Otra vuelta de tuerca (15 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Otra vuelta de tuerca
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La mujer estaba confundida.

—¿Y cuál es su remedio?

—En primer lugar, su lealtad; y luego, la de Miles.

Me miró con dureza.

—¿Cree usted que él...?

—¿Que él recurrirá a mí si se le presenta la ocasión? Sí, me atrevo aún a creerlo. En todo caso, deseo intentarlo. Llévese a su hermana lo más pronto que le sea posible y déjeme con él.

Yo misma estaba sorprendida ante las reservas de valor con que contaba, y tal vez por eso me desconcertaba más aún que ella no se decidiera.

—La única condición es que los niños no se vean a solas bajo ningún concepto antes de que Flora se marche.

Luego se me ocurrió que, a pesar del presumible aislamiento de la niña después de su vuelta del estanque, mi advertencia podía llegar demasiado tarde.

—¡No me diga usted que ya se han visto!

La señora Grose se ruborizó.

—¡Ay, señorita, no soy tan tonta para eso! Las tres o cuatro veces que me he visto obligada a abandonarla la he dejado siempre con alguna doncella. Ahora está sola, pero al salir he cerrado la puerta con mucho cuidado. Sin embargo...

¡Oh, había demasiadas cosas a prever!

—Sin embargo, ¿qué?

—Bueno... ¿Está usted segura de que el pequeño caballero...?

—No estoy segura de nadie más que de usted. Pero a partir de anoche tengo cierta esperanza. Creo que desea sincerarse conmigo. Creo que esa pobre, pequeña y exquisita víctima quiere hablarme. Anoche permaneció dos horas a mi lado, junto a la chimenea, en silencio, y tuve la impresión de que de un momento a otro podía comenzar a hablar.

La señora Grose miró a través de la ventana hacia el gris amanecer. Su mirada era dura.

—¿Y habló?

—No; aunque esperé y esperé, debo confesar que no lo hizo. Ni siquiera aludió a su hermana cuando, tras el largo silencio, nos besamos, para desearnos las buenas noches. De cualquier manera —continué—, no puedo permitir, si su tío ve a Flora, que vea también a Miles sin que yo haya concedido al niño, sobre todo ahora que las cosas se han puesto tan mal, un poco más de tiempo.

Mi amiga mostraba en ese terreno una resistencia que yo no acababa de comprender.

—¿Qué quiere decir con eso de un poco más de tiempo? —me preguntó.

—Bueno, un día o dos más... para hacerlo hablar. Para entonces podría estar ya de mi parte, y usted sabe lo importante que es eso. Si no ocurre nada, habré fracasado, sencillamente; y usted, en el peor de los casos, me habrá ayudado a hacer, cuando llegue a la ciudad, todo lo que sea posible —pero la señora Grose no parecía estar muy convencida, de modo que decidí acosarla—. A menos que usted no quiera marcharse.

Pude ver en su cara que, al fin, había tomado una determinación.

—Me iré, me iré... —se apresuró a decir. Me iré esta misma mañana —y me tendió la mano como para sellar un juramento.

Quise ser equitativa.

—Si usted desea quedarse y esperar, puedo ingeniármelas para que la niña no tenga que verme.

—No, no; hay algo malo en este lugar. La niña debe marcharse —me observó un momento con los ojos fatigados y luego se decidió a continuar—: Ha pensado usted acertadamente, señorita. Yo misma...

—¿Qué?

—No puedo continuar aquí.

La mirada que me dirigía me sugirió nuevas posibilidades.

—¿Quiere usted decir que desde ayer ha visto...?

Sacudió la cabeza con dignidad.

—¡
He oído
!

—¿Oído?

—¡Horrores! De labios de esa niña. ¡Ay! —suspiró con trágico alivio. Le doy mi palabra de honor, señorita; dice cada cosa...

Pero ante aquella evocación se derrumbó; se dejó caer sobre el sofá y, tal como lo había visto hacer en otras ocasiones, dio rienda suelta a su angustia.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamé.

Se puso de pie de un salto y secóse los ojos con el dorso de la mano.

—¿Gracias a Dios? —gruñó.

—¡Esto me justifica!

—¡Desde luego, señorita!

No hubiera deseado un énfasis mayor.

—¿Tan horrible es?

Me di cuenta de que mi colega no encontraba las palabras con que expresarse.

—Algo realmente inconcebible.

—¿Sobre mí?

—Sí, señorita, sobre usted.., puesto que debe saberlo. Dice cosas que rebasan todo límite, algo inconcebible en una niña. No sé dónde pudo haberlo aprendido.

—¿El espantoso lenguaje que usa al hablar de mí? ¡Yo sí puedo decírselo! —exclamé, estallando en una risa lo bastante significativa.

Pero mi amiga se puso todavía más seria, si era posible.

—Bueno, tal vez también yo debería saberlo... ya que muchas de esas cosas las había oído antes. Sin embargo, no puedo soportarlo —repitió al tiempo que echaba una ojeada a mi reloj, colocado sobre la mesa de noche—. Debo irme.

Logré retenerla tomándola por un brazo.

—Pero si usted no puede soportarlo...

—¿Cómo puedo seguir con ella, quiere usted decir? Pues precisamente para eso, para sacarla de aquí. Para alejarla de
ellos
.

—¿Para que sea diferente? ¿Para que se libere? —pregunté, casi con alegría—. Entonces, no obstante lo ocurrido ayer, ¿usted
cree...
?

—¿En tales cosas?

La simple indicación "de ellos" no requirió, a la luz de su expresión, mayores detalles; tuve el convencimiento de que estaba más que nunca de mi parte.

—¡Sí, sí, creo!

Tuve una gran alegría. ¡Seguíamos aún hombro con hombro; y mientras continuara teniendo esa seguridad, no me importaba nada de lo que pudiera ocurrir! Sería mi apoyo en presencia del desastre, de la misma manera que lo había sido durante mi necesidad inicial de contar con una confidente. Si mi amiga respondía por mi integridad, yo respondería por todo lo demás.

No obstante, sentí una nueva preocupación en el momento en que nos separábamos.

—Acabo de recordar una cosa: la carta en la que daba la voz de alarma habrá llegado a la ciudad antes que usted.

Volví a percibir una vez más lo mucho que había sido maltratada en el bosque y cuán amedrentada había quedado.

—Su carta, señorita, no llegará nunca. No fue enviada.

—¿Qué fue de ella entonces?

—¡Sólo Dios lo sabe! El señorito Miles...

—¿Quiere usted decir que él la cogió?

La señora Grose titubeó, pero al fin terminó por vencer su aversión.

—Quiero decir que ayer, cuando regresé con Flora, me di cuenta de que no estaba donde usted la había puesto. Más tarde tuve ocasión de interrogar a Luke, quien me dijo que ni siquiera la había visto —volvimos a intercambiar en ese momento una más de nuestras profundas miradas, y fue la señora Grose la primera en reaccionar—. ¿Comprende?

—Comprendo que si Miles la tomó, lo más probable es que la leyera y la destruyera.

—¿Y no ve usted nada más?

La miré unos instantes con una triste sonrisa.

—Debo admitir que, a estas alturas, sus ojos están más abiertos que los míos.

Así era, pero ella no pudo evitar el ruborizarse al ver su superioridad.

—Eso me revela lo que pudo haber hecho en la escuela —hizo una mueca casi cómica para demostrar su desilusión ante mi falta de agudeza—. ¡Robar!

Di vuelta a aquella idea en mi mente, tratando de ser más prudente en mis juicios.

—Bueno, tal vez.

Me miró con un reproche, como si me encontrara inesperadamente tranquila.

—¡Robó cartas!

No podía comprender mis razones para mantener la calma, después de todo, bastante superficial; de manera que se las expuse como pude.

—En ese caso, espero que haya sido para obtener algo más provechoso que ahora. La nota que dejé ayer sobre la mesa —expliqué— le habrá reportado un beneficio ínfimo, ya que no contenía sino la escueta petición de una entrevista. Supongo que ahora se sentirá muy avergonzado de haber ido tan lejos para obtener tan poco, y creo que lo que anoche deseaba era confesarme su falta.

Me pareció que, por el momento, se me había aclarado todo el asunto.

—Déjenos, déjenos —continué, acompañando a mi amiga hasta la puerta—. Miles acudirá a mí. Confesará. Si confiesa, está salvado. Y si el está salvado...

—¿También lo estará usted? —mi amiga me besó y yo correspondí a su afecto—. ¡Yo la salvaré a usted sin él! —exclamó mientras se alejaba.

XXII

Sin embargo, cuando ella se hubo marchado —y la eché de menos en el mismo instante de la partida— fue cuando en realidad se produjo la gran explosión. Si hubiera podido prever lo que significaba encontrarse a solas con Miles, eso me habría servido de aviso. Ninguna hora de mi estancia en Bly estuvo tan llena de aprensiones como ésa en que supe que el carruaje que transportaba a la señora Grose y a mi joven pupila cruzaba las verjas del parque. Quedaba, me dije a mí misma, cara a cara con los elementos, y durante la mayor parte del día, mientras combatía mi debilidad, tuve ocasión de meditar en lo temeraria que había sido. Sobre todo, porque por primera vez pude ver en el rostro de otras personas un confuso reflejo de la crisis.

Lo que había sucedido, naturalmente, no pudo pasar inadvertido para la servidumbre; nadie lograba explicarse la repentina marcha de la señora Grose. Criados y doncellas mostraban un aire receloso que, indudablemente, tenía que repercutir en mi sistema nervioso. Sólo tomando deliberadamente el timón logré impedir el naufragio total; y me atrevería a decir que, a pesar de todo, esa mañana tenía yo un aspecto magnífico y severo. Recibí con beneplácito la idea de que tenía mucho que hacer sobre mis hombros, y al ser consciente de ello me sentí notablemente fortalecida. Durante un par de horas vagué por la casa en aquel estado de ánimo, y con toda seguridad tenía el aspecto de estar preparada para cualquier combate. Sin embargo, aquí debo confesar que deambulaba con un corazón desfalleciente.

La persona al parecer menos preocupada, por lo menos hasta la hora del almuerzo, fue el propio Miles. Durante mis paseos por la casa no logré vislumbrarlo por ninguna parte, pero aquel hecho sólo contribuyó a hacer más público el cambio ocurrido en nuestras relaciones como consecuencia del engaño de que me había hecho víctima, al retenerme a su lado junto al piano, para que Flora pudiera escapar. La publicidad de que algo marchaba mal había comenzado con el confinamiento y la marcha posterior de Flora, y en la inobservancia de las horas de clases que regularmente teníamos. Miles ya no estaba en su cuarto cuando entré en él a primeras horas de la mañana; luego me enteré de que había desayunado, en presencia de un par de doncellas, con la señora Grose y su hermana. Después había salido, según dejó dicho, a dar un paseo; eso, más que nada, mostró su franca opinión sobre el brusco cambio habido en mis funciones. Faltaba sólo aclarar hasta qué punto iba a permitirme el ejercicio de aquellas funciones. De todos modos era un alivio, al menos para mí, renunciar a cualquier fingimiento. Entre las muchas cosas que habían emergido a la superficie se encontraba el absurdo, debo confesarlo abiertamente, de que continuáramos prolongando la ficción de que yo pudiera enseñar algo más al niño. Era más que evidente que, gracias a pequeños trucos tácitamente aceptados, él más que yo, se preocupaba por no herir mi dignidad, pues yo no era capaz de ejercer de profesora de ese niño. De cualquier manera, ahora gozaba de la libertad que había reclamado; y yo no iba a coartársela. Se lo había demostrado la noche anterior, al permitirle que permaneciera en la sala de las clases sin formularle ninguna pregunta, sin hacerle ninguna sugerencia. Estaba decidida a aplicar estrictamente mi nuevo sistema. Sin embargo, cuando al fin lo tuve ante mí, la dificultad de aplicarlo se presentó en toda su intensidad. Mis ojos no pudieron descubrir en su hermosa figura ninguna mancha, ninguna sombra de lo que había ocurrido.

Para indicar a la servidumbre el tono de elegancia que había decidido implantar, pedí que nuestras comidas fueran servidas en el comedor de la planta baja. Así que, mientras lo esperaba en medio del pesado lujo de aquel salón, al lado de la ventana por la cual había recibido, gracias a la señora Grose, aquel primer espantoso domingo, el primer rayo de algo que difícilmente podría ser llamado luz, volví a sentir una y otra vez que mis posibilidades de éxito dependían sobre todo de mi voluntad, la voluntad de cerrar los ojos todo lo posible a la verdad, la verdad de que tenía que tratar con algo que era repugnantemente contrario a la naturaleza. Lo único que podía hacer era tomar a la naturaleza a mi servicio y considerar mi monstruosa hazaña como una incursión en una dirección desacostumbrada y, por supuesto, desagradable, pero que me exigía, después de todo, si quería hacerle frente con éxito, dar sólo otra vuelta de tuerca a una virtud humana ordinaria. Ninguna de mis tentativas requería un tacto tan extraordinario como ese intento de extraer de mí misma
toda
la naturaleza. ¿Cómo podía poner un poco de dicho tacto en una supresión de alusiones a todo lo ocurrido? ¿Cómo, por otra parte, podía hacer alguna alusión sin sumergirme aún más en aquella detestable oscuridad? Después de un rato encontré una especie de respuesta, que fue confirmada por la repentina visión de todo lo que de raro había en mi pequeño pupilo. Era como si aun entonces hubiera encontrado —lo que tan a menudo había ocurrido durante las lecciones— otra delicada manera de facilitarme las cosas. ¿No era ya luminoso el hecho, que mientras compartíamos nuestra soledad revistió un brillo extraordinario, el hecho, digo, de que —y esto lo supe gracias a la oportunidad, a la preciosa oportunidad que se había presentado— sería descabellado, en el caso de un niño tan dotado, renunciar a la ayuda que se pudiera extraer de su inteligencia? ¿Para qué le había sido concedida aquella inteligencia si no era para salvarse? ¿No era aún posible alcanzar su alma, correr el riesgo de tender el brazo hacia su espíritu? Y cuando estuvimos frente a frente en el comedor me pareció que literalmente me mostraba el camino. El cordero asado estaba ya sobre la mesa cuando Miles entró en el comedor. Antes de sentarse, permaneció un momento de pie, con las manos en los bolsillos, y miró la carne como si se dispusiera a hacer un comentario humorístico sobre ella. Sin embargo, lo que dijo fue:

—Quiero saber, querida, si está realmente tan enferma.

—¿La pequeña Flora? No, no está muy mal, y pronto se repondrá. Londres le sentará bien. Bly, en cambio, había dejado de convenirle. Siéntate y come tu cordero.

Me obedeció al instante, se sirvió carne y luego volvió al tema.

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