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Authors: Henry James

Tags: #Fantástico, Terror

Otra vuelta de tuerca (12 page)

BOOK: Otra vuelta de tuerca
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Sentada ante mi propia mesa y a la clara luz del mediodía, vi a una persona a la que, sin mi experiencia previa, hubiera podido tomar por una sirvienta que había permanecido en la casa para cuidar de ella, y la cual, aprovechando que no había nadie, había decidido utilizar mis plumas, mi papel y mi tinta para escribir una carta a su enamorado. Se notaba que hacía un esfuerzo de concentración mientras, con los codos sobre la mesa, apoyaba la cara en ambas manos. Noté que, a pesar de mi entrada, persistía en su extraña actitud. Luego su identidad se encendió en mi cerebro como un fogonazo; la desconocida se puso de pie y con ese simple acto dejó de ser una extraña para mí. Se puso de pie, pero no como si me hubiera oído, sino con una indescriptible y profunda melancolía, mezcla de indiferencia y despego y, a una docena de pasos de donde yo estaba, se irguió mi vil predecesora. Estaba ante mí, deshonrada y trágica, pero mientras la miraba fijamente, tratando de retener sus rasgos para recordarlos, la espantosa imagen se desvaneció. Oscura como la medianoche, con su vestido negro, su macilenta belleza y su indescriptible aflicción, me había mirado el tiempo suficiente para decirme que su derecho a sentarse a mi mesa era tan bueno como el mío para sentarme a la suya. En realidad, durante aquel brevísimo instante tuve la extraordinaria sensación de que la intrusa era yo. Aquello despertó en mí una apasionada protesta; no pude sino gritarle:

—¡Mujer miserable y vil!

El sonido de mi voz recorrió el largo pasillo y la casa entera. Ella me miró como si me oyera, pero yo ya me había recobrado de la impresión. Un segundo después no había en la habitación más que el resplandor del sol y la sensación de que debía quedarme allí.

XVI

Estaba tan absolutamente convencida de que el regreso de mis discípulos sería tan estruendoso, que no pude sino sorprenderme al comprobar que nadie hacía la menor alusión a mi ausencia. En vez de denunciar y reprocharme alegremente mi abandono, como yo había supuesto, no hicieron la menor alusión a lo ocurrido; y al darme cuenta de que tampoco la señora Grose decía nada, comencé a estudiar con detenimiento su extraño rostro. De mi escrutinio deduje que ellos se las habían ingeniado de alguna manera para reducirla al silencio; un silencio que, sin embargo, yo estaba dispuesta a romper a la primera oportunidad. Tal oportunidad se presentó antes de la hora del té: logré estar cinco minutos a solas con ella en la portería, donde, a la luz del atardecer y entre el olor a pan recién horneado, con el lugar perfectamente limpio, la encontré plácidamente sentada frente a la chimenea. Me parece verla aún: mirando a la llama desde su estrecha silla en el oscuro y brillante cuarto, era una clara imagen de la marginación... una imagen de gavetas cerradas con llave y de paz sin sobresaltos.

—¡Oh, sí!, me pidieron que no dijera nada... y por complacerlos... sí, se los prometí. Pero dígame: ¿qué le ocurrió?

—Sólo me había propuesto caminar con usted hasta la iglesia —le dije—. Tenía que volver para encontrar a una amiga.

No ocultó su sorpresa.

—¿Una amiga? ¿Usted?

—Sí, sí, tengo un par de amigos —y me eché a reír—. Pero ¿le dieron a usted alguna razón los niños?

—¿Para que no aludiera a su inesperado regreso? Sí, dijeron que usted lo prefería de esa manera. ¿Es cierto?

Mi expresión, en ese momento, pareció alarmarla.

—De ninguna manera —exclamé; y un instante después añadí—: ¿Le dijeron por qué lo prefería así?

—No, el señorito Miles sólo me dijo que debíamos hacer lo que a usted le gustaba.

—Me gustaría que él lo hiciera. ¿Y Flora qué dijo?

—La señorita Flora fue también muy gentil. Lo único que dijo fue: "Desde luego, desde luego"; y yo dije lo mismo.

Me quedé un momento pensativa.

—Fue usted también muy amable... Todos lo fueron... Me parece oírlos. Sin embargo, entre Miles y yo todo ha terminado.

—¿Todo ha terminado? —mi compañera me miraba sorprendida—. ¿Pero qué, señorita?

—Todo. No importa. He tomado una decisión. Volví a casa, querida —continué—, para hablar con la señorita Jessel.

Ya para esa época había adquirido la costumbre de proporcionar a la señora Grose las sorpresas más desconcertantes; a pesar de todo, no pudo evitar en esa ocasión un significativo parpadeo.

—¡Hablar! ¿Quiere usted decir que ella habla?

—Para eso vine. A mi regreso la encontré sentada en el salón de las clases.

—¿Y qué le dijo?

Puedo aún oír a la buena mujer y recordar su candorosa estupefacción.

—¡Que sufre los tormentos...!

Esas palabras hicieron que sus ojos se desorbitaran como platos.

—¿Quiere usted decir —preguntó ansiosamente— de los perdidos, de los condenados?

—De los perdidos, de los condenados. Y ha decidido compartirlos...

Me interrumpí, horrorizada por aquella idea. Pero mi compañera, con menos imaginación, preguntó:

—¿Para compartirlos con quién?

—Con Flora.

La señora Grose hubiera salido corriendo de allí si yo no hubiese estado preparada para ello. Continué, antes de que tuviera tiempo de reaccionar:

—Sin embargo, como le he dicho, la cosa carece de importancia.

—¿Porque ha tomado una decisión? ¿Qué ha decidido?

—Todo.

—¿Y a qué llama usted "todo"?

—Mandar llamar a su tío.

—¡Oh señorita!, hágalo por favor —exclamó mi amiga.

—Claro que lo haré; lo haré. Estoy convencida de que es la única solución. Y si Miles cree que tengo miedo de hacerlo y piensa aprovecharse de eso, verá que se equivoca. Sí, sí; su tío se enterará por mi boca, en este mismo lugar (y delante del propio Miles, si es necesario), de los motivos que tengo para no haberme preocupado de mandarlo a la escuela...

—Sí, señorita... —dijo mi compañera.

—Bueno, está ese terrible motivo.

Había ya para entonces tantos motivos, que mi pobre colega —había que excusarla por esto— se perdía entre ellos.

—¿Cuál...?

—La carta de su antigua escuela.

—¿Se la mostrará al amo?

—Debí hacerlo en el preciso instante en que la recibí.

—¡Oh, no! —replicó la señora Grose con decisión.

—Le diré —continué inexorablemente— que no puedo cuidar a un chico que ha sido expulsado...

—¡Pero si nunca hemos llegado a saber por qué lo expulsaron! —protestó la señora Grose.

—Por malvado. ¿Por qué otra cosa iba a ser, siendo tan listo, tan apuesto, tan aplicado? ¿Es acaso estúpido? ¿Desaliñado? ¿Idiota? Por el contrario, es exquisito... Así que tiene que haber sido por eso; y eso permitirá airear todo el asunto. Después de todo —dije—, la culpa es del tío, por haberlo dejado en manos de semejantes personas...

—Él, en realidad, no las conocía. La culpa es mía —dijo ella, y estaba terriblemente pálida.

—Bueno, usted no va a salir perjudicada —le respondí.

—Pero los niños sí —replicó enfáticamente.

Permanecí en silencio durante un momento, y nos miramos una a otra.

—Entonces, ¿qué voy a decirle?

—No necesita usted decirle nada. Yo se lo diré.

Sopesé sus palabras.

—¿Quiere usted decir que va a escribirle...? —me acordé de que no sabía hacerlo y añadí:

—¿Cómo va usted a comunicarse con él?

—Se lo pediré al alguacil. Él sabe escribir.

—¿Y le pedirá usted que relate nuestra historia?

Mi pregunta tuvo una fuerza sarcástica que yo no había pretendido darle, pero que sirvió para desanimar a la señora Grose. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

—¡Ay, señorita, escríbale usted!

—Bueno, lo haré esta noche —le respondí, y en ese momento nos separamos.

XVII

Esa misma noche llegué, en efecto, a escribir el párrafo inicial. El tiempo había vuelto a cambiar, soplaba un fuerte viento, y debajo de la lámpara de mi habitación, con Flora que dormía apaciblemente a mi lado, permanecí sentada durante largo rato ante una hoja de papel en blanco y escuchando el repiqueteo de la lluvia sobre los cristales de las ventanas. Finalmente, cogí una vela y salí del cuarto. Atravesé el pasillo y pegué el oído ante la puerta de Miles. Lo que, en mi constante obsesión, había esperado escuchar, era un sonido revelador de que el niño no estaba durmiendo. De pronto capté uno, pero no revestía la forma que había esperado. Su voz tintineó:

—¿Es usted? Entre, por favor.

Fue una nota de alegría en medio de las tinieblas.

Entré, pues, con mi vela y lo encontré ya acostado, pero completamente despierto.

—¿Qué hace, levantada a esta hora? —me preguntó con una cordialidad que me hizo pensar que, si la señora Grose hubiera estado presente, habría buscado en vano una prueba de que entre Miles y yo todo había terminado.

Me incliné sobre él con mi vela.

—¿Cómo supiste que estaba yo allí?

—Bueno, la oí, desde luego. ¿Imagina acaso que no hace ningún ruido? ¡Si parece un escuadrón de caballería! —y se echó a reír alegremente.

—Entonces, ¿no dormías?

—No. Me gusta tenderme en la cama y pensar.

Dejé la vela en la mesilla de noche y luego, como me tendía una mano amistosa, me senté en el borde de la cama.

—¿Y se puede saber en qué piensas? —le pregunté.

—¿Podría pensar en otra cosa, querida, que no fuera en usted?

—¡Ah, me enorgullece conocer esa preferencia! Pero yo preferiría que durmieras.

—Bueno, ¿sabe usted?, también pienso en ese extraño asunto nuestro.

Observé la frialdad de su firme manita.

—¿Qué asunto extraño, Miles?

—Bueno, el modo en que me está educando. ¡Y todo lo demás!

Por un instante se me cortó el aliento, y entonces, a la mortecina luz de la vela, vi cómo me sonreía desde la almohada.

—¿A qué te refieres con "todo lo demás"?

—¡Oh, usted lo sabe, lo sabe!

No pude decir nada durante un minuto, aunque sentí, mientras continuábamos asidos de las manos y mirándonos a los ojos, que mi silencio era una tácita admisión del cargo, y que nada en el mundo real era en esos instantes tan fabuloso como nuestra verdadera relación.

—Por supuesto, volverás a la escuela —le dije—, si es eso lo que te preocupa. Pero no a las de antes... Debemos buscar otra... una mejor. ¿Cómo iba a saber que este asunto te preocupaba, cuando nunca me lo habías dicho antes?

Su rostro, atento, enmarcado en la blancura de la almohada, resultaba tan patético como el de un paciente grave de un hospital infantil; y yo hubiera dado todo lo que poseía en el mundo por ser en verdad la enfermera o la hermana de la caridad que pudiera ayudarlo a sanar. Pero, aun como estaban las cosas, tal vez pudiera ser útil...

—Nunca te oí decir una sola palabra sobre tu escuela; nunca hiciste mención de ella para nada.

Pareció sorprenderse; seguía sonriendo encantadoramente, pero era evidente que lo que se proponía era ganar tiempo.

—¿Nunca lo hice? ¿De veras?

No, no me estaba reservado a mí ayudarle; quien lo haría sería el espectro que había yo visto.

Algo en su tono y en la expresión de su rostro impresionó dolorosamente mi corazón; sentí un latido de dolor como nunca antes había sufrido otro; me resultaba intolerablemente conmovedor presenciar el trabajo de su cerebro desconcertado, sus escasos recursos puestos en tensión, luchando entre su inocencia y la perversidad que le había sido inoculada.

—No... nunca, desde que llegaste a Bly. Nunca has mencionado a uno solo de tus maestros, ni a ningún camarada; nada, en fin, de lo que te sucedió en la escuela. Nunca, pequeño Miles, no, nunca has aludido ni siquiera de paso a lo que ha podido ocurrirte allí. Por consiguiente, te podrás imaginar cuán a oscuras me encuentro. Hasta que me lo dijiste esta mañana, no habías hecho, desde el primer momento en que te vi, ninguna referencia a tu vida anterior. Me pareció que aceptabas perfectamente el presente.

Era extraordinario ver cómo mi absoluta convicción de su secreta precocidad (o de cualquier manera como llamara yo al veneno de una influencia que apenas me atrevía a mencionar) le hacían parecer, a pesar de su confusión, tan accesible como cualquier adulto, obligándome a tratarlo como a una persona mayor e intelectualmente como a un igual.

—Pensé que deseabas continuar como hasta ahora.

Me sorprendió que, al oír estas últimas palabras, su rostro se coloreara ligeramente. De todos modos, sacudió levemente la cabeza como un convaleciente que empezara a fatigarse.

—No es... no es así... Quiero salir de aquí.

—¿Estás cansado de Bly?

—No, me gusta Bly.

—¿Entonces...?

—¡Oh, usted sabe bien lo que un chico necesita!

Tuve la impresión de que no lo sabía tan bien como Miles; busqué un subterfugio.

—¿Quieres ir con tu tío?

De nuevo, con su bello e irónico rostro, hizo un movimiento sobre la almohada.

—¡Ah, no puede usted librarse de eso!

Permanecí un momento en silencio. En ese momento fui yo quien cambió de color.

—Querido, no pretendo querer librarme de eso.

—Aunque quisiera, no podría. ¡No podría, no podría! —repitió alegremente—. Mi tío debe venir a Bly, y usted debe arreglar las cosas para que eso ocurra.

—Si lo hacemos —respondí con cierta vivacidad—, puedes estar seguro que será para sacarte de aquí.

—Muy bien. ¿No comprende que eso precisamente es lo que estoy deseando? Tendrá que decirle lo que hasta ahora ha callado. ¡Tendrá que decirle una enorme cantidad de cosas!

La pasión con que dijo aquello me ayudó en ese momento a hacerle frente con mayor firmeza.

—¿Y cuántas tendrás que contarle

? Te preguntará ciertas cosas.

Meditó un minuto.

—Es muy probable. ¿Cuáles, por ejemplo?

—Las que nunca me has dicho. Tendrá que saberlas para que pueda decidir qué hacer contigo. No podrá enviarte de nuevo a la misma escuela...

—¡Tampoco yo quiero volver! —estalló—. Deseo que me mande a un nuevo lugar.

Hablaba con admirable serenidad, con positiva y abierta alegría; e, indudablemente, fue eso lo que más me hizo evocar la anormal tragedia infantil de su posible reaparición, al cabo de unos tres meses, con toda su bravuconería y aun con más deshonor encima. Me abrumó descubrir que era yo incapaz de soportarlo.

Me recosté en la almohada y, en la ternura de mi compasión, lo abracé.

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