Authors: Frederick Forsyth
Señaló a un hombre situado sobre una tarima, en el otro extremo de la sala, seguramente para vigilar que los visitantes no extrajeran páginas de las carpetas. Miller se puso en pie y estrechó la mano del policía.
—Muchas gracias por todo.
—De nada.
Sin reparar en los otros tres o cuatro visitantes diseminados por la sala, Miller se puso la cabeza entre las manos y empezó a hojear el expediente de la SS sobre Eduard Roschmann.
Allí constaba todo: número de afiliado al Partido Nazi. número de la SS, solicitud de ingreso extendida y firmada de puño y letra del aspirante, ficha médica, informe después del período de adiestramiento,
curriculum vitae
autógrafo, copias carbón, nombramiento de oficial y certificados de ascenso hasta abril de 1945. Había, además, dos fotografías tomadas para el fichero de la SS, una de frente y otra de perfil. En ellas aparecía un hombre de un metro ochenta y cinco de estatura, cabello cortado a cepillo y raya a la izquierda que miraba a la cámara con expresión huraña, nariz afilada y boca sin labios. Miller empezó a leer.
Eduard Roschmann había nacido el 25 de agosto de 1908, en la ciudad austríaca de Graz. Era, pues, súbdito austríaco, hijo de un honrado cervecero. Fue al parvulario, a la escuela primaria y al instituto en Graz. Asistió a un colegio universitario, con intención de estudiar leyes, pero fracasó. En 1931, a los veintitrés años, entró en la cervecería donde trabajaba su padre, y en 1937 pasó de la fábrica a las oficinas. Aquel mismo año se unió al partido nazi austríaco y a la SS, organizaciones que en aquella época estaban prohibidas en la neutral Austria. Un año después, Hitler se anexionaba Austria y recompensaba a todos los nazis austríacos con rápidos ascensos.
En 1939, cuando estalló la guerra, Roschmann se ofreció voluntario a la Waffen-SS, fue enviado a Alemania, recibió entrenamiento durante el invierno de 1939 y la primavera de 1940 y sirvió en una unidad de la Waffen-SS durante la ocupación de Francia. En diciembre de 1940 fue trasladado a Berlín. Aquí, alguien había escrito la palabra «cobardía» en el margen, y en enero de 1941 fue agregado a la SD, oficina Tres de la RSHA.
En julio de 1941 escaló el primer puesto de la SD en Riga, y al mes siguiente fue nombrado comandante del ghetto de Riga. En octubre de 1944 regresó a Alemania por mar y, después de entregar el resto de los judíos de Riga a la SD de Danzig, regresó a Berlín y volvió a ocupar su escritorio en el Cuartel General de la SS, en espera de que se le asignara nuevo destino.
Evidentemente, el último documento de la carpeta no estaba completo, sin duda porque el minucioso escribiente del Cuartel General de la SS en Berlín se había dado buena prisa en asignarse a sí mismo un nuevo destino en mayo de 1945.
Al final del expediente había una hoja, agregada seguramente por una mano americana después de la guerra, en la que se leía, escrito a máquina:
«Recibida consulta de las autoridades inglesas de ocupación en diciembre de 1947.»
Al pie figuraba la firma de un GI, del que ya nadie debía acordarse, y la fecha: 21 de diciembre de 1947.
Miller sacó de la carpeta la autobiografía, las dos fotos y la última hoja y se acercó al empleado del fondo de la sala.
—¿Podría sacar fotocopia de esto?
—Sí, señor.
El hombre dejó la carpeta encima de su escritorio, en espera de que le fueran devueltos los tres documentos. Otro hombre se acercó y entregó también una carpeta y dos hojas para copiar. El empleado las dejó todas en una bandeja, situada a su espalda, de donde las recogió la mano de un empleado que esperaba oculto a la vista.
—Tengan la bondad de esperar. Tardarán unos diez minutos —dijo el empleado a Miller y al otro hombre.
Los dos volvieron a sus mesas respectivas y se sentaron a esperar. Miller tenía ganas de encender un cigarrillo, pero allí estaba prohibido fumar. El otro hombre, que tenía un aspecto muy pulcro y cuidado, con el pelo canoso y un abrigo gris antracita, había cruzado las manos sobre el regazo.
A los diez minutos se oyó un roce de papeles y, por la rendija situada detrás del empleado, cayeron dos sobres. El los levantó en alto, y Miller y el otro hombre se acercaron. El empleado miró el interior de uno de los sobres.
—¿El expediente de Eduard Roschmann? —preguntó.
—Aquí —dijo Miller, extendiendo la mano.
—Entonces, esto es para usted —dijo al otro hombre, que miraba a Miller de soslayo. El del abrigo gris cogió su sobre y se dirigió hacia la puerta, caminando al lado de Miller. Una vez fuera, Miller bajó corriendo la escalera, subió al «Jaguar» y se alejó camino de la ciudad. Una hora después, llamaba por teléfono a Sigi.
—Regreso a casa para Navidad —le dijo.
A las dos horas, salía de Berlín Occidental. Mientras su automóvil se acercaba al primer puesto fronterizo en Drei Linden, en un coquetón apartamento de la Savigny Platz, el hombre del abrigo gris estaba marcando un número de teléfono de la Alemania Occidental. Cuando le contestaron, se dio a conocer con una sola palabra.
—Hoy estuve en el Centro de Documentación —dijo después—. Investigación rutinaria, ya sabe, lo mío. Había allí un hombre que estaba leyendo el expediente de Eduard Roschmann. Mandó sacar fotocopia de tres hojas. Después del mensaje que ha circulado últimamente, me ha parecido que sería mejor que usted lo supiera.
Desde el otro extremo del hilo le hicieron varias preguntas en rápida sucesión.
—No, no he podido averiguar su nombre. Se marchó en un coche deportivo negro. Sí, sí, lo tomé. Matrícula de Hamburgo. —La leyó lentamente, mientras su interlocutor la anotaba. —Sí, me pareció que sería conveniente. Quiero decir que con esos fisgones nunca se sabe. Sí, gracias… Muy amable… Bien. Lo dejo en sus manos… Feliz Navidad,
Kamerad.
Navidad era el miércoles de aquella semana. El hombre que había recibido la llamada del informador residente en Berlín no transmitió la noticia hasta después de las fiestas. Para ello, se puso al habla con el jefe supremo de la organización en Alemania Occidental.
El que contestó al teléfono le dio las gracias, colgó el aparato y se recostó en su confortable sillón giratorio tapizado de piel, mientras contemplaba por la ventana de su despacho los tejados de la Ciudad Vieja, blancos de nieve.
—
¡Verdammt
y mil veces
verdammt
! —murmuró—. ¿Por qué precisamente ahora? ¿Por qué?
Para sus conciudadanos, era éste un brillante abogado que contaba con una gran clientela. Para la veintena de subalternos que tenía diseminados por la República Federal y Berlín Occidental, era el jefe supremo de ODESSA en Alemania. Su teléfono no figuraba en la guía, y su nombre clave era
Werwolf
, es decir, licántropo u hombre-lobo.
A diferencia de su homónimo de la mitología de Hollywood y del cine británico, el Werwolf alemán no es un tipo raro al que le crecen pelos en las manos en las noches de luna llena. En la antigua mitología germánica, el
Werwolf
es una figura patriótica que, cuando los héroes teutónicos tienen que exiliarse, obligados por el invasor, él permanece en el país y, desde las sombras de los grandes bosques, dirige la resistencia. Actúa de noche, sin ser visto, y por todo rastro deja una huella de lobo impresa en la nieve.
Cuando acabó la guerra, varios oficiales de la SS, convencidos de que los invasores aliados serían destruidos en poco tiempo, adiestraron y adoctrinaron a unos grupos de mozalbetes fanáticos para que permanecieran en la brecha, saboteando a los ocupantes aliados. Los formaban en Baviera, que estaba ya siendo ocupada por los americanos. Aquéllos fueron los primeros
werwolves.
Afortunadamente para ellos, no llegaron a poner en práctica sus enseñanzas, ya que, después de descubrir Dachau, los GIs sólo estaban esperando que alguien hiciese algo.
Cuando, tres o cuatro años después de la guerra, ODESSA empezó a infiltrarse en la Alemania Federal, su jefe supremo era uno de los que adiestraron a los
werwolves
de 1945. El adoptó el nombre para sí. Era lo bastante simbólico y melodramático para satisfacer la afición de los alemanes por el teatro. Ahora bien: la forma en que ODESSA despachaba a los que contrariaban sus planes, nada tenia de teatral.
El
Werwolf
de fines de 1963 era el tercero que ostentaba el titulo. Se trataba de un hombre fanático y astuto, y se mantenía en constante contacto con sus superiores de la Argentina, para velar por los intereses de todos los antiguos miembros de la SS que permanecían en Alemania Occidental y, muy particularmente, los de alta graduación o que figuraban en lugar preferente en las listas de reclamados.
Con la mirada fija en la ventana, el
Werwolf
pensaba ahora en el general Gluecks de la SS, que treinta y cinco días atrás, en un hotel de Madrid, le había hablado de la importancia de defender a toda costa el anonimato del propietario de la fábrica de radios, el llamado
Vulkan
, que preparaba los sistemas de dirección de los cohetes egipcios. El era la única persona en Alemania que sabía que, en una época anterior de su vida,
Vulkan
era conocido por el nombre de Eduard Roschmann.
El
Werwolf
miró el bloc de notas en que había escrito el número de la matrícula del coche de Miller, y oprimió el pulsador. En seguida se oyó la voz de su secretaria, que le contestaba desde la oficina contigua.
—Hilda, ¿cómo se llama ese detective privado que empleamos el mes pasado en el caso de divorcio?
—Un momento. —Un roce de papeles, mientras ella buscaba en la carpeta. —Memmers, Heinz Memmers.
—¿Me da su número de teléfono? No, no le llame, sólo deme el número.
Lo anotó debajo de la matrícula del coche y retiró el dedo de la tecla del intercomunicador.
Luego se levantó y se acercó a una caja fuerte empotrada en la pared de hormigón de la oficina. De la caja sacó un grueso y pesado libro y lo llevó a su escritorio. Después de hojearlo brevemente, encontró lo que buscaba. Sólo había dos Memmers, Heinrich y Walter. Siguió con el dedo la línea correspondiente a Heinrich, Heinz en diminutivo. Anotó la fecha de nacimiento, calculó la edad que tenía en 1963 y recordó el rostro del detective privado. La edad concordaba. Anotó otros dos números que aparecían junto al nombre de Heinz Memmers, cogió el teléfono y pidió a Hilda una línea con el exterior.
Al oír la señal, marcó el número que le había dado su secretaria. Al cabo de una docena de timbrazos, contestó una voz femenina.
—Oficina Memmers de Investigación Privada.
—Póngame con Herr Memmers —dijo el abogado.
—¿Quién le llama? —preguntó la secretaria.
—No importa eso, pásemelo y dése prisa.
Hubo una pausa. El tono de su voz surtió efecto.
—Sí, señor —dijo ella.
Al cabo de un minuto, una voz ronca contestó:
—Aquí Memmers.
—¿Es usted Herr Heinz Memmers?
—Sí. ¿Con quién hablo?
—No se preocupe por eso. Mi nombre no importa. Dígame, el número doscientos cuarenta y cinco mil setecientos dieciocho ¿significa algo para usted?
Silencio en el teléfono, y después un profundo suspiro de Memmers al comprobar que acababan de darle su antiguo número de afiliado a la SS. El libro que ahora estaba abierto encima de la mesa del
Werwolf
era una lista de todos los miembros de la SS. Volvió a oírse la voz de Memmers, áspera y suspicaz.
—¿Qué puede significar?
—¿Le interesaría saber que mi propio número no tiene más que cinco cifras,
Kamerad
?
El cambio fue instantáneo. Cinco cifras sólo las tenían los oficiales de alta graduación.
—Sí, señor.
—Bien —continuó el
Werwolf
—. Tengo un trabajo para usted. Un intruso ha estado indagando sobre uno de nuestros
Kameraden.
Quiero saber quién es.
—
Zu Befehl!
(A la orden.)
—Muy bien. Pero, entre nosotros, es suficiente
Kamerad
. Al fin y al cabo somos compañeros de armas.
—Sí,
Kamerad
.
La voz de Memmers sonaba satisfecha por el halago.
—Lo único que sé de él es el número de matrícula de su coche. Es de Hamburgo. —El
Werwolf
la leyó lentamente. —¿La tiene?
—Sí,
Kamerad
.
—Quisiera que fuera usted a Hamburgo personalmente. Del individuo me interesa nombre, dirección, profesión, familia, personas que dependen de él, posición social…, en fin, un informe en regla. ¿Cuánto tardaría?
—Unas cuarenta y ocho horas —dijo Memmers.
—Bien. Volveré a llamarle dentro de cuarenta y ocho horas. Y otra cosa: no debe entablar contacto personal con él. Si es posible, la información deberá hacerse de manera que él no sospeche que alguien ha indagado. ¿Está claro?
—Muy claro. No hay inconveniente.
—Cuando haya terminado, haga la cuenta y dígame por teléfono cuánto le debo. Le mandaré el dinero por correo.
—No habrá cargo,
Kamerad
—protestó Memmers—. Entre compañeros…
—Está bien. Le llamaré dentro de dos días.
El
Werwolf
colgó el teléfono.
Miller salió de Hamburgo aquella misma tarde y, por la misma autopista que había tomado dos semanas antes, vía Bremen, Osnabrück y Münster, se dirigió a Colonia, en Renania. Esta vez su punto de destino era Bonn, la pequeña y aburrida ciudad situada en la margen del río que Konrad Adenauer había elegido para capital de la República Federal porque él era oriundo de allí.
Al salir de Bremen, su «Jaguar» se cruzó con el «Opel» de Memmers, que iba hacia el Norte, con destino a Hamburgo. Los dos hombres viajaban en sentidos opuestos, cada uno a lo suyo, y no repararon el uno en el otro.
Había anochecido cuando Miller entró en la única calle larga de Bonn. Descubrió a lo lejos la gorra blanca de un agente de tráfico, se acercó y detuvo el coche a su lado.
—¿Podría indicarme por dónde se va a la Embajada británica?
—Cierran dentro de una hora —le advirtió el policía, un auténtico renano.
—Entonces tengo que apresurarme. ¿Dónde está?
El agente señaló en dirección al sur.
—Continúe por aquí, siguiendo la línea del tranvía. Más abajo, esta calle se convierte en la Friedrich Ebert Allee. Usted siga el tranvía. Cuando vaya a salir de Bonn para entrar en Bad Godesberg, la verá a su izquierda. Está iluminada y tiene la bandera inglesa en la fachada.