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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Erótico, Humor, Relato

Pantaleón y las visitadoras (24 page)

BOOK: Pantaleón y las visitadoras
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—Ah, Jesús, eres incansable, Pantita —cierra el pestillo, se desnuda, trepa a la litera, se columpia la Brasileña—. Tú solo me das más trabajo que un regimiento. Qué chasco me llevé contigo. La primera vez que te vi pensé que no habías engañado nunca a tu mujer.

—Y era cierto, pero ahora cállate —jadea, se ladea, sube, baja, entra, sale, vuelve, se sofoca Pantita—. Te he dicho que me distraigo, caray. En la orejita, en la orejita.

— ¿Sabes que te puedes volver tuberculoso tanto jugar al bolero? —se ríe, se mueve, se aburre, se mira las uñas, se para, se agacha, se apura la Brasileña—. La verdad, últimamente estás más flaco que un bagre. Pero ni por ésas, cada vez más arrechito. Sí, ya sé, me callo, bueno, en la orejita.

—Pfuuu, por fin, pfuuu, qué rico —explosiona, palidece, respira, goza Pantita—. Se me sale el corazón y tengo vértigo.

—Con toda la razón del mundo, tigre, a mí tampoco me gusta mezclar a la tropa en operaciones policiales —toma aviones, remonta ríos en motoras, inspecciona pueblos y campamentos, exige detalles, envía mensajes el general Scavino—. Por eso he aguantado la cosa hasta ahora. Pero lo de Dos de Mayo es para inquietarse. ¿Leíste el parte del coronel Dávila?

—¿Cuántas veces por semana, Pantita? —se incorpora, llena recipientes, se lava y enjuaga, se viste la Brasileña—. Más que una visitadora, seguro. Y cuando hay examen de candidatas, para de contar. Con la costumbre que has agarrado de la ¿cómo se llama? ¿revista profesional? Qué conchudo eres.

—Eso no es diversión sino trabajo —se despereza, se sienta en la litera, toma ánimos, arrastra los pies hacia el excusado, orina Panta—. No te rías, es la verdad. Además, tú eres la culpable, me diste la idea cuando te tomé examen de presencia. Antes no se me había ocurrido. ¿Crees que esa broma es fácil?

—Dependerá con quién —tira al suelo la sábana, escruta el colchón, lo frota con una esponja, lo sacude la Brasileña—. Con muchas ni se te parará el pajarito.

—Claro que no, a esas las elimino de entrada —se jabona, se seca con papel higiénico, jala la cadena Pantaleón Pantoja—. La manera más justa de seleccionar a los mejores. Con el pajarito no hay trampas.

—Ya estamos partiendo, comenzó a zamaquearse
Eva
—abre el ojo de buey, mueve el colchón para que el sol toque lo mojado la Brasileña—. Arrímate, déjame abrir la ventana, nos ahogamos, cuándo vas a comprar un ventilador. Y que ahora no te venga el arrepentimiento, Pantita.

—Clavaron a la anciana Ignacia Curdimbre Peláez en la placita de Dos de Mayo siendo las doce de la noche y estando presentes los doscientos catorce habitantes de la localidad —dicta, revisa, firma y despacha su informe el coronel Máximo Dávila—. A dos guardias civiles que trataron de disuadir a los «hermanos», les dieron una paliza terrible. Según los testimonios, la agonía de la viejita duró hasta el amanecer. Lo peor es lo que sigue, mi general. La gente se embadurnaba caras y cuerpos con la sangre de la cruz y hasta se la bebían. Ahora han comenzado a adorar a la víctima. Ya circulan estampitas de la Santa Ignacia.

—Es que yo no era así —se sienta en la litera, se coge la cabeza, recuerda se lamenta Pantaleón Pantoja—. Yo no era así, maldita sea mi suerte, no era así.

—Nunca habías metido cuernos a tu fiel esposa y sólo embocabas el bolero cada quince días —sacude, lava, exprime, tiende la sábana la Brasileña—. Me lo sé de memoria, Panta. Llegaste aquí y te despercudiste. Pero demasiado, rapaz, te pasaste al otro extremo.

—Al principio, le echaba la culpa al clima —se pone el calzoncillo, la camiseta, las medias, se calza Pantaleón Pantoja—. Creía que el calor y la humedad inflamaban al macho. Pero he descubierto algo rarísimo. Lo que le pasa al pajarito es culpa de este trabajo.

—¿Quieres decir el estar tan cerquita de la tentación? —se toca las caderas, se mira los pechos, se envanece la Brasileña—. ¿Que por mi aprendió a hacer pío pío? Qué piropo, Panta.

—No lo puedes entender, ni yo lo entiendo —se observa en el espejo, se alisa las cejas, se peina Panta—. Es algo muy misterioso, algo que nunca le ha pasado a nadie. Un sentido de la obligación malsano, igualito a una enfermedad. Porque no es moral sino biológico, corporal.

—O sea que ya ves, Tigre, los fanáticos se las traen —sube al jeep, cruza lodazales, preside entierros, consuela a víctimas, instruye a oficiales, habla por teléfono el general Scavino—. La cosa no es de grupitos. Son millares. La otra noche pasé por la cruz del niño-mártir, en Moronacocha, y me quedé asombrado. Había un mar de gente. Hasta soldados en uniforme.

—¿Quieres decir que tienes ganas todo el día por sentido de la obligación? —queda petrificada y boquiabierta, suelta una carcajada la Brasileña—. Mira, Panta, he conocido muchos hombres, tengo mas experiencia que tú en estas cosas. Te aseguro que a ningún tipo en el mundo se le para el pajarito por pura obligación.

—No soy como todo el mundo, ésa es mi mala suerte, a mí no me pasa lo que a los demás —deja caer el peine, se abstrae, piensa en voz alta Pantaleón Pantoja—. De muchacho era más desganado para comer que ahora. Pero apenas me dieron mi primer destino, los ranchos de un regimiento, se me despertó un apetito feroz. Me pasaba el día comiendo, leyendo recetas, aprendí a cocinar. Me cambiaron de misión y pssst, adiós la comida, empezó a interesarme la sastrería, la ropa, la moda, el jefe de cuartel me creía marica. Era que me habían encargado del vestuario de la guarnición, ahora me doy cuenta.

—Ojalá nunca te pongan a dirigir un manicomio, Panta, lo primero que harías sería loquearte —señala el ojo de buey la Brasileña—. Mira esas bandidas, espiándonos.

— ¡Fuera de ahí, Sandra, Viruca! —corre a la puerta, abre el pestillo, ruge, acciona Pantaleón Pantoja—. ¡Cincuenta soles a cada una, Chupito!

— ¿Y para qué están los curas, para qué pagamos capellanes? —pasea a trancos por su despacho, examina balances, suma, resta, se indigna el Tigre Collazos—. ¿Para que se rasquen la barriga? Cómo va a ser posible que las guarniciones de la Amazonía se estén llenando de hermanos Scavino.

—No saques tanto el cuerpo, Pantita —lo coge de los hombros, lo regresa al camarote, cierra la puerta la Brasileña—. ¿Te olvidas que estás medio calato?

—¿Olvidarme de tí? —codea a marineros y soldados, sube saltando a bordo, abre los brazos el capitán Alberto Mendoza—. Cómo se te ocurre, hermano. Ven para acá, déjame darte un apretón. Después de tantos años, Panta.

—Qué gusto, Alberto —palmea, desembarca, estrecha manos de oficiales, responde al saludo de suboficiales y soldados el capitán Pantoja—. Estás igualito, los años no te hacen mella.

—Vamos a tomar un trago al comedor de oficiales —lo coge del brazo, lo guía a través del campamento, empuja una puerta con tela metálica, elige una mesa bajo el ventilador el capitán Mendoza—. No te preocupes por la cachadera. Todo está preparado y aquí la cosa funciona siempre como un tren. Alférez, usted se ocupa de todo y cuando la fiesta haya terminado nos avisa. Así, mientras los números se despiedran nos aventamos una cerveciola. Qué alegrón verte de nuevo, Panta.

—Oye, Alberto, ahora me acuerdo —observa por la ventana a las visitadoras entrando a las tiendas de campaña, las colas de soldados, los controladores que toman posición el capitán Pantoja—. No sé si sabes que a la visitadora esa, la que le dicen, ejém…

—Brasileña, ya sé, a ella sólo los diez del reglamento, ¿crees que no me leo tus instrucciones? —le da un falso puñete, ordena, abre botellas, sirve los vasos, brinda el capitán Mendoza—. ¿Cerveza para ti también? Dos, bien heladas. Pero es absurdo, Panta. Si esa hembra te gusta y te friega que la toquen, por qué no la exceptúas totalmente del servicio. ¿Para qué eres jefe, si no?

—Eso no —tose, se ruboriza, tartamudea, bebe el capitán Pantoja—. No quiero faltar a mi deber. Además, te aseguro que esa visitadora y yo, en realidad.

—Todos los oficiales lo saben y les parece muy bien que tengas una querida —se chupa la espuma del bigote, enciende un cigarrillo, bebe, pide más cerveza el capitán Mendoza—. Pero nadie comprende ese sistema tuyo. Se entiende que no te haga gracia que la tropa se tire a tu hembra. Para qué entonces ese formalismo ridículo. Diez polvos es lo mismo que cien, hermano.

—Diez es lo que obliga el reglamento —ve salir de las carpas a los primeros soldados, entrar a los segundos, a los terceros, traga saliva el capitán Pantoja—. ¿Cómo lo voy a violar? Lo hice yo mismo.

—No puedes con tu genio, cerebro electrónico —echa la cabeza atrás, entrecierra los ojos, sonríe nostálgico el capitán Mendoza—. Todavía me acuerdo que, en Chorrillos, el único cadete que se lustraba los zapatos para salir a embarrárselos en las maniobras eras tú.

—La verdad es que, desde que pidió su baja el cura Beltrán, el Cuerpo de Capellanes Castrenses deja mucho que desear —recibe quejas, atiende recomendaciones, oye misas, entrega trofeos, monta caballos, juega bochas el general Scavino—. Pero, en fin, Tigre, es un fenómeno general en la Amazonía, los cuarteles no se podían librar del contagio. De todas maneras, no te preocupes. Estamos tratando el asunto con mano firme. Por estampa del niño-mártir o de la Santa Ignacia, treinta días de rigor; por foto del Hermano Francisco, cuarentaicinco.

—Estoy en Lagunas por el incidente de la semana pasada, Alberto —ve salir a los cuartos, entrar a los quintos, a los sextos el capitán Pantoja—. Leí tu parte, claro. Pero me pareció lo bastante grave como para venir a ver sobre el terreno qué había ocurrido.

—No valía la pena que te dieras el trabajo —se afloja la correa del pantalón, pide un sándwich de queso, come, bebe el capitán Mendoza—. Lo que ocurre es muy sencillo. En estos pueblecitos vez que se acerca un convoy de visitadoras es la loquería. La sola idea hace que a todos los gallitos de la vecindad se les ponga tieso el espolón. Y, a veces, cometen disparates.

—Meterse a un campamento militar es demasiado disparate —ve a Chupito recogiendo los grabados y las revistas de los números el capitán Pantoja—. ¿Acaso no había guardia?

—Reforzada, como ahora, porque siempre que llega el convoy es lo mismo —lo jala afuera, le muestra las tranqueras, los centinelas con bayonetas, los racimos de civiles el capitán Mendoza—. Ven, vamos para que veas. ¿Te das cuenta? Todos los pingalocas del pueblo amontonados alrededor del campamento. Mira allá, ¿los ves? Subidos a los árboles, vaciándose por los ojos. Qué quieres, hermano, la arrechura es humana. Si hasta te ha pasado a ti, que parecías la excepción.

—¿No tuvieron algo que ver en este asunto, esos locos del Arca? —ve salir a los séptimos, entrar a los octavos, a los novenos, a los décimos y murmura al fin el capitán Pantoja—. No me repitas el parte, Alberto, cuéntame lo que realmente sucedió.

—Ocho tipos de Lagunas se metieron al campamento y pretendieron raptar a un par de visitadoras —ametralla el aparato de radio el general Scavino—. No, no hablo de los hermanos sino del Servicio de Visitadoras, la otra calamidad de la selva. ¿Te das cuenta adónde estamos llegando, Tigre?

—No volverá a ocurrir, hermano —paga la cuenta, se pone el quepí, anteojos oscuros, deja salir primero a Panta el capitán Mendoza—. Ahora, desde la víspera de la llegada del convoy, duplico la guardia y pongo centinelas en todo el perímetro. La compañía entra en zafarrancho de combate para que los números cachen en paz, puta qué cómico.

—Cálmate y bájame la voz —compara informes, ordena encuestas, relee cartas el Tigre Collazos—. No te pongas histérico, Scavino. Lo sé todo, aquí tengo el parte de Mendoza. La tropa rescató a las visitadoras y se acabó. Bueno, no es para suicidarse. Un incidente como cualquier otro. Peores cosas hacen los hermanos ¿no?

—Es que no es el primero de este tipo que ocurre, Alberto —ve salir de una carpa a la Brasileña, la ve cruzar el descampado entre silbidos, la ve subir a
Eva
el capitán Pantoja—. Hay constantes interferencias del elemento civil. En todos los pueblos brota una efervescencia del carajo cuando aparecen los convoyes.

—Se armó una trompeadera feroz entre soldados y civiles, por ese par de mujeres —recibe llamadas, va a la cárcel, interroga a detenidos, se desvela, toma calmantes, escribe, llama el general Scavino—. ¿Has oído bien? Entre sol-da-dos-y-ci-vi-les. Los raptores consiguieron sacarlas del campamento y la pelea fue en pleno pueblo. Hay cuatro hombres heridos. En cualquier momento puede ocurrir algo muy serio, Tigre, por este maldito Servicio.

—No es para menos, hermano —señala a los mirones, a las visitadoras que abandonan las carpas y regresan al embarcadero flanqueadas por guardias el capitán Mendoza—. A estos selváticos que ni siquiera conocen Iquitos, esas mujeres les parecen ángeles caídos del cielo. Los soldados también tienen culpa. Van y cuentan cosas en el pueblo, antojan a los otros. Se les ha prohibido hablar de esto, pero no entienden.

—Me fastidia que ocurra esto ahora, cuando tengo casi listo un proyecto para ampliar el Servicio y darle más categoría —se mete las manos en los bolsillos, camina cabizbajo pateando piedrecitas el capitán Pantoja—. Algo muy ambicioso, me ha costado muchos días de reflexión y de números. Y mi plan hasta quizá solucionaría el problema de los civiles pingalocas, hermano.

—Pero me triplicaría usted el otro, Pantoja, el de los curas y las beatas de Iquitos que andan fregando la paciencia a Scavino —llama a su ordenanza, lo manda comprar cigarrillos, le da una propina, pide fuego el Tigre Collazos—. No, demasiado. Cincuenta visitadoras son suficientes. No podemos reclutar más, al menos por el momento.

—Con un equipo operacional de cien visitadoras y tres barcos navegando de manera permanente en los ríos amazónicos —contempla los preparativos para la partida de
Eva
el capitán Pantoja—, nadie podría prever la llegada de los convoyes a los centros usuarios.

—Se está volviendo demente —prende un encendedor y lo acerca a la cara del Tigre Collazos el general Victoria—. El Ejército tendría que dejar de comprar armas para contratar más rameras. No hay presupuesto que aguante las fantasías de este angurriento.

—Estudie el plan que le mandé, mi general —escribe a maquina con dos dedos, hace cálculos, dibuja cuadros sinópticos, pasa malas noches, borra, añade, insiste el capitán Pantoja—. Crearíamos un «sistema de rotación inordinaria irregular». La llegada del convoy sería siempre imprevista, nunca habría ocasión de incidentes. Sólo los jefes de unidad conocerían las fechas de llegada.

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