No hay silencio que no termine (47 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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—Te respondo con tus propias palabras: hay que darle la bienvenida a todo el mundo.

Algunos días después, Guillermo nos relató cómo había sido el parto de Clara. Él se había preparado para la intervención mirando por computador la descripción del procedimiento. Según dijo, le había salvado la vida al niño, pues estaba casi muerto cuando él había intervenido, y lo había reanimado. Luego explicó que cosió a Clara y que ya estaba caminando.

Clara, llegó, efectivamente caminando una mañana, con el bebé en brazos, envuelto en una cobija. Todos la recibimos con emoción, enternecidos con este pequeño ser nacido en nuestra selva, en nuestra cárcel, en nuestro infortunio. Dormía con los ojos cerrados a medias, ignorando todo sobre el mundo horrible en el cual había nacido.

Clara puso al bebé en mi caleta y nos sentamos juntas a mirarlo. Ella me contó en detalle cómo había sido su vida desde que nos fuimos del gallinero, y agregó:

—Pasé días enteros muy enferma después del parto. Los guerrilleros se encargaron del bebé. Nunca lo amamanté y sólo podía verlo una vez al día. Estaba tan mal que no podía encargarme de él. Nunca he podido bañarlo.

—Bueno, no importa. Lo hacemos juntas. Vas a ver: es un momento maravilloso.

Tomé al bebé entre mis manos, para quitarle los pañales, y vi que tenía el brazo izquierdo vendado.

—¿Qué le pasó?

—Cuando lo sacaron, le jalaron fuerte el brazo y se lo partieron.

—¡Dios mío! Debe dolerle horrible.

—Casi no llora. No debe sentir.

Yo estalla profundamente conmovida.

El clima era agradable y hacía sol. Llenamos con agua un platón que Lucho había rescatado de la basura cuando estábamos en el lodazal de los cerdos. Mientras desvestía al bebé, recordaba el momento en que Mamá me había iniciado con Melanie. Copié uno por uno sus movimientos, poniéndome al bebé en el antebrazo, sosteniéndole la cabeza con la mano y metiendo su cuerpecito lentamente en el agua, al mismo tiempo que le hablaba, lo miraba a los ojos, le tarareaba una canción alegre, para que ese primer contacto con el agua fuera para él una referencia de placer, como le había visto hacer. Con la otra mano recogí un poco de agua:

—¿Ves? Así, le echas agua en la cabeza, teniendo cuidado de que no le caiga en los ojos, para que no se asuste. Y le hablas, le acaricias el cuerpo, porque es un momento especial, y cada vez debe ser un momento de armonía entre tú y él.

Las palabras de Mamá volvían a mí. Acurrucada frente al platón, con el bebé de Clara en los brazos, comprendí todo su significado. Yo vivía con Clara el momento que su madre seguramente habría querido vivir con ella. Clara estaba fascinada, como yo debía estarlo al observar los movimientos experimentados de Mamá. De hecho, no estaba enseñándole nada. Mi papel consistía, más bien, en liberarla de sus miedos y de sus aprehensiones, para que ella descubriera en sí misma su modo particular de comunicarse con su hijo.

45
LA HUELGA

Había pedido que instalaran otro cambuche al lado del mío, pegado a la malla, para Clara y su niño. Quería estar cerca de ella, sobre todo en la noche, para ayudarla a cuidar al bebé sin incomodar a los demás. Había intentado presentar mi petición en el momento indicado, con las palabras adecuadas, en un tono que no suscitara sospechas. Pero la respuesta había sido negativa y Clara regresó, con su hijo, a su lugar en el fondo del galpón.

Esto me afligió mucho más cuanto muy pronto, Clara rechazó mi ayuda y evitó que tuviera cualquier contacto con el niño. Mis compañeros también se le acercaron, pero ella desdeñó su colaboración. Observábamos impotentes los errores de nuestra madre primeriza que rechazaba cualquier consejo. Para colmo, el niño lloraba todo el día y el recepcionista venía por él para encomendarlo a cualquier guerrillera fuera de la cárcel:

—Usted no sabe cuidarlo —le echaba en cara, fastidiado.

Escuchaba a mis compañeros darle cartilla:

—¡El tetero estaba hirviendo, hay que probarlo antes de dárselo!

—¡Le vas a irritar más las nalgas si lo sigues limpiando con papel higiénico! ¡Para él es como papel de lija!

—Hay que bañarlo todos los días pero sin moverle el brazo, o no va a sanar.

Cuando el bebé regresaba de donde la guerrillera parecía tranquilo, efectivamente. Demasiado tranquilo. Yo lo miraba de lejos. Hablaba de ello con Gloria y Consuelo. Ellas también tenían la impresión de que algo no andaba bien. El niño no seguía los objetos con la vista. Reaccionaba a los sonidos pero no a la luz.

Observábamos con dolor. No valía la pena comentarle a la madre. Teníamos dudas; pensábamos que el niño estaba enfermo, pero expresarlo no habría servido de nada. Si no habían dejado salir a Clara para que diera a luz en un hospital, con seguridad no iban a hacer nada por brindar al niño un simple cuidado médico. Todos éramos demasiado conscientes de que nos dejarían pudrir en cautiverio sin tendernos la mano, y eso incluía al recién nacido.

Recordaba al enfermero que permaneció impasible mientras Lucho convulsionaba en el suelo, y también su actitud durante los sucesivos ataques cardiacos de que Jorge había sido víctima. Lucho lo había reanimado con masajes al pecho que sabía dar por tener una hermana médica. Les rogamos que nos suministraran aspirinas para adelgazarle la sangre y disminuir su riesgo de infarto, sin ningún éxito. Acabaron sacándolo de la cárcel acusándonos de estresarlo y de contribuir con nuestra preocupación a su recaída. Pasó una semana en la talabartería, totalmente solo, tendido en el suelo.

Supusimos que recibiría atención médica pero, al regresar, nos contó que había tenido otros infartos en serie sin que el guardia hiciera nada en absoluto a fin de socorrerlo. Para cada uno de nosotros, estar con vida parecía cada vez más cuestión de milagro. Hundidos en aquel mundo regido por el cinismo, donde la vida, de la que nos habían desposeído, nada valía, presenciábamos una inversión de valores a la que yo no lograba resignarme.

De noche, tendida en mi cambuche, veía con tristeza el intercambio que algunos de mis compañeros, pegados a la malla de acero que nos encerraba, habían establecido. Por allí pasaba todo lo que pudiera ser objeto de transacción, con tal de conseguir un medicamento o un poco de comida. Sorprendí toqueteos atrevidos; ciertos guardias, aprovechando nuestra angustia y necesidad, llevaban sus exigencias siempre un poco más lejos con el fin de acrecentar nuestra humillación.

Me estremecía el comportamiento de los secuestrados que habían hecho de su entendimiento con el enemigo un estilo de vida. Lo justificaban como táctica para ganarse la confianza de los guerrilleros con el fin de mejorar sus oportunidades de supervivencia. Cualquiera que haya sido la verdadera razón, habían decidido ser amigos de nuestros verdugos. Así las cosas, se esforzaban por dar pruebas de servilismo cada vez que se les presentaba la oportunidad.

Cuando nos llegaba un envío de ropa —lo cual era infrecuente: una vez al año o de pronto dos con un poco de suerte—, generalmente algún compañero recibía el que debía de ser el artículo más codiciado del montón. Enseguida declaraba que no lo quería y, en lugar de ofrecérselo a alguien de los nuestros, siempre necesitados, lo regalaba al guerrillero al que quería agradar. Su gesto era apreciado y, a cambio, recibía todo tipo de favores: comida más abundante y mejor en el plato, medicamentos, etcétera.

Esta actitud se propagaba como una plaga, y el resultado era que quedábamos condicionados a ver en los guerrilleros figuras de autoridad y a disculparlos de todas las crueldades y abusos que perpetraban contra nuestros compañeros. Las relaciones se habían invertido: los prisioneros veían a los demás rehenes como rivales, por quienes alimentaban animadversión y hostilidad.

Comenzábamos a comportarnos como siervos ante grandes señores a los que tratábamos de agradar para conseguir un favor, o ante quienes temblábamos porque solo veíamos la superioridad del cargo y no la realidad humana de la persona. Asumimos la obsequiosidad de los cortesanos.

El sufrimiento del niño de Clara tuvo el efecto de un catalizador de rebelión en nuestra pequeña comunidad. El bebé pasaba de la histeria que le producía el insoportable dolor de su brazo roto a la apatía bajo el efecto de los fuertes sedantes que la guerrilla le aplicaba sin reservas. Tom, quien anteriormente se había negado a llevar a cabo una huelga de hambre para protestar contra el trato que la guerrilla nos infligía, en esta ocasión aceptó exigir con nosotros que la criatura recibiera cuidados pediátricos.

Todos nos declaramos en huelga.

Lucho se hizo un gorro de cartón y una pancarta sobre la que escribió ¡Abajo las Farc! Lo seguíamos en fila, arengando consignas de protesta mientras dábamos vueltas al patio. Orlando tuvo la buena idea de poner a fermentar un pedazo de panela que tenía guardado desde hacía tiempo para hacer chicha.

—No sentiremos hambre y nos dará ánimos.

El efecto no se hizo esperar: diarrea general y borrachera colectiva. Nuestras consignas degeneraron: pasamos de exigir un tratamiento para el niño de Clara a protestar contra la falta de comida:

—¡Abajo las Farc, tenemos hambre, queremos jamoneta!

El espectáculo era tan grotesco y estábamos tan prendidos que terminamos derrumbándonos, y nos partíamos de la risa cada vez que alguno salía corriendo hacia la letrina para vaciarse.

La guardia nos miraba desde fuera, consternada. Podíamos oír los comentarios de nuestros vecinos: los presos militares querían imitarnos y declararse en huelga.

La puerta de la cárcel se abrió. Todos esperábamos represalias. Arnoldo entró seguido de dos guardias que arrastraban un costal de fique negro de polvo.

Algunos se le acercaban ya para disculparse, para no caer en desgracia.

—Me da mucha vergüenza, Arnoldo; por favor comprenda —se excusaban.

El guerrillero los detuvo con un gesto de la mano:

—El comandante Sombra les manda decir que los prisioneros tienen derecho a protestar y que las Farc les garantizan ese derecho. Les pide que lo hagan en voz baja, porque sus gritos podrían alertar a los chulos, no vaya a ser que anden por ahí. Aquí hay latas de atún para que se las repartan. El comandante Sombra manda que el niño sea evacuado de la cárcel, ya que él no está preso. Vivirá en libertad entre nosotros y vendrá a ver a su madre de vez en cuando. Vamos a cuidarlo y a alimentarlo bien. Ya verán.

Dejó el costal sobre la mesa, fue por el niño y por todas sus cosas, y se marchó después de cerrar la puerta con doble llave, dejándonos de una pieza.

El niño crecía y engordaba perceptiblemente. Clara lo recibía, jugaba con él un ratico y lo devolvía a los brazos del recepcionista apenas se ponía a llorar. Una noche fue Guillermo, el enfermero, quien lo trajo. Le preguntamos cómo pensaba curarle el bracito. Aseguró que el niño estaba curado, aunque sabíamos que no era cierto. Clara detuvo la discusión. Agradeció a Guillermo por todo lo que había hecho por el niño y declaró:

—Ojalá usted hubiera sido el papá.

Yo a menudo pensaba en el niño. De cierta forma, al haber aceptado ser su madrina y particularmente en aquella selva, me sentía ligada a él. Cuando Arnoldo venía, me tomaba unos minutos para interrogarlo. Quería saber cómo trataban la irritación de las nalgas del bebé, los granitos de calor que le cubrían el cuerpo y, ante todo, que me informaba sobre la dieta a que lo sometían.

—Va a ser todo un varón —me respondió Arnoldo alguna vez—. Le damos su buen tinto por la mañana y queda encantado.

Me dio un escalofrío. Sabía que era una costumbre bastante extendida en Colombia: como las familias más pobres no pueden comprar leche en polvo, llenan los teteros de sus bebés con café.

Me acordaba de la niñita que encontré en una caja de cartón, dentro de una caneca. Regresaba del Congreso. Miraba distraídamente a través del parabrisas de mi auto cuando vi salir una manito de un montón de basura. Salté del vehículo y encontré ese angelito, envuelta en un mameluco sucio que apestaba a orina. Se había quedado dormida con un tetero en la boca, lleno de café negro.

El hermanito mayor jugaba a su lado. Me dijo que la bebé se llamaba Ingrid. Me habría bastado mucho menos para ver en el episodio una señal del destino. Llamé enseguida a Mamá para preguntarle si quedaba cupo en sus albergues infantiles para dos chiquitos que dormían en la calle…

Por supuesto que un biberón de café negro para un niño de pecho era el resultado de la miseria extrema, pero también de la ignorancia. Le expliqué a Arnoldo que el café era una sustancia fuerte, inapropiada para un bebé, y había que conseguirle sobre todo leche. Me miró con cara de ofendido y me soltó:

—¡Esas son maricadas de la burguesía! A todos nos criaron así y nos va de maravilla.

Arnoldo le estaba metiendo política al asunto: desde mi posición sabía que era inútil insistirle. En los temas menudos, así como en los importantes, dependía del genio de los guardias. Ya me lo había advertido Ferney: había que encontrar el momento adecuado, el tono adecuado y las palabras adecuadas. Había fracasado lamentablemente.

46
LOS CUMPLEAÑOS

Ya se acercaba septiembre

Comenzaba de nuevo un ciclo agobiante. En la radio, la música tropical anunciaba ya la proximidad de las fiestas navideñas. No podía resignarme al horror de pasar un tercer cumpleaños de mis hijos en su ausencia.

Quería conmemorar los diecinueve años de mi hija, y temía cometer de nuevo una torpeza. Deseaba, como en las ocasiones anteriores, hacer una torta para Melanie. Estaba atenta al humor de Arnoldo, esperando así tener más suerte en que mi mensaje llegara a Sombra. Pero Arnoldo estaba cada día más despótico y humillante, negándose incluso a detenerse un segundo para cambiar tres palabras. Sin embargo, yo sentía de manera irracional que si lograba celebrar de nuevo el cumpleaños de mi hija, ello sería un buen augurio. Era la idea que anidaba. Estaba al acecho.

Mi frustración tuvo un respiro. Sombra ordenó que nos revisaran los dientes. Shirley, quien había hecho un curso de enfermería, fue nombrada dentista. Aproveché para pedirle ayuda.

—No te prometo nada, pero trataré de vender la idea de que vengas a cocinar una tarde con nosotras. ¿Cuándo es el cumpleaños de tu hija?

Pero los días pasaban y no me dejaban ir a la rancha.

Ese 6 de septiembre de 2004 me desperté con la imagen de mi hija ante mis ojos, a quien había besado en sueños. Me alegré de no haberle comentado a nadie mi idea, para evitarme las burlas que eran de esperar. «Aprender a no desear nada», me repetía a mí misma, para sobrellevar mi decepción.

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