»Aguardaré hasta dentro de un mes, lo menos. No atribuya V. a frialdad de mi alma este largo aguardar que yo mismo impongo. Atribúyalo a la idea tan alta que tengo de la solemnidad y consecuencia del compromiso que induzco a V. a contraer.
»De V. depende mi dicha; pero no dude V. de que, aun desdeñado, seguirá siempre admirándola y amándola su afectísimo. —Paco Ramírez».
Inesita leyó esta carta con muy viva satisfacción, mostrándola en el carmín que animaba y encendía su rostro. Nadie, sin embargo, que la hubiese observado en aquel instante, a no poseer facultades sobrenaturales para leer en las almas, hubiera descubierto si la satisfacción era sólo de vanidad por verse querida, o también de amor hacia la persona que se empeñaba en enamorarla.
Leída la carta, Inesita se levantó de la cama, abrió el cajón de arriba de la cómoda, y guardó la carta en él bajo llave.
Luego volvió a acostarse, apagó la luz, y se colocó cómodamente para meditar quizá sobre el contenido del mencionado documento, y para dormir al fin.
A la mañana siguiente, Inesita y D. Braulio, mientras que doña Beatriz, menos madrugadora que ellos, estaba aún en cama, tuvieron una larga conversación acerca sin duda de la carta de Paco Ramírez.
Después fueron juntas a misa las dos hermanas; después almorzaron todos; y por último, D. Braulio, no sin prometer antes que aquella noche llevaría a las dos muchachas a los jardines del Buen Retiro, se fue al Ministerio de Hacienda. Aunque domingo, D. Braulio motivó su ida o dio pretexto a ella, suponiendo que tenía ocupaciones extraordinarias.
Ya en su despacho, donde nadie había acudido más que él, D. Braulio, en vez de estudiar expedientes, estuvo largo tiempo sentado, con los codos sobre su bufete y las manos en las mejillas, estudiándose a sí mismo. Este estudio no debió de dar muy satisfactorio resultado. Don Braulio suspiró varias veces; frunció las cejas; mostró cierta cólera dando algunos puñetazos, y acabó por enternecerse y derramar dos lágrimas, que lentamente le surcaron el rostro.
Entonces, como por vía de desahogo y consuelo, escribió a Paco Ramírez la siguiente carta:
«Querido Paco: Anoche cumplí tu encargo con todos los requisitos y precauciones que me encomendabas. Beatriz ignora y seguirá ignorando el paso que has dado. Inés es muy sigilosa. En cuanto al efecto que la lectura de tu carta pueda haber producido en su ánimo, yo no sé qué decirte. Hoy de mañana he hablado con Inés; pero el corazón de una doncella es impenetrable, insondable como un abismo. El pudor, la candidez, la inocencia, todas esas prendas que los hombres estimamos mucho, forman, no ya un velo tupido, sino una muralla, alta y gruesa, que sirve de reparo al corazón para que no se descubra ni se lea lo que en él importa leer. De aquí el engaño que padecen con frecuencia los hombres más despejados; engaño que no ven, sino cuando ya no tiene remedio: después que se casan.
»Inesita parece, y yo creo que es, candorosa, buena, franca, todo lo que tú te imaginas; pero no deja descubrir, no ya si te quiere o no, sino si tu carta la ha lisonjeado o no la ha lisonjeado. Eso sí: ella se ha mostrado muy agradecida al cariño y confianza que te infunde. De cuanto me ha dicho infiero además otra cosa muy importante. Si Inés reflexivamente hubiera pensado esta otra cosa, sería algo de censurar tanta reflexión; pero yo creo que ella la siente de un modo instintivo, sin darse cuenta completa, y atinando sin embargo con lo justo. En suma, Inés no calcula ni reflexiona, sino siente y percibe que tu plan es malo y ocasionado a error. Tú le propones que se decida en un mes, o por los placeres de esta capital, por los triunfos de amor propio que aquí pueda tener y por las esperanzas ambiciosas que puedan nacer en su alma, o por tu persona, tu amor y tu mano. Esto sería discreto si no hubiese una circunstancia que lo echa a perder y que ha descubierto ella en seguida.
»Es esta circunstancia tu ausencia. Ausente tú y presentes todos esos bienes, aparentes o reales, que ha de abandonar por ti, la partida no es igual. No eres tú quien lucha, sino tu recuerdo, el cual, si por un lado vale menos que la persona misma, por otro lado puede valer mucho más, si la poesía le hermosea. En resolución: Inesita no va a abandonar esto por ti, dado que te prefiera, sino por el recuerdo que tiene de ti, a quien no ve hace tres años. El recuerdo además tiene que ser confuso, incompleto, de diversa suerte, y ella tendrá que completarle y transformarle con la fantasía. Ella no te puede recordar como una mujer recuerda a un hombre, como una novia recuerda a su novio, sino como una niña recuerda a su hermano mayor. Tiene, pues, que añadir imaginariamente la cualidad de amante y pensar en ti de otra manera que hasta ahora ha pensado.
»Todo esto, y más que tú comprenderás sin que yo lo diga, se agita en la mente de Inés. Yo interpreto; acaso me equivoque, pero se me antoja que ella se pregunta: “¿Me gustaba Paco cuando le veía en el pueblo, como debe gustar un novio a su novia? ¿Me gustaba sólo como hermanito? Y si me gustaba ya como novio, ¿era porque él se lo merece o porque en el pueblo no había yo visto a otros hombres que se lo mereciesen más? ¿No podrá acontecer que ahora poetice yo a Paco en mi recuerdo, y que le halle, cuando le vea, muy por bajo del recuerdo mismo? En su propia alma, ¿no puede darse un fenómeno semejante? Sea por lo que sea, explíquelo él como quiera explicarlo, es lo cierto que nada me dijo de que me amaba cuando vivíamos juntos, y ahora, que no me ve hace tres años, me declara su amor y quiere casarse conmigo. ¿En qué consiste esto?” Inés no responde a tales preguntas. No resuelve ninguna de las dudas que la asaltan. Entiendo, pues, que lo que desea, aunque no se atrevió a decírmelo, es que tú vengas por aquí; único modo para ella de verlo claro todo; de convencerse de que la quieres, y de comprender si ella te quiere a ti, prefiriéndote a todos los encantos madrileños, los cuales, a la verdad, son mil veces menores de lo que tú piensas, para los pobres como nosotros.
»Inesita no ha expresado, repito, el deseo de que vengas. Yo soy quien creo adivinar en ella este deseo, que tiene razón para sentir y no expresar. Ella no puede decir: “Venga V. a ver si me gusta y luego hablaremos: luego le diré que sí o le daré calabazas”. Esto, sin embargo, es lo razonable.
»Por lo demás, yo nada tengo que censurar en tus planes, sino mucho que aplaudir. Si te casas, debes quedarte ahí donde eres uno de los primeros, y no venir a grandes poblaciones, donde tendrás que ser de los últimos.
»Para hombre de cierta clase y casado con mujer de ciertas condiciones es terrible esta vida.
»A ti sólo, que eres mi amigo más íntimo y leal, puedo decírtelo; y a ti no puedo menos de decírtelo, a fin de aliviar el peso de mi angustiado corazón: soy muy desdichado.
»Beatriz se casó conmigo por amor. A pesar de la gran diferencia de edad, me quiso, no hallándome inferior a cuantos ahí había visto. Creo que Beatriz sigue queriéndome; pero el temor de que me pierda el cariño, la sospecha de que el alto concepto que de mí formó vaya rebajándose de continuo, me tiene constantemente sobresaltado.
»El menosprecio es contagioso. A fuerza de mirar mi mujer el pobre papel que hago; lo desdeñado que estoy; la humilde posición que ocupo, ¿no acabará por desdeñarme también? ¿No acabará por odiarme, si considera que la hago víctima de mi mala ventura? Ahí, aunque pobre, era una señorita de las primeras. Aquí es la mujer de un oscuro y miserable empleadillo, de quien nadie hace caso.
»Yo tengo mi teoría, con que me consuelo de mi mala ventura y saco a salvo mi orgullo. Pero ¿cómo convertir a mi mujer y hacerla creyente de mi teoría? ¿No le parecerá falsa?
»Mi teoría es como sigue. Yo creo que el entendimiento es uno, y me figuro un instrumento para medirle semejante al termómetro. Pongamos en él 100 grados, que es número redondo, y con 20, en mi sentir, bastará para todo lo práctico de la vida si la fortuna sopla y las circunstancias son favorables. Con los 20 grados se llega a ser ministro celebradísimo, príncipe de gran mérito, presidente de república, banquero poderoso y hasta cardenal y papa. Para hacer todos estos papeles medianamente, basta con la mitad de los grados; basta con 10. Seamos, no obstante, pródigos, y concedamos 20 a las más altas notabilidades de la vida social y política. Todos los grados de entendimiento que tengas por cima de los 20, no sólo te serán inútiles, sino nocivos; te distraerán de lo que importa a tu interés; te harán pensar en multitud de asuntos inútiles en que no piensan los tontos; te concitarán el odio de los demás hombres, o harán que te miren como a un bicho raro y estrafalario; y de nada podrán servirte si no llegan a los 100, que son ya los grados del
genio
. Podrán también perjudicarte excitando tu amor propio y haciéndote pensar que eres
genio
o estás cerca de serlo, con lo cual es probable que te pongas en ridículo. Para ser
genio
se requieren los 100 grados bien cubiertos, y aun así, el
genio
suele quedar latente si el hado propicio no le saca a relucir. Entonces aparecen Cervantes, Newton, Shakespeare
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, Hegel y otros tales. Mientras esto no aparece, no hay ser más deplorable y cómico que el hombre que tiene, en nuestro siglo, más de los 20 grados de entendimiento, necesarios para llegar a lo más sublime de la vida práctica, en el medio o ambiente de civilización que nos circunda. Claro está que, según progrese el género humano, subirá el nivel y serán menester más grados para lo práctico, así como, en antiguas edades, se requerían menos. En el estado salvaje, pongo por caso, bastarán dos o tres grados. No se requería para cazar y pescar, para estratagemas guerreras, etc., sino cierta astucia, cierto instinto poco superior al de las bestias feroces. Todos los grados de entendimiento que sobre esto tenía entonces un hombre, eran don funestísimo y absurdo lujo. Ahora, como ya se han aplicado a la guerra las matemáticas y otras ciencias, y se caza y se pesca en la Bolsa, en los Congresos, en sociedades mercantiles e industriales, no disparando flechazos, sino creando valores, acciones, obligaciones y otros proyectiles más complicados, los grados que se necesitan son 20. Repito que, como el mundo va de prisa, dentro de un par de siglos se necesitarán 40; mas por lo pronto, ya está aviado el que pasa de los 20. ¡Qué estorbo tan horrible en los grados que le sobran! El sentido más hondo, más filosófico, más trascendental de la frase
pasarse de listo
, consiste en esta superioridad lastimosa. Todos los tiros que se disparan se escapan por cima del blanco. La crítica asesina precede además a toda inspiración y te la mata. No haces mil cosas porque te parecen tonterías; otro las hace, y medra. En cambio, lo que tú haces por parecerte discreto, o mal comprendido, o juzgado sólo por el éxito, que suele ser deplorable, parece tonto a todo el mundo.
»Tal es, en resumen, mi teoría. Con ella trato en balde de consolarme de mi corta ventura, teniendo la inocente vanidad de creerme con más de los 20 grados y de
pasarme de listo
en el sentido más profundo y filosófico de la frase.
»Esta triste satisfacción que yo me doy es por demás alambicada para que le valga a mi mujer. Ella no mira sino que va a pie, que vive en pobre casa, que nadie la atiende, y que el respeto, la consideración y la lisonja de que anhela verse rodeada, le faltan por mengua mía.
»Yo noto, mido, calculo instante por instante el rápido progreso que hace este mal en el corazón de ella. En esto también me paso de listo. Soy listo para atormentarme. Me comparo al médico cuando advierte los progresos de la tisis en una persona querida; prevé los estragos que va a hacer, y no sabe ni evitarlos ni remediarlos.
»De sobra veo patente el desprecio de mí que poco a poco va entrando en el corazón de Beatriz y devorando el afecto que me tiene. Pero ¿cómo impedir esto? ¿Cómo probarle que valgo más que los dichosos y encumbrados y ricos? Cuanto discurso haga contra ellos parecerá sugerido por la envidia y me hará más despreciable a sus ojos.
»Si yo fuera joven, hermoso y robusto, me quedaría la esperanza de que por ello siguiese Beatriz amándome, aunque dejase de tener elevada opinión de mis prendas intelectuales; pero estoy viejo y achacoso, y soy enclenque y feo como el demonio. Me aplico, pues, con amargura aquella pregunta del poeta:
¿Qué le queda al demonio ¡vive Cristo!
Si se le quita la opinión de listo?
Y sin vacilar respondo: Nada. Pronto no quedará nada para mí en el corazón de ella, sino ofensiva compasión, si no gasta toda la que tiene en compadecerse a sí misma. Y más vale que no me compadezca. Bien dice nuestro inmortal novelista: “Y sobre todo, el cielo te guarde de que nadie te tenga lástima”.
»Yo estallaría, me ahogaría si no comunicase con alguien mis penas. Por eso te las confío. Beatriz no advierte nada. ¿Cómo, de qué, por cuál motivo quejarme con ella y de ella?
»Yo la amo con toda mi alma, y necesito para ser feliz que ella me ame y me respete. Pero aquello de que el amor impone el amor, es una mentira. Y tampoco quiero yo que me ame y me respete, para cumplir una obligación, en virtud de un contrato.
»Veo, pues, que voy perdiéndolo todo en el alma de Beatriz, y no le doy a conocer que lo veo. Percibo claramente el abismo en que voy a caer, y sigo caminando hacia él sin que me sea posible torcer por otro camino o cegar el abismo.
»Esta es mi horrible situación. A nadie, ni a ti mismo, debiera confiarla; pero necesito depositar en alguien mi secreto dolor. Ven por aquí a consolarme. Ven también por Inesita. Acaso te ame. Es buena y cariñosa como Beatriz, y no tiene ambición como Beatriz. Además, tú eres joven y buen mozo… ¡Qué desatino hice en casarme! Pero ¿qué había de hacer, si estaba enamorado? ¿Quién me quitará la gloria de haber sido amado de ella? Ella me ha amado; ella me ama todavía. ¿De qué voy a arrepentirme? ¿Quién, por temor de perder el bien, se lamenta de haberle logrado?».
Tal era la carta que escribió D. Braulio, que cerró cuidadosamente y que certificó para que no se perdiera, antes de confiarla al correo.
Hechas ya sus delicadas y lastimosas confidencias, se sintió algo más aliviado y sereno, y se dispuso resignado a cumplir la promesa de llevar aquella noche a Beatriz y a Inesita a los Jardines del Buen Retiro.
Los poetas dramáticos tienen que hacer hablar a sus personajes según el carácter, condición y pasiones que representan, sin que en tan estrecho cuadro, como es el de un drama, haya fácil modo de poner correctivo a las malas doctrinas o sentencias inmorales que dichos personajes puedan emitir. Así es que los pobres poetas dramáticos fluctúan entre dos escollos. O bien convierten a sus héroes en enojosos y pesados predicadores, o bien, si les dejan hablar lo que la pasión naturalmente les inspira, se comprometen a responder ante la posterioridad, y si sus obras no llegan tan lejos, ante sus contemporáneos, de todos los extravíos, delirios y ensueños que ponen por fuerza en boca de los hijos de su fantasía, acalorados y vehementes. Así, para ilustre ejemplo de lo dicho, citaremos a Eurípides, a quien, desde muy antiguo, han acusado de corruptor. Sabido es que César, a fin de justificar todas las insolencias y maldades de que se valió para apoderarse de la dictadura, repetía con frecuencia ciertos versos del trágico mencionado.