—Con Rick —dice Marcuse, señalando hacia atrás.
Las chicas miran al tipo que llega detrás con la gorra verde.
—Rick... —dice Mam'zelle—. ¿Ha engordado de repente? —dice.
—Más vale que te subas ese tirante si no quieres que se te amorre algún malabarista —dice Rick.
—Es para pasar inadvertida...
—¿Inadvertida dónde?, ¿en una fiesta de Yves Saint Laurent?
—Me parece que tiene razón —dice BB—. Puede que sea demasiado... sofisticado.
—Bueno —dice Rick—, ¿todavía queréis ver a ese Francisco, o ya habéis tenido suficiente experiencia antisistema?
—¿Quién es Yves Saint Laurent? —dice Marcuse.
De entre las mujeres concentradas en las inmediaciones de la fuente aparecen un par de tipos con el hábito talar. Son los dos borrachos que BB y Mam'zelle han visto antes sentados a una mesa de la plaza. Uno de ellos se acerca a Mam'zelle por detrás. Tiene orejas de soplillo. Se levanta los faldones del hábito. No lleva ropa interior. La toma por las caderas, le restriega el sexo contra las nalgas y dice:
—No tenéis de esto en la estación espacial, ¿eh?
El otro ríe.
—Eeeh —dice Mam'zelle, soltando un codazo hacia atrás.
Le ha dado en una costilla al tipo, que se aparta y se duele llevándose la mano al costado.
—Serás hija de puta... —dice—. Te voy a meter la polla en la boca hasta que te ahogues.
Se oye el ruido de alguien sorbiéndose la nariz profundamente. Después un tremendo carraspeo. Es Rick, que aparta a Mam'zelle y suelta un denso y sonoro lapo que va a dar en plena cara del tipo del hábito. El interpelado no tiene tiempo de reaccionar, porque Rick lo ha cogido de una oreja y se la retuerce hasta que el tipo se dobla sobre sí mismo.
Rick también se agacha para hablarle bajito:
—Quítate de mi vista antes de cinco segundos, larva de piojo —le dice.
Después retuerce aún más y empuja fuerte. El tipo grita de dolor y cae en la acera. Su amigo ha desaparecido misteriosamente. El tipo retrocede un poco reptando hacia atrás en el suelo. Se levanta, se pasa una manga por la cara escupida, se sujeta la oreja con la otra mano:
—Neofascista —le grita a Rick mientras se aleja caminando hacia atrás—. Hipercapitalista —grita—. Eh: ahí hay un puto empresario especulador...
—¿Hemos terminado la toilette? —le pregunta Rick a los chicos.
Ninguno contesta.
—Entonces vámonos.
Rick encabeza la comitiva Ramblas abajo, cruzando en diagonal hacia la acera derecha. Cuando pasan cerca del camión de bomberos, Marcuse pregunta:
—¿No se supone que ése era de los peligrosos?
—Quién...
—El larva de piojo con orejas...
—Ése era de los que se disfrazan de peligroso.
—Ah... ¿Y cómo se distinguen?
—Por los ojos —dice Rick.
Siguen caminando.
—Eh, Rick.
—Qué.
—No volveré a tener miedo, ¿vale?
—Lamento no poder prometer lo mismo. Pero vale.
Después de hablar con Palaiopoulos, la rectora Emily Deckard ha salido de los boxes de enfermería y ha tomado el ascensor.
Tiene el pulso acelerado.
Debería haber terminado de verdad con el maldito viejo, piensa. Quitarle la máscara y dejar que se asfixiara.
En el espejo de la cabina se ve a sí misma vestida de azul, con su moño recogido. Ésa es ella para el resto del mundo. Esa zorra a la que todo el mundo odia.
Necesita relajarse un poco.
Pulsa el botón -5, aparcamiento de autoridades.
Sube a su deslizador iCar y sale de la torre Huxley en el ascensor de vehículos. Carraspea: Comunicador —dice—, secretaría del rectorado. —Cuando contesta su secretario le habla con su voz de mando habitual—. Ha surgido un imprevisto, estaré fuera toda la mañana, anule toda la agenda hasta la tarde.
Desactiva el modo de conducción automática y gira a la izquierda para entrar en un eje secundario. Con una mano se retira el palo de aluminio que le sujeta el moño. Enseguida se terminan los hoteles y las tiendas y empieza la zona de almacenes, de talleres, de apartamentos baratos para el personal de mantenimiento. Hay deslizadores de transporte de mercancías y gente vestida con monos rojos. Más allá, a lo lejos, se ve la zona noche, brillante de luz artificial.
Antes de alcanzar la línea de penumbra manipula los mandos de control cromático del iCar. Los gira hasta que la carrocería plateada se vuelve azul oscuro. Sigue girando aquí y allá por ejes cada vez más estrechos. Las luces de las antorchas magnéticas se reflejan en los charcos de fluido pluvial que quedan alrededor de los sumideros. El personal de limpieza está recogiendo los restos de la celebración de los estudiantes. Las sempiternas latas de Speedy Ragweed, las bandejas de poliuretano pisoteadas. Hay colillas de cigarrillo y regueros de orina fresca en las esquinas.
En el eje ciego marcado con la placa 56N 28E hay persianas metálicas que cierran cubículos de almacenaje. Guardamuebles, depósitos, trasteros. Tienen mensajes pintados en diferentes colores:
«Steve Jobs ha cagado aquí, prueba el nuevo iWC.»
«Examen = Servilismo, promoción social, sociedad jerarquizada.»
«Que nunca te encuentres en el culo lo que ahora tengo en la mano.»
«No sigas soñando: despierta.»
Emily Deckard pulsa en el tablier y se abre la persiana en la que pone «Explora sistemáticamente el azar». Debajo hay pintado un ojo blanco de pupilas múltiples.
Emily entra con su iCar y toca en el tablier para cerrar la persiana.
Sale del habitáculo. Abre el maletero.
Cuando cinco minutos más tarde vuelve al exterior ya no viste su traje azul, ni su blusa blanca, ni sus tacones de aguja. Viste un gabán caqui hasta la rodilla. Calza botas de media caña. Lleva una peluca negra de corte egipcio. Gafas de sol grandes, no importa la oscuridad. Largos pendientes de aluminio. Finos rayos de aluminio en línea quebrada.
Camina hacia la salida del eje ciego. El aire nocturno es fresco y aspira hondo, no importa el olor acre de orina, el olor de vómitos de borracho. Lleva las manos en los bolsillos del gabán. Le pesan las monedas. Una bolsa de lona del tamaño de un melocotón llena de monedas. Camina deprisa. Llega al eje vertical que conduce directamente al puerto. Gira a la derecha, gira a la derecha, gira a la izquierda. Hay un cartel en movimento, White Hart Tavern, con un ciervo blanco saltando en bucle continuo. «La barricada cierra la calle pero abre el camino», dice el letrero luminoso. Entra y se sienta en la barra.
«In Gold we trust»
, dice el policía pintado. El encargado ha visto antes a la mujer de las gafas y los pendientes de rayos. Aparece de vez en cuando. No da problemas: pide destilado, dos shots, a veces tres shots. Su tarjeta sanitaria está en orden. Póliza anónima y sin límite de alcoholemia, el encargado sólo ha visto media docena de esas en toda su vida. Paga en metálico. Diez o quince eurodólares en monedas que luego se pueden revender.
Emily Deckard bebe dos shots, luego un tercer shot. Paga quince eurodólares en monedas y sale del local.
Dos portales más arriba hay una sala barata de realidad virtual.
«¿Te gustaría tomar el té con las amigas de tu madre?», dice el anuncio. «Experiencia anal de la semana», dice otro anuncio.
La sala se llama Sweet Dreams. El rótulo es rojo oscuro sobre la fachada negra iluminada con luz ultravioleta que hace brillar diminutos puntos blancos. Polvo, pequeños desconchones blancos que relucen como estrellas. Hay una puerta negra cerrada.
Emily la empuja y entra.
El encargado del Sweet Dreams también conoce a la mujer de las gafas y los pendientes. Rayos de aluminio. Siempre pide dos cotas higiénicas desechables para ponerse debajo del traje háptico. Nunca elige en el menú de la sala, trae sus propias experiencias en una tarjeta. El encargado sabe que hacerse programar un experiencia virtual personalizada vale decenas de miles de eurodólares. A veces cientos de miles. La mujer paga en metálico, con monedas que saca de una bolsa. El encargado no se pregunta por qué alguien así no acude a una sala de lujo, una de esas salas de última generación, con interfaz neural de ultrasonidos y butacas de cuero natural. Eso es asunto de ella. El encargado se limita a darle las cotas higiénicas; se limita a cobrar los veinte eurodólares y a señalarle una de las cabinas.
—Buena experiencia —le dice.
Ella nunca contesta, pero deja una moneda más sobre el mostrador.
Después camina hacia la cabina 7 pisando sobre sus botas de media caña. Camina haciendo volar el cabello de la peluca y los faldones del gabán.
Emily Deckard tarda cinco minutos en desnudarse, enfundarse en las dos cotas y colocarse los apéndices desinflados del traje háptico. Hay que introducirlos bien hasta el fondo de la vagina, del recto y de la boca. Después se coloca el pesado casco de inmersión, se liga al arnés de cinchas cruzadas y sube a la cinta omnidireccional.
Cuando está lista, introduce la tarjeta de programación en el casco. Lo que ve es un fondo negro con las distintas opciones. Elige una que no frecuenta desde hace tiempo: número dos: Apartamento.
La experiencia empieza ante una puerta gris. El código es V9 827. Emily Deckard viste de nuevo su traje azul y sus tacones de aguja. Soy yo, dice cuando se enciende la mirilla electrónica. Se oye el chasquido de apertura de la puerta. La entrada está en medio de un largo pasillo. Emily lo recorre hacia la derecha, pasando entre pequeños mojones de parafina derretida bajo las velas encendidas. Hay una mesita baja de IKEA. Cuando llega al salón nota el olor de medicamentos, olor de farmacia, olor de eucaliptus.
—Has tardado mucho, Emily —le dice Palaiopoulos. Está sentado en el sofá. Lleva una bata a cuadros, calcetines negros y zapatillas.
—Lo siento, ya voy —dice Emily.
Presiona con la puntera de un zapato contra el tacón del otro hasta que le salta del pie. El segundo se lo quita ayudándose con la mano. Ambos quedan allí mismo, en el suelo. Su estatura ha descendido de pronto en 8 centímetros. Se desabrocha la chaqueta del traje azul empezando por el botón de abajo y subiendo. Son nueve botones en total. Al quitarse la chaqueta una de las mangas queda vuelta del revés. La lanza hacia una butaca. Se desabrocha los puños de la blusa blanca, se desabrocha el cuello y se afloja la corbata azul. Se la quita sin deshacer el nudo. Va dejando cada prenda sobre la butaca. Lo último es el sujetador y las bragas. Sólo le queda el portaligueros, las medias y los zapatos de tacón cuando avanza hacia el sofá.
Retira un poco la mesita de café que hay delante para hacerse sitio.
Palaiopoulos se ha abierto la bata hasta quitársela sin levantarse, deslizándola sobre los hombros. Su pecho es enjuto, amarillo, con dos tetillas que le forman bolsas colgando a los lados del esternón y dos pezones abultados rodeados de pelos largos y finos. Emily se sienta en sus rodillas y Palaipoulos le acaricia los brazos con sus manos huesudas, con los dedos torcidos por la artritis. Se quita la dentadura, la deja sobre el asiento y acerca la boca al pecho de Emily. Lo lame, lo chupa como si mamara. Luego desliza la mano hasta su bajo vientre, le toma unos pelos del pubis y tironea suavemente mientras la besa en la boca. La mano gira para adentrarse en el pliegue del sexo de Emily, que deja escapar un pequeño gemido y un chorrito de flujo tibio. Después, Emily se pone en pie sobre sus tacones y se arrodilla frente a Palaiopoulos, que avanza un poco el pubis para exponer mejor su sexo. Emily lo toma con la mano y lo acaricia. Es un pene largo y fino, flojo y amarillento, desmayado sobre las holgadas bolsas de los testículos. Lo levanta para llevarlo a sus labios y lo introduce profundamente en su boca. Palaiopoulos le acaricia despacio el cabello y los hombros; respira acompasadamente.
—Buena chica —le dice—. ¿Ves cómo te quiero cuando te portas bien? —le dice ceceando más que nunca.
El falo crece y se vuelve más rígido en la boca de Emily. Ella lo saca un momento para mirarlo, para mojarlo en saliva y pasar la lengua alrededor del glande violáceo, con una pronunciada forma de flecha que lo hace parecer un poco monstruoso, algo que recuerda la cabeza del alien saliendo del estómago de John Hurt.
Después se da la vuelta y se agacha sobre los tacones para sentarse encima de él, guiándolo con la mano para que penetre profundamente entre los labios de su vulva hiperlubricada y palpitante.
—Oh —dice al notar un segundo chorro tibio que le salpica las medias.
Cuando Torres y Marsalis llegan al hospital de la torre Huxley la ingeniera les explica que Palaiopoulos agoniza. Está tan debilitado que no puede expectorar. Su respiración es muy ruidosa, pero no deben dejarse impresionar por eso, dice. Ha ordenado que se le retiraran las secreciones acumuladas en la orofaringe. Lo han situado en posición de decúbito lateral. Se la ha suministrado escopolamina subcutánea para inhibir la producción de las glándulas secretoras, clorpromazina intramuscular para tratar la disnea. Ha entrado en fase de delirio hiperactivo. Balbucea frases entrecortadas. No parece sin embargo tener dolores importantes y han esperado a que ellos llegaran para suministrarle opiáceos. Parece tener algo importante que decirles.
Cuando ambos jóvenes entran en la habitación, los ojos vidriosos del profesor parecen enfocar mejor por un momento. Está empapado en sudor y su respiración suena como un serrucho. La bata nanotécnica se ha rebujado y muestra sus frágiles piernas de 146 años. Las rodillas parecen tener bolas enquistadas por efecto de la bursitis. Los tobillos artríticos se han luxado. Los pies están tan deformados por la sinovitis que el izquierdo parece el derecho y viceversa. La piel presenta manchas de aspecto roñoso en la parte interior de los muslos, eccemas húmedos a lo largo de la espinilla y pápulas arracimadas sobre las falanges de los pies.
Su mano huesuda atrapa la muñeca de Torres con una fuerza que sorprende en un anciano moribundo.
Rick ha dejado atrás el camión de bomberos y el taxi empotrado en la casa Beethoven. Los chicos lo siguen en fila. Pasan ante el antiguo mercado de abastos de La Boquería, más tarde sede del Circo Antiglobal Alternativo y hangar de hospedaje para las concentraciones anarcocircenses que se dan cita en la ciudad.
Enfrente, las dos bocas de metro que se hunden en la acera han sido inundadas. En la que les queda más cerca, los chicos ven una familia de patos auténticos chapoteando en la superficie verdosa.