No hay silencio que no termine (51 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Regresé a mi caleta para prepararme una mezcla de leche en polvo azucarada y agua, suficiente para rendir dos cucharadas: una para Lucho y otra para mí. La marcha había sido muy dura para él. Traía la piel pegada a los huesos y yo temía que pudiera darle un coma diabético.

A la mañana siguiente, dos muchachos nuevos llegaron con una vara larga. Comprendí que la intervención del joven teniente había arrojado resultados. Iba a entregarles mi hamaca para que la instalaran, pero Lucho me detuvo:

—Toma la mía que es más resistente. Además, la tuya va a quedar negra de polvo y ya no servirá para dormir.

—¿Y tú?

—Yo voy a dormir a ras de tierra. Es lo que me conviene, porque me ha empezado un dolor de espalda. Era una mentira piadosa.

Los guardias montaron su hamaca en la vara y bajaron hasta el suelo el tinglado para que yo pudiera subirme. En dos movimientos se echaron la vara al hombro y salieron a la carrera como alma que lleva el diablo.

El entusiasmo inicial de mis portadores fue puesto a prueba al atravesar una serie de pantanos profundos donde el agua les llegaba a la mitad de los muslos. Milagrosamente pasé sin mojarme, lo que irritó a todo el mundo, empezando por mis portadores quienes, enojados por mi comodidad, olvidaron que estaba enferma. Se sentían humillados de llevarme como a un sultán. Mis compañeros, calados hasta los huesos, con los pies ampollados, destrozados por las jornadas de marcha cada vez más prolongadas, también estaban resentidos. Esto volvía a envenenar nuestras relaciones. Oí a uno de ellos discutir con los guardianes, a quienes les aseguraba que se trataba de una estrategia mía para demorar a todo el grupo; afirmaba que yo le había confesado todo a Orlando, quien a su vez se lo habría contado a él.

Los chismes de mis compañeros obraron como un veneno instilado con precisión. Cada día me asignaban a un nuevo par de portadores, e invariablemente llegaban más ensañados contra mí que los precedentes. Finalmente, el turno correspondió a Rogelio y al joven guerrillero del que todos nos burlábamos por parecerse al Zorro, debido a su sombrero plano amarrado con una cabuya y a sus pantalones demasiado ceñidos.

—Hoy va a estar bueno el baile —dijeron entre guiños.

Comprendí que no me querían para nada bueno y, esperando lo peor, me persigné antes de salir.

La selva había vuelto a tupirse y la vegetación era diferente. En lugar de los helechos y los arbustos a los pies de ceibas gigantes, ahora atravesábamos unos parajes sombríos y húmedos poblados de palmas y plataneras cuyos troncos se aglomeraban tanto que resultaba difícil abrirse paso entre ellos. La vara demasiado larga no permitía girar en los ángulos que imponía el terreno. Los portadores se veían entonces obligados a dar reversa para ubicarse mejor en un recodo y tomar la curva.

Cada paso era una negociación entre el hombre de adelante y el de atrás, y uno y otro luchaban por imponer su parecer. Molestos, sudaban y se fatigaban. Los troncos de los plátanos hervían de hormigas de todo tipo, grandes y diminutas, rojas, rubias o negras. La intrusión del ser humano en su territorio las enloquecía. Como no teníamos más remedio que rozar los troncos al pasar, nos saltaban encima para atacarnos, se nos prendían para picarnos u orinarnos. Sin duda lo peor era la orina. Segregaban un ácido fortísimo que quemaba la piel y producía vejigas supuratorias. Embutida en mi hamaca como en una cápsula, moverme era imposible. Tenía que permanecer con los brazos pegados al cuerpo, sufriendo estoicamente el asedio de esos bichos que invadían las zonas más íntimas de mi cuerpo. No podía quejarme: los muchachos sufrían más que yo con sus torsos descubiertos y la vara lacerándoles los hombros.

Después de las plataneras vinieron los zarzales. Cruzamos una selva densa de palmas frondosas que se protegían contra el mundo circundante cubriendo sus troncos con alambradas de espinas. Nuevamente, estaban tan próximas entre sí que difícilmente podíamos evitar los choques contra las puntas aceradas que las cubrían. Rogelio estaba exhausto. Se desquitaba meciendo la hamaca más de lo necesario, de tal modo que a cada vaivén yo salía proyectada contra las espinas, que se enterraban profundamente primero en toda la capa de tejidos que me envolvía y luego en mi carne. Salí de aquel bosque de palmas cubierta de pinchos como un puercoespín.

Y eso no fue todo. Llegamos a otros embalses, aún más profundos que los anteriores, y en medio de los cuales medraba una vegetación hirsuta de espinas. Mis portadores caminaban de mala gana, mojados desde hacía horas, avanzando a tientas sin saber lo que encontrarían sus pies al fondo de aquella agua negruzca. A menudo perdían el equilibrio conmigo ahora ensopada y, por ende, mucho más pesada. Cada vez que tropezaban, su reflejo era buscar apoyo en el árbol más cercano. Al final de la jornada tenían las manos en carne viva.

No pudimos ir rápido ese día, ni los días siguientes, ni las semanas que sobrevinieron. Todos terminamos perdiendo la cuenta del tiempo que llevábamos vagando en aquella selva infinita sin importar lo que pasara y al costo que fuera. Prácticamente no quedaba qué comer. Por las mañanas Guillermo llegaba con una olla de arroz, cada día menos llena. La ración debía bastarnos hasta la noche, hora en que —una vez levantado el nuevo campamento— los rancheros inventaban sopas de agua hervida con lo que hubiéramos encontrado por el camino. La marcha se interrumpía hacia las cinco de la tarde. Cada cual llegaba con la obsesión de construir su refugio para la noche y vendarse las heridas. Solo teníamos una hora para montar las carpas, guindar las hamacas, darnos un baño, lavar la ropa que nos volveríamos a poner empapada al día siguiente y, de nuevo, derrumbarnos bajo el toldillo antes que cayera la noche. Al amanecer, cuando todavía era de noche, nos vestíamos con los uniformes pesados de agua. Era un verdadero calvario para mí. Pero si debía escoger entre ropa sucia y mojada o ropa limpia y mojada, prefería lavar mi uniforme a diario. Aún si el esfuerzo de hacerlo me agotaba aún más.

No quedaba tiempo que dedicarles a los demás, era cada quien a lo suyo. Menos Lucho, quien veía la forma de ayudarme hasta en los mínimos detalles para evitarme más problemas. Mi estado había seguido deteriorándose Le rogué a Guillermo que me diera silimarina y respondió:

—No hay droga para usted.

52
VENTA DE ESPERANZA

Siempre nos despertaban antes del amanecer. Una mañana, la orden de emprender la marcha se hizo esperar. Hicimos todo tipo de cábalas sobre lo que nos esperaba. Algunos decían que nuestro grupo iba a ser dividido. Nos hicieron caminar hasta un claro: los árboles estaban menos juntos y un tapete de hojas secas cubría el suelo. El día era gris; el lugar, siniestro. Nos ordenaron sentarnos en círculo. Los guardias nos rodearon, mientras nos apuntaban los fusiles.

—Van a matarnos —me dijo Lucho.

—Sí —le respondí—. Nos van a asesinar.

El corazón me latía a toda velocidad. Respiraba con dificultad, como todos los demás, a pesar de que estábamos inmóviles, sentados sobre nuestros equipos, de espaldas a los guardias. Cambié de postura:

—¡No se mueva! —me gritó un guardia.

—Si nos han de matar, quiero ver la muerte de frente.

El guardia se alzó de hombros y encendió un cigarrillo. La espera se dilató. No teníamos idea de lo que ocurría. Era casi mediodía. Imaginé nuestros cuerpos ensangrentados sobre el lecho de hojas. ¡Qué triste morir así! Se dice que, antes de morir, la vida nos pasa ante los ojos. Nada pasaba por los míos. Tenía ganas de ir al baño. «Guardia, tengo ganas de chontear». Ahora hablaba como ellos, olía tan mal como ellos y me había vuelto tan insensible como ellos.

Me dieron permiso de retirarme. A mi regreso, Sombra estaba allí. Preguntó quiénes de nosotros sabíamos nadar. Alcé la mano, también Lucho; Orlando no. ¿Estaba cañando? Tal vez Orlando sabía algo. ¿Y si fuera preferible decir que no sabíamos nadar?

Nos hicieron pasar al frente y reemprendimos la marcha. Veinte minutos después llegamos a la orilla de un río inmenso. Nos hicieron desvestir; quedamos en ropa interior y botas. Habían tendido una cuerda de una orilla a la otra. Enfrente de mí, una joven guerrillera se preparaba para meterse al agua con su equipo bien envuelto en plástico negro. Miré a mi alrededor. Justo después, el río daba una curva y triplicaba su anchura. Allí donde estábamos tendría unos doscientos metros.

La guerrillera asió la cuerda y comenzó a avanzar adelantando alternativamente las manos. Pronto me correspondería el turno. Entrar al agua me pareció vivificante. Estaba suficientemente fresca como para reanimarme el cuerpo. A los diez metros la corriente se volvía poderosa. Era preciso tener cuidado para que no se lo llevara a uno. Dejé flotar mi cuerpo sin oponer resistencia y avancé desplazando mis manos por la cuerda únicamente. Mi técnica resultó buena. Ya en la otra orilla, tuve que esperar mi ropa y mi morral mientras me asediaba una nube de zancudos.

Tenían una curiara para que el gordo Sombra y el bebé cruzaran, pero estuvo a punto de hundirse debido al peso de todos los equipos.

Pasé el resto de la tarde secando mis cosas, procurando mantener a salvo para la noche las pocas prendas más o menos secas que me quedaban. Agradecí al cielo que Sombra hubiera decidido montar allí mismo el campamento y nos ahorrara las horas suplementarias de marcha.

Cada quien aprovechó para organizar de nuevo su morral y deshacerse de cuanto fuera posible para aligerar la carga. Marc vino a verme para devolverme mi Biblia pues iba muy cargado. Clara también vino. Quería estar en mi caleta con su bebé. Le habían concedido una hora. Rápidamente desplegué en el suelo un plástico y mi toalla para que pudiera acostarlo. Una guerrillera de senos enormes trajo al niño colgando sobre su barriga dentro del canguro que yo le había confeccionado. El bebé llegó sonriente. Se veía bien despierto, seguía el movimiento de nuestros dedos con los ojos y escuchaba con atención las canciones que le cantábamos. En general tenía buen aspecto, excepto por su brazo que aún no había sanado. Clara jugó con él. Al cabo de un momento, el niño se puso a llorar. La guerrillera de senos grandes apareció enseguida y se lo llevó sin decir palabra. Fue la última vez que vi al hijo de Clara en la selva.

La noche cayó de golpe. Ni siquiera tuve tiempo de recoger la hamaca que Lucho me había prestado para transportarme y que yo normalmente enrollaba sobre el morral para pasar la noche. Me quedé dormida escuchando un ruidito de llovizna. «Mis cosas van a amanecer empapadas», pensé. «De malas, estoy demasiado cansada para moverme».

Hacia la medianoche, el campamento despertó con los gritos de Clara. El guardia encendió la linterna. Su caleta estaba invadida por las hormigas. Las arrieras se habían comido todo. Tenía la hamaca hecha jirones, lo mismo que su ropa de caminar que había dejado colgada de una cuerda. Un mar de hormigas cubría su toldillo. El guardia hizo cuanto pudo por espantarlas, pero muchas se habían colado ya al interior. Clara quería bajarse de la hamaca para quitárselas de encima, pero el suelo también hervía de insectos y no tenía las botas. Demasiado tarde caí en cuenta de que el ruido de llovizna era precisamente el sonido producido por las arrieras al desplazarse. Habían invadido el campamento y a mí ya me habían visitado.

La luz del día nos permitió constatar que todos habíamos sido perjudicados. La hamaca que Lucho me había prestado estaba hecha una coladera. Las correas de mi equipo habían desaparecido. De la chaqueta de Orlando solo quedaba el cuello y todas las carpas estaban agujereadas. Fue necesario remendar a toda prisa. Reparé mi equipo y zurcí la hamaca lo mejor que pude. Había que irse.

Una partida de guerrilleros había llegado de un campamento vecino con provisiones. También habían traído la curiara de Sombra y el bebé. Fue entonces cuando supimos que ambos habían cruzado el río en canoa. Vimos caras nuevas. A todos se nos antojó que el final de la marcha estaba cercano. De hecho, a pesar de haber comido mejor íbamos despacio. Los guerrilleros se quejaban. A todos nos costaba seguir. Ese día hicimos alto a las dos horas. Sombra estaba muerto de la ira. Se me acercó vociferando: «Dígales a estos gringos que no me crean tan huevón. Entiendo todo lo que dicen. ¡Si insisten en armar mierdero los encadeno a los tres!». Lo miré pasmada. Media hora más tarde vi llegar a Orlando y a Keith encadenados por el cuello. Jorge venía detrás con Lucho. Los otros venían a la zaga. Guillermo se les adelantó en cuanto me vio.

«¡Vaya a sentarse por allá!», rugió, para impedirme hablar con ellos. Keith estaba muy nervioso y agarraba con ambas manos la cadena que le colgaba del cuello. Orlando vino a sentarse a mi lado, empujado por los demás que se habían sentado en el espacio asignado por Guillermo. Orlando fingía jugar con sus pies:

—Este pendejo se puso a darle patadas al morral. Guillermo creyó que no quería seguir cargando sus vainas… Le dijo a Sombra que queríamos ponernos de ruana la marcha… Y ahora yo pago el pato.

Mientras me hablaba, Keith se había puesto de pie y hablaba con Sombra de espaldas a nosotros. Sombra se atacó de la risa y le soltó la cadena, que tiró sobre Orlando:

—A usted se la voy a dejar puesta unos cuantos días, para que aprenda a no dárselas de vivo conmigo.

Keith se alejó, frotándose el cuello, sin atreverse a mirar a Orlando. Guillermo volvió con una olla grande llena de agua. La repartió entre todos, nos dejó beber y luego gritó: «En orden de marcha, ¡mar!».

Como autómatas, mis compañeros se pusieron en pie de un salto, se terciaron los morrales y volvieron a tomar la trocha, adentrándose en la selva en fila india. Tendría que esperar sola a los portadores. Sombra lo pensó. Luego, decidiéndose a dejarme, dijo:

—No se preocupe por el diccionario: allá donde va, le quedará fácil conseguir otro.

—Sombra, quítele las cadenas a Orlando.

—No se afane por eso. Más bien piense en lo que le digo. Los franceses están en negociaciones. Estará libre antes de lo que nadie se imagina.

—No sé de qué me está hablando. Lo que sí sé es que Orlando lleva una cadena al cuello y usted se la tiene que quitar.

—Ánimo, ya no falta mucho —me replicó, disimulando mal su disgusto. Se alejó rápidamente, y desapareció. Llegaron mis portadores. Uno de ellos era nuevo, pues el que me había llevado antes se había luxado el hombro. El Indio, siempre sonriente y amable, era su reemplazo. En cuanto tuvimos un momento a solas me dijo: «Va a haber una liberación. Creemos que se trata de usted».

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