Emily da un sorbo a la bebida y juguetea con su iClock.
¿A quién podría llamar?
Revisa su lista de números privados.
Hay tres.
Credit Suisse
, lee,
Consulta de saldos
.
Activa la opción recepción de datos en hipertexto. Cinco segundos después suena un bip de aviso.
Posición global, 8.587.650 francos suizos, lee.
Rentabilidad bruta anual: 645.988 francos.
Tipo medio de tributación en Alfa Zürich: 0,00 %
A sus 76 años es ya una mujer rica.
¿Por qué esperar más?
¿Esperar a qué?
Ha terminado el tema de Bob Dylan y empieza a sonar otra cosa. Otra balada rebelde cualquiera:
Imagine there's no heaven
It's easy if you try
...
—Sírvame otro destilado —le dice al encargado.
El hombre acerca la botella y sirve sobre la barra, en el mismo vaso.
—¿Podría poner otra música? —pregunta Emily.
—¿Qué música?
—No sé... Algo que no haya sido compuesto por un inadaptado con pretensiones mesiánicas.
—Lo siento —dice el encargado—, aquí sólo ponemos música precomputacional.
En el Salón de los Espejos del Gran Teatro del Liceo, BB ha marcado el código de Palaiopoulos en el iClock de Rick. Sin embargo no es el profesor quien contesta a la llamada sino Leroy Torres.
—Por fin —dice Torres—. ¿Dónde estáis?
—¿Dónde crees? En Barcelona —dice BB.
—Escucha bien —dice Torres—, no os acerquéis a ese Francisco —dice.
—A buenas horas... ¿Dónde está Palaio?
—Aquí... No puede hablar ahora...
—¿Qué ha pasado?
—Estamos en la enfermería de la torre Huxley. Escucha: hemos estado viendo un informe de la policía, ese tipo es peligroso, tenéis que manteneros alejados de él.
—Demasiado tarde —dice BB.
Palaiopoulos se ha incorporado en la cama y le pide a Torres que le pase el iClock. Su rostro aparece en la pantalla extendida que sujeta BB. Ella ve la máscara de ventilación y oye su respiración que suena a diablos.
—Profesor —dice.
—No puedo hablar mucho —dice Palaiopoulos—. No le deis el nombre de Deckard. Es... Ha podido acabar conmigo y no lo ha hecho.
—Pero tiene la cápsula con el informe —dice BB.
Rick también quiere intervenir. Le toma el brazo a BB y gira el iClock para hablarle a la pantalla:
—Escucha, viejo loco, te debía un favor, pero has jugado sucio conmigo...
—Alonso..., te juro que yo no sabía... —dice Palaiopoulos.
Rick no lo deja terminar:
—Si tus chicos no le dan a ese psicópata lo que quiere van a pasar un mal rato, y yo pienso lavarme las manos, ¿de acuerdo?
Una de las puertas dobles del Salón de los Espejos suena al abrirse. Rick y los chicos dirigen las miradas hacia allí.
Asoma una cabeza encapuchada.
—Eh, vosotros, venid por aquí —dice la voz.
—Tenemos que cortar —le dice BB a la imagen de Palaio en el iClock—. Resistiremos lo que podamos.
En la habitación de la torre Huxley, Leroy Torres, Karl Marsalis y Palaiopoulos ven como la pantalla extendida se apaga y se retrotrae a su tamaño de screener de pulsera. La respiración del profesor se hace todavía más sonora.
—¿Qué podemos hacer? —dice Torres.
—Hay que hablar con Deckard —dice Palaiopoulos—. Tengo que hablar con ella.
En el White Hart Tavern está acabando de sonar la enésima canción de protesta. El screener de pared la ilustra con imágenes planas de Woody Guthrie.
«This machine kills fascists»
, dicen grandes letras pintadas sobre la tapa de su guitarra precomputacional.
Emily Deckard da un sorbo al vasito de destilado antes de dar por terminado el comunicado que le ha dictado a su iClock:
—Fin de texto —dice en voz alta—. Generar cápsula externa.
El aparato emite un beep y excreta la pequeña cápsula de memoria por uno de sus orificios laterales.
Emily llama la atención del encargado y le paga las dos consumiciones que debe.
Sale de nuevo a la noche.
Camina despacio hasta el eje ciego 56N 28E y se detiene ante la persiana precisa.
«Explora sistemáticamente el azar.»
Dentro del cubículo abre el maletero del iCar y se queda mirando su ropa habitual, cuidadosamente doblada. Su traje azul, su corbata azul, su blusa de tela nanotécnica resplandeciente, sus zapatos de tacón.
Su uniforme de zorra odiosa.
Vuelve a cerrar el maletero y entra en el iCar vestida con el gabán y las botas de media caña.
Cambia el parabrisas a modo espejo para mirarse mientras avanza en modo automático hacia la cara diurna de la estación. Ve los pendientes de rayos de aluminio, las gafas oscuras, la peluca de corte egipcio.
Al poco de llegar, vuelve a darle transparencia al parabrisas y la ciega la luz del bulevar comercial. Los paneles cenitales están abiertos de par en par. Sun crea un reflejo visible desde lejos al chocar contra la cúpula de su apartamento, en el último piso de la torre Huxley.
Desde el Salón de los Espejos hay un acceso que conduce a un lateral del anfiteatro. Rick y los chicos siguen al encapuchado en la penumbra.
Cuando entran en la sala principal del antiguo Teatro del Liceo no pueden evitar mirar hacia arriba, admirados. Todo excepto la iluminacion sigue tal como se reconstruyó después del incendio de 1994. Dominan los dorados y el rojo oscuro de paredes y butacas, manchadas de parafina allí donde las velas colgadas de las lámparas dejan caer su goteo constante. Los palcos más altos y el techo con sus óculos se pierden en la oscuridad haciendo que el espacio parezca aún más grande. Hay polvo y telarañas que revisten la magnificencia de la decoración de un aire decadente. De un aire siniestro de película precomputacional.
El telón está alzado; sobre el escenario hay varios candelabros de pie repletos de velas encendidas.
Huele a hidrocarburo quemado.
A medida que Rick y los chicos se acercan al proscenio caminando por el pasillo central, distinguen allí arriba algunos muebles domésticos formando lo que podría ser el decorado de una extraña ópera muda.
El encapuchado que los guía tose para llamar la atención de una figura solitaria que parece habitar aquel espacio. El grupo se detiene al borde del amplio foso de la orquesta, bajo la boca elevada del escenario. Se oye un confuso sonsonete precomputacional allá arriba:
Objetivo del estado, criminalizar / Objetivo de los medios, manipular / Objetivo policial, hacerte callar / Objetivo judicial hacértelo pagar...
La figura se vuelve y da unos pasos hacia la sala. Viste un hábito parecido al de los fraticelli pero más claro, de color hueso. Lleva la capucha puesta. Hace un gesto para bajar el volumen del reproductor de música y después cruza los brazos. Una de las manos está metida en la amplia manga contraria del hábito. La otra mano está cubierta por un fino guante negro y sostiene un cigarrillo humeante. La espalda esta muy encorvada. La cara queda tan oscurecida bajo la capucha que la tela parece flotar alrededor de un vacío negro.
—Mucho tiempo sin verte, Alonso —dice una voz que procede del vacío. La acústica del anfiteatro ayuda a proyectarla en la distancia, resonante. Es una voz masculina, de timbre agudo y cascado, como el de un instrumento roto.
—Ya sabes: siempre de aquí para allá... —dice Rick, pero la acústica no funciona bien en sentido contrario y su voz parece quedar empapada en la tapicería que lo rodea. El encapuchado mueve la mano del cigarrillo. Señala las escalerillas que suben hasta una pasarela que salva el foso de la orquesta.
—¿Qué tal sigue el negocio del tabaco? —dice.
Rick ya camina sobre el estrecho tablón elevado con algunas precauciones:
—Psé: todavía no tengo un palacio de la ópera particular, pero no me quejo.
Rick ha llegado al escenario y se gira para asegurarse de que los chicos lo siguen.
—No te conservas mal —dice Francisco—. ¿Has cumplido ya los cien?
—Me faltan unos cuantos.
Los chicos, más ágiles que Rick, cruzan el foso con seguridad.
—Ah, juventud que monta potro sin freno... —dice Francisco— Preséntame a tus amigos. ¿Son ellos los que han traído esa cápsula tan interesante? —dice.
Rick evita contestar:
—Jorgito, Juanito y Jaimito —dice, señalando a los chicos uno a uno—. Chicos: os presento al tío Gilito.
Francisco se inclina un poco, indiferente a la presentación de Rick.
—Perdonad que no os dé la mano —dice—, mis huesos ya no son tan fuertes como los vuestros. Sed bienvenidos a mi humilde morada —hace un gesto teatral para abarcar el espacio a su espalda.
Visto a nivel, el escenario es la perfecta representación de una gran alcoba victoriana. Tres tramos de pesados cortinajes de estampado oscuro delimitan una sola pieza amplia. En el centro hay un
bergère
de color ciruela con su escabel a juego. Hay un largo escaño de raíz de nogal. Hay un bis a bis granate y una mesita de centro. Un buffet con espejo y varias velas plantadas en el sobre de mármol. La mesa principal tiene patas galbeadas y chambrana de tallas florales. Las sillas son de caoba y seda amarilla. A la derecha y al fondo, hay una cama con dosel de damasco morado. Junto a ella, un velador y un armario ropero.
Al otro extremo del dormitorio, a la izquierda mirando desde la platea, hay una extemporánea cama computerizada de hospital, con el cabezal contra las cortinas perimetrales. Al lado hay un gran armario farmacéutico y una vitrina para instrumental médico.
—Ah —dice Francisco—, veo que os llama la atención mi mascota —dice—. Acércate tú también, Rick, estoy seguro de que te gustará.
Francisco camina despacio hacia la camilla. Sus movimientos son los de un anciano frágil. Antes de que los chicos lleguen, retira lentamente la sábana blanca.
Debajo hay un cuerpo humano.
Una fina piel de pergamino cubre el esqueleto encogido que da la espalda a los chicos. Apenas queda musculatura. Hay cortes y llagas abiertas en diferentes lugares. Las rodillas están tan encogidas que casi tocan el pecho, y una sonda llena de líquido marrón verdoso sale del ano creando el efecto de una larga cola de lemur. Las manos están dobladas a la altura de la barbilla, como las patitas de un peluche alzado sobre sus cuartos traseros. Las uñas que no le han sido arrancadas son largas y negruzcas. Otros tubos entran o salen por la parte delantera: de un brazo, de la garganta, de algún lugar entre las piernas. El cuello y la espalda están inverosímilmente arqueados hacia atrás, como detenidos en mitad de un violento espasmo. El cráneo conserva algunos mechones de pelo, y la cara con los ojos y la nariz vendados presenta una mueca sardónica. Es una carcajada congelada que deja ver dos únicos dientes en la mandíbula superior, rodeados de agujeros negruzcos.
—Éste es González, de la policía local de Barcelona. Perdonad si no os saluda como es debido, aunque puede oírnos perfectamente. Es un muchacho muy valiente, ¿verdad, González? Se le ocurrió nada menos que hacerse pasar por uno de mis muchachos. Claro que él no sabía lo buenos que son mis contactos... Lástima que no esté aquí mi médico para explicaros los detalles de su estado actual. Resulta muy interesante.
Además de Rick, BB es la única que no se ha retirado de inmediato al ver el cuerpo.
—Decorticación y descerebración con opistótonos —dice en tono de diagnóstico—. Indica daño en el fascículo corticoespinal y lesión cerebral severa —pellizca un brazo, tomando una pequeña porción de piel amarillenta. El cuerpo no reacciona en absoluto— ¿Qué le ha ocurrido?
—Ah: veo que entiendes de ingeniería sanitaria... Bueno, nuestro médico tuvo que trabajar bastante en él. El secreto era llegar al grado más profundo del coma de Escocia.
—Coma de Glasgow —dice BB.
—Glasgow... Veréis: se hace difícil dormir junto a alguien que se pasa la noche gimoteando, así que se me ocurrió la idea del coma para no tener que encerrarlo en algún sótano del edificio. Quería tenerlo siempre a mano.
Roza suavemente el huesudo brazo amarillo con su mano enguantada. Los diminutos músculos horripilantes se contraen al contacto y todo el cuerpo adquiere textura de carne de gallina.
Rick busca alrededor con la mirada. El fraticelli que los ha guiado hasta allí sigue esperando en la sala de butacas, hacia la mitad de la platea. Observa indolente lo que pasa en el escenario.
Francisco sigue dándole explicaciones a BB:
—Primero hubo que operarlo y después bajarle el nivel de glucosa e inyectarle ácido, o algo por el estilo. Lo verdaderamente difícil era conseguir que no perdiera sensibilidad. Tuve que insistir mucho en eso, pero creo que lo conseguimos. Lo que no tenemos muy claro es si sueña alguna vez, y en ese caso cómo puede distinguir la realidad de una pesadilla. Es un tema interesante... En fin: lástima que mi médico no sea tan buen cirujano plástico como neurólogo.
La mano enguantada de Francisco ha retirado muy despacio la venda que cubre los ojos y la nariz del policía.
A la nariz le falta todo el cartílago y los párpados han sido rajados. La mirada fija y oblicua queda al descubierto. La aparente carcajada desdentada ha adquirido de pronto una expresión de espanto.
Rick ha de retirar la vista.
—Es bonito pero muy delicado —dice Francisco, antes de dar una larga bocanada que hace brillar su cigarrillo—. Hay que mantenerle los ojos húmedos para que no se le sequen, hay que cuidar las heridas para que no se infecten, hay que estar atentos al suero, al tubo traqueal de respiración... Pero vale la pena dedicarle tiempo, me hace mucha compañía.
Se inclina sobre el cuerpo enroscado en la camilla y, casi delicadamente, introduce la brasa del cigarrillo en el oído haciéndolo girar mientras entra, como si lo apagara en un cenicero:
—¿Veis cómo lo siente? —dice—, mirad los ojos.
En efecto: una lágrima se forma en el ojo derecho y cae sobre el puente de la nariz. La postura y la expresión de la cara, sin embargo, permanecen impertérritas.
—¿Qué hace? —dice BB, y de un golpe seco retira la mano de Francisco.
El cigarrillo arrugado ha caído al suelo. El fraticelli que está sentado en la sala percibe la brusquedad del movimiento y se levanta. Rick se queda congelado esperando su reacción.
Pero Francisco ríe. Es una risa continua y aguda, un cloqueo de hiena.