todo, aunque no lo hallaba extraño a su condición. En suma, Inesita estuvo en la tertulia como pudiera haber estado una princesa real, para quien todas aquellas magnificencias eran elemento propio, o más bien, quedaban por bajo del elemento que ella respiraba y en que su alma vivía.
Esta serenidad de Inés hubiera podido pasar por orgullo si no estuviese suavizada por una mansedumbre angelical; tal vez se hubiera confundido con la necia apatía, si en la luz de sus pupilas, claras y profundas a la vez, no destellase la inteligencia. Quien fijaba su mirada en la de ella, creía penetrar a través de mágicos cristales en el seno de un encantado palacio, lleno de misterios, o imaginaba hundirse hacia el fondo de transparente lago, poblado de hermosas y vagas creaciones, cuyos divinos contornos no atinaba a comprender con fijeza, porque el más leve suspiro del aura rizaba las puras ondas, y éstas, sin perder ni en claridad ni en pureza, desvanecían y esfumaban toda imagen.
En cuanto a D. Braulio, menester es confesar que estuvo bastante encogido y fuera de su centro en la tal tertulia.
Ya sabemos que era muy
escamón
, como dicen en su tierra. Así es que, si bien disimulaba con habilidad, andaba con la barba sobre el hombro, y le parecían los dedos huéspedes. Era listo, pero presumía de ladino, y llegaba a ser sobrado malicioso. Formó, pues, de la tertulia un concepto muy diferente del que doña Beatriz había formado.
Aunque D. Braulio había vivido casi siempre en lugares y pequeñas ciudades de provincia, y aunque en Sevilla, durante los primeros años de su matrimonio, había estado retiradísimo, sin tratar nunca con lo que llaman el gran mundo, él le concebía y le comprendía más bello de lo que ahora se le presentaba. Dudó, por consiguiente, que aquel fuese el gran mundo puro, sino un remedo falso de él, como el similor es remedo del oro. Y ya en este camino, fue más allá de lo razonable, e hizo juicios aventurados, entendiéndolo todo grotescamente y trabucando las cosas.
Los Condes de San Teódulo le parecieron un si es no es Condes de pega, y aunque en la tertulia había sujetos de verdadero valer y clase, el concepto un poco turbio que tenía don Braulio de los amos de la casa, hubo de proyectar cierta sombra oscura sobre los que a la casa asistían. De casi nadie pensó bien. ¡Extraña condición de los seres humanos! Uno sólo se ganó desde luego toda su confianza; uno sólo le pareció elegante, distinguido, noble por completo, discretísimo, ilustre, ameno, dulce y leal: el Conde de Alhedin.