Don Braulio mismo preparó su maleta auxiliado por su mujer.
Durante la comida apareció alegre y hasta más hablador que de costumbre.
En un momento en que doña Beatriz dejó solo a D. Braulio con Inesita, D. Braulio dijo a ésta que cuando él volviese del lugar le traería a Paco a vistas, y que esperaba que se habían de gustar y se habían de casar a escape.
Paco no había venido aún, por más que lo deseaba, porque quería dejar arregladas todas sus cosas y allegar muchos fondos para comprar dijes y primores que regalar a su futura.
En una palabra, D. Braulio lo hizo tan perfectamente que no despertó en el ánimo de doña Beatriz ni de su linda hermanita la menor sospecha de que su inesperada y súbita determinación pudiese tener por causa un pesar acerbo, ni por móvil y propósito nada de siniestro ni de trágico.
Ambas hermanas pugnaron por acompañar a D. Braulio a la estación; pero D. Braulio se opuso, sosteniendo que era una incomodidad inútil la que querían tomarse. Así, aunque a duras penas, las persuadió a que se quedaran y no fueran a despedirle.
Cuando llegó la hora de la partida, D. Braulio hizo venir un cochecillo por medio del portero, quien bajó la maleta y la colocó en él.
Doña Beatriz abrazó y besó cariñosamente a su marido, y él correspondió con no menor cariño.
—Cuídate mucho, Braulio, y vuelve cuanto antes —dijo doña Beatriz.
—Adiós, querida mía. Pronto estaré de vuelta —contestó D. Braulio.
En seguida bajó la escalera, viéndole bajar ambas hermanas, que hasta la puerta, al menos, le habían acompañado.
A poco se oyó rodar el coche en que D. Braulio iba.
Beatriz e Inés volvieron a entrar en la habitación, y se sentaron junto al brasero, una enfrente de otra.
—¡Qué precipitación de viaje! —dijo doña Beatriz sencillamente.
—¿Estará enfermo Paco? —exclamó Inesita—. Tal vez llame porque esté enfermo, y Braulio no nos lo haya querido decir.
—No lo creas, Inés —contestó doña Beatriz—. Braulio no sabe ocultarme nada. Va para negocios del caudal, que ni tú ni yo entendemos. Yo tengo tal confianza en Braulio que no he querido cansarle en que me explique de qué naturaleza son esos negocios que tamaña priesa requieren. Bástame con que me haya dado completa seguridad de que no ocurre nada aflictivo. ¿Cómo además había él de ir tan alegre y tranquilo como va, si hubiese que lamentar una desgracia?
De este modo siguieron hablando ambas hermanas hasta que sonaron las diez, hora en que solían acudir a la tertulia de los de San Teódulo.
Beatriz dijo que como tenía, a pesar de todo, cierta pena por la partida de su marido, no quería ir a la tertulia aquella noche; pero Inesita la animó, sostuvo que no había razón para no hacer lo que todas las otras noches, y al cabo logró de su hermana que fuesen como de ordinario.
La anciana ama del cura era quien las acompañaba cuando iban solas y a pie a la tertulia sin que D. Braulio las acompañase. Aquella noche el ama las acompañó también. Cuando llegaron a la tertulia, ya estaba en ella el Conde de Alhedin, quien de día en día iba descuidando más sus otras tertulias y diversiones, y acudiendo más temprano y sin faltar una sola noche en casa de Rosita.
Al tercer día después de la partida de don Braulio, recibió Paco Ramírez una carta de Madrid. La vista del sobrescrito, cuya letra reconoció al punto, le llenó de contento, mezclado con alguna inquietud y extrañeza.
La carta era de doña Beatriz, la cual, no por falta de cariño, sino por desidia, no le había escrito jamás desde que del lugar se había ausentado. Don Braulio era quien siempre escribía a Paco y le daba nuevas de la salud de todos.
—¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué novedad será esta? —pensó Paco—. ¿Estará enfermo Braulio? ¿Por qué me escribe Beatriz?
Sobresaltado con tales ideas, abrió corriendo la carta y leyó lo que sigue:
«Querido Paco: Aunque me tienes enojada porque llamas a Braulio con tanto misterio, arrancándole del lado mío, todo te lo perdonaré si me le despachas pronto y le dejas libre para que se vuelva con su mujercita, que no vive a gusto sin él.
»Sobre el perdón, podrás contar con mi gratitud, si, a más de devolverme cuanto antes el bien que me quitas, me le mimas y regalas como él se merece, todo el tiempo que ahí permanezca.
»Mira que Braulio está muy delicado de salud. No le fatigues llevándole a cazar. Procura que se cuide, porque es muy descuidado.
»Nosotras, Inesita y yo, estamos en Madrid divertidísimas. Todas las noches vamos de tertulia en casa de Rosita, la hija del escribano de Villabermeja, que es ahora condesa, y una de las mayores
elegantas
de la corte. A su casa no van, por lo común, más señoras que nosotras: pero en cambio van muchos hombres de los más distinguidos en letras, armas y política. Hay allí la mayor cordialidad. Parecen todos amigos íntimos y cariñosos. Sin embargo, pocos días ha, dos de los tertulianos tuvieron un duelo y uno de ellos salió herido. Por fortuna, la herida fue muy ligera. No he podido averiguar la causa de este duelo. Todos me han afirmado que ha sido por una niñería. Yo lo he sentido mucho, porque el duelo fue entre mis dos tertulianos favoritos. Es el uno un poeta, cuyos versos sonoros, religiosos y sentimentales, me conmueven y divierten poquísimo; pero que en prosa es un truhán bastante ameno y buen chico en el fondo. El otro es la flor de los caballeros principales: discreto, galante, gracioso y con un pico de oro para entretener a las mujeres y a todo el mundo cuando está de humor y se pone a charlar. El tal Condesito, porque es un Condesito, me tiene enamorada. Él me quiere bien, me adula; eso sí, es un adulador y un embustero de primera fuerza; pero yo, si bien reconozco sus traidoras lisonjas y sus embustes, me dejo cautivar por ellos. Así es, que somos excelentes amigos.
»Inesita está siempre en Babia, soñadora y distraída, aunque bien de salud.
»En suma, no lo pasamos mal, a pesar de lo poco que tenemos para vivir en Madrid, donde todo es carísimo.
»Ahora es cuando siento el primer disgusto desde que estoy aquí. No sé por qué estoy inquieta y desazonada. Será una tontería. ¿Qué quieres? La partida repentina de Braulio me trae cavilosa. Al principio, hasta después de haberse ido, todo me pareció natural y sencillo. Hoy me pongo a reflexionar, echo a volar la imaginación y me finjo vagamente mil absurdos. Por esto también quiero que me devuelvas a Braulio cuanto antes. Vente tú con él a pasar una temporadita en esta corte. Verás lo que te diviertes en el Teatro Real y en los Bufos y la Zarzuela. Nuestra casa en un chiribitil y no tenemos cuarto que ofrecerte; pero comerás con nosotros de diario. Adiós. No quiero que digas a Braulio que te he escrito. No quiero que se engría del cuidado que por él me tomo o que se fastidie de que no le dejo un instante de libertad. Cuídale tú mucho, sin que él sepa que yo te lo encargo. Es muy aprensivo y se afligiría imaginando que yo le tengo por enfermizo, cuando, siendo tan perezosa como soy, me muevo a escribirte sólo para encargarte que me le cuides. Adiós, repito, y quiéreme como a tu buena hermana.
Beatriz».
Esta carta, que, por venir de quien venía, encantaba a Paco Ramírez, no pudo menos de llenarle al mismo tiempo de zozobra. Paco veía y calculaba claramente que su amigo Braulio debía de haber llegado al lugar veinticuatro horas antes que la carta. ¿Dónde se había metido? ¿Dónde había ido a parar? Paco hizo las más extrañas y alarmantes suposiciones. ¿Si habrá enfermado en el camino y se habrá quedado en alguna estación? ¿Si, merced a esa cordialidad de la tertulia de Rosita, el pobre Braulio, que es enclenque y nada ágil, habrá tenido también que andar a tiros o a sablazos y le habrán enviado cordialmente al otro mundo? Era evidente que Braulio había engañado a su mujer diciéndole que Paco le llamaba. ¿La habría engañado también diciéndole que iba al lugar y yéndose a otra parte o quedándose de oculto en Madrid? ¿Con qué propósito, Braulio, que era veraz, aunque muy reconcentrado o metido en sí, habría forjado tales mentiras?
Devanándose los sesos para explicarse la causa de la tardanza de Braulio, pasó Paco dos días mortales. Braulio no parecía y los temores de Paco se acrecentaban. No sabía qué determinación tomar. Escribir a doña Beatriz, diciéndole la no aparición de su marido, era infundirle el mismo pesar que tenía él y tal vez descubrir además un secreto de Braulio: algo que le importaba mucho que su mujer no supiese.
Paco aguardó con impaciencia, pero aguardó.
La estación del ferro-carril estaba a cuatro leguas del lugar. Un carricoche traía a los pasajeros desde el punto por donde el ferro-carril pasaba.
Paco salió a caballo, dos veces a una legua de la población, a recibir a su amigo. Este no llegó, ni la vez primera, ni la segunda.
A poco de volver a su casa la segunda vez, sin traer consigo a Braulio, Paco recibió una carta certificada.
Si la de doña Beatriz le sorprendió, con sólo ver su letra en el sobrescrito, más le sorprendió esta nueva carta, así por la letra, que era la de D. Braulio, como también por el certificado.
La abrió Paco con profunda emoción y leyó lo siguiente:
«Querido Paco: No acierto a entenderme directamente con Dios ni a desahogar con él mis penas. Le busco en el abismo de mi alma; pero mi pensamiento se cansa y se asusta atravesando soledades infinitas, sin llegar nunca adonde él reside. Si yo no hubiese dejado de ser creyente, tendría mi confesor, quien lo sabría todo. No necesito consejo. El consuelo es imposible. Sin embargo, este peso, que me oprime el corazón, se aligeraría, comunicando con Dios por medio de un ser humano. Hay cosas que se avergüenza uno de confesarse a sí mismo, y esas cosas, por extraña contradicción, fatigan y matan si con alguien no se confiesan. Por eso voy a decírtelo todo. No seas severo conmigo. No me condenes por miserable y falto de pudor si te lo digo todo: si te descubro lo que a mí mismo debiera yo ocultarme.
»Harto conoces mis ideas. Yo no quiero que Beatriz me ame por caridad, ni por gratitud, ni por miedo de castigo o de venganza, por parte mía o por parte del cielo. No quiero que me ame ni en cumplimiento de un deber moral, ni por consideración a leyes dictadas por los hombres. Quiero que me ame por amor, como yo la amo.
»Esto era imposible. Mi vanidad me engañó y por eso me casé con Beatriz; feo yo y ella hermosa; viejo, y ella joven; pobre, y ella con todos los instintos y las inclinaciones a la elegancia, al lujo y a brillar en el mundo.
»¿Qué había en mí que pudiera hacerme amable a sus ojos? ¿Un corazón noble? ¿Una inteligencia elevada? ¿En qué obra mía se advierte la nobleza de mi corazón? ¿Dónde se hace patente la elevación de mi inteligencia? Me atribuyo sin motivo estas prendas superiores. Soy un necio vanidoso.
»¿Qué hombre hay, por incapaz que sea, que no halle razones para estar contento de sí mismo? El feo se halla agraciado; el cobarde, humano y benigno; el tonto, lleno de candor y de inocencia; el afeminado, culto; el brutal e intratable, brioso y leal; el insolente, franco; el bajo y adulador, afable y bueno. Así también yo me engañaba.
»A veces entrevía yo mi engaño, y me atormentaba la sospecha de mi indignidad. Y no me atormentaba por amor a mí mismo, por menospreciarme, por sentir que valía yo menos. Me atormentaba porque desaparecía a mis ojos todo razonable y fundado motivo de que Beatriz me amase.
»Con todo, yo estaba ciego. Dependía mi felicidad hasta tal punto del amor de Beatriz, que, destruido ya por mi crítica impía todo fundamento en que mi amor pudiera apoyarse, cerraba yo los ojos de mi alma, para no ver que aquel amor se derrumbaba, se perdía para siempre, cuando yo necesitaba que fuese eterno.
»De aquí mi absurda, mi inverosímil ceguedad, siendo yo por lo común tan suspicaz y receloso.
»Todo Madrid lo sabe y sin duda lo dice. Yo seguiría ignorándolo, si una delación anónima no hubiese venido a dar luz a mi entendimiento.
»Era una deshonra. Pasaba yo por un marido sufrido y consentido. Y sin embargo (me humilla mi flaqueza), me duele que me hayan desengañado. Me alegraría de seguir en el engaño y de ser el ludibrio de las gentes, con tal de no perder la fe en ella, con tal de creer que me ama todavía.
»La carta delatora me ha hecho ver lo que yo no quería ver, sin advertir que era yo quien no quería ver.
»Es evidente mi infortunio.
»He querido, no obstante, negármele aún. He tratado de presuadirme de que era la carta una calumnia. Nuevas pruebas me dicen que no.
»El vínculo indisoluble que ata mi existencia a la de Beatriz no es el de la religión; no es el de las leyes. Esos los rompería yo en seguida, al verla culpada. El vínculo indisoluble es el de mi amor, que su culpa no extingue ni ahoga.
»¿Cómo separarme para siempre de ella, si mi corazón queda con ella para siempre?
»Nada le he dicho. No le he dado la menor queja. ¿Cómo quejarme sin matarla? ¿Cómo matarla, amándola tanto?
»Toda explicación con ella, toda palabra sobre su falta, me parecería fea. Un diálogo entre ambos sobre tan infame asunto, sería monstruoso. Valdría más matarla sin hablarle de la razón que para matarla tengo.
»He huido de casa, suponiendo que tú me llamabas. Ella me cree en ese lugar. En casa no sé qué hubiera yo hecho. Quizá alguna acción indigna. Quizá hubiera llorado y me hubiera quejado como vil. Quizá la hubiera maltratado como verdugo.
»Pero no… yo no hubiera podido maltratarla. Mi corazón es todo ternura… todo vileza para con ella. No soy un hombre… soy un niño… un esclavo.
»Es menester que lo sepas todo. Quiero que te compadezcas de mí: hasta de lo ridículo que en mí hay. Ríete también… soy digno de compasión y de risa.
»Aquella noche de mi simulada partida entré en casa misteriosamente. Me deslicé por la escalera arriba ya tarde. Tengo las llaves, y abrí; entré y me escondí en mi cuarto. Aun no habían vuelto ellas de la tertulia, donde van todas las noches; donde va también el hombre que me mata. Las oí llegar, las oí reír, celebrando los chistes de ese hombre. Para distraer las penas que por mi ausencia pudiera suponerse que tenía mi mujer, él había estado más parlanchín y chistoso que de costumbre.
»Tuve calma para aguardar que se acostaran, y aun para aguardar que Beatriz se durmiera. Durante algún tiempo hubo en mí cierta energía, de que ahora me estremezco. Pensé en matar a Beatriz a puñaladas mientras dormía.
»Te aseguro que penetré en su alcoba con este propósito tremendo. Ríete ahora. Es muy cómico, es jocoso lo que te voy a decir. Yo no uso armas, no tengo más que una gumía que me trajo de presente un oficial amigo, que fue de los que entraron en Tetuán. Con dicha gumía quería yo matarla. La llevaba yo desnuda en la mano derecha: en la mano izquierda llevaba la palmatoria.