—Mañana, al levantarte, mira bajo tu almohada y encontrarás la guía que pides —contestó la señora March.
Mientras la vieja Hannah recogía la mesa, comentaron el plan. Luego, las cuatro se sentaron junto a sus costureros y cosieron sábanas para la tía March. Era un trabajo que les solía parecer tedioso, pero en esa ocasión nadie protestó. Siguiendo la propuesta de Jo, dividieron en cuatro partes las largas costuras y les asignaron nombres como Europa, Asia, África y América, y de ese modo lo pasaron muy bien, sobre todo cuando hablaban de los países por los que las llevaban sus puntadas.
A las nueve, dejaron la labor y, como tenían por costumbre, cantaron un poco antes de acostarse. Solo Beth era capaz de lograr que el viejo piano sonara bien. Ella sabía cómo acariciar las teclas amarillentas y crear un acompañamiento agradable para las sencillas canciones que entonaban. La voz de Meg sonaba como una dulce flauta y, junto con su madre, se encargaba de dirigir el coro. Amy desafinaba como un grillo y Jo se perdía en ensoñaciones y estropeaba las melodías intercalando una corchea o un silencio donde no debía. Cantaban antes de acostarse desde que aprendieron a balbucear la canción infantil «Brilla, brilla estrellita», y se había convertido en una costumbre familiar. La señora March tenía muy buena voz. Lo primero que oían al despertar era a su madre cantar por toda la casa, como una alondra, y el último sonido de la noche era su cálida voz entonando la misma canción, pues para ella, sus hijas nunca serían lo bastante mayores para dejar de disfrutar de esa entrañable canción de cuna.
A
quella gris mañana de Navidad, Jo fue la primera en despertar. No había calcetines colgados en la chimenea y por un instante sintió la misma decepción que la había invadido tiempo atrás, cuando su calcetín se descolgó por el peso de los muchos regalos que contenía. Enseguida recordó la promesa de su madre, metió la mano bajo la almohada y extrajo un librito con tapas de color carmesí. Lo conocía bien, era una vieja y querida historia que narraba la vida más bella del mundo, y Jo se dijo que no había guía mejor para un peregrino embarcado en el largo viaje de la existencia. Despertó a Meg con un «Feliz Navidad» y le mandó que mirase debajo de su almohada. Apareció un libro con tapas verdes pero con la misma ilustración en la cubierta, y en el interior una dedicatoria de su madre que hacía el regalo mucho más valioso a sus ojos. Beth y Amy se despertaron poco después, rebuscaron y encontraron sus respectivos libros, uno de color gris rosado, el otro, azul, y todas se reunieron a mirar y comentar los regalos mientras el alba teñía de rosa el cielo.
A pesar de ser un tanto vanidosa, Margaret tenía un carácter dulce y piadoso que inconscientemente influía en sus hermanas, sobre todo en Jo, que la adoraba tiernamente y seguía siempre sus consejos por la dulzura con que los daba.
—Chicas —dijo Meg dirigiéndose tanto a Jo, que estaba tumbada junto a ella, como a sus otras dos hermanas, aún en pijama y en su habitación—, mamá espera que leamos estos libros y los cuidemos con esmero; sugiero que empecemos enseguida. Antes éramos fieles lectoras, pero desde la partida de papá, con todo el desconcierto que provoca la guerra, hemos desatendido demasiadas cosas. Vosotras haced lo que queráis, pero yo pienso dejar el libro en la mesilla y leer un poco cada mañana, nada más despertarme, porque sé que me hará bien y me ayudará a lo largo del día.
Dicho esto, abrió el libro y empezó la lectura. Jo le rodeó los hombros con un brazo, acercó la mejilla a la suya y leyó con ella, con una expresión serena poco habitual en un rostro inquieto como el suyo.
—¡Qué buena es Meg! Ven, Amy, hagamos como ellas. Si no conoces alguna palabra o no entiendes alguna idea, yo te lo explicaré —susurró Beth, muy impresionada por la belleza de los libros y por la ejemplar actitud de sus hermanas.
—Me alegro de que el mío sea azul —apuntó Amy, y en ambas habitaciones se impuso una calma apenas rota por un discreto pasar de hojas, mientras la luz del sol invernal entraba poco a poco y acariciaba las melenas brillantes y los rostros serios como si quisiese felicitar la Navidad a las muchachas.
—¿Dónde está manía? —preguntó Meg, que junto a Jo corría escaleras abajo para agradecerle los regalos, aunque con media hora de retraso.
—¡Dios sabrá! Vino una pobre criatura a pedir limosna y vuestra madre salió de inmediato a ver qué necesitaba. No he conocido a nadie más dispuesto a dar alimentos y agua, ropa y calor —contestó Hannah, que vivía con la familia desde que nació Meg y era más una amiga que una criada.
—No creo que tarde; será mejor que prepares los pasteles y procuremos tenerlo todo listo —propuso Meg lanzando una mirada al cesto con los regalos que estaba escondido bajo el sofá, a punto para sacarlo en el momento oportuno—. ¿Dónde está el frasco de colonia de Amy? —preguntó al no encontrarlo.
—Lo cogió hace apenas un minuto y salió corriendo para ponerle un lazo o algo así —explicó Jo, que bailaba por la habitación con las zapatillas puestas para quitarles la rigidez propia del calzado nuevo.
—¿No os parece que mis pañuelos son preciosos? Hannah me ha hecho el favor de lavarlos y plancharlos y yo misma los he bordado —comentó Beth contemplando orgullosa las letras desiguales que tanto trabajo le habían dado.
—Bendita niña, has puesto «mamá» en lugar de «M. March». ¡Qué gracia! —exclamó Jo cogiendo uno.
—¿Acaso no está bien? Me pareció que era mejor así porque las iniciales de Meg son «M. M.» y no quiero que nadie use los pañuelos de Marmee —explicó Beth, turbada.
—Está bien, querida, es una buena idea, y muy sensata, porque así nadie se podrá equivocar. Le va a encantar, estoy segura —intervino Meg frunciéndole el entrecejo a Jo y sonriendo a Beth.
—Ahí viene mamá, ¡corre, esconde el cesto! —exclamó Jo cuando se abrió la puerta de la entrada y se oyeron unos pasos en el vestíbulo.
Amy irrumpió apresuradamente y se avergonzó al observar que sus hermanas la estaban esperando.
—¿Dónde estabas y qué ocultas ahí detrás? —preguntó Meg, perpleja al ver, por el abrigo y el gorro, que su perezosa hermana menor había salido a la calle tan temprano.
—No te rías de mí, Jo. No quería que nadie lo supiese antes de tiempo. He ido a cambiar el frasco de colonia por otro mayor. Me he gastado todo mi dinero porque trato de dejar de ser egoísta.
Al decir esto, Amy mostró el hermoso frasco que sustituía el anterior, más barato. Su esfuerzo por ser humilde y olvidarse de sí misma enterneció a Meg, que se acercó a darle un abrazo; Jo dijo estar impresionada y Beth corrió hacia la ventana y cogió una de sus mejores rosas para adornar el imponente frasco.
—Veréis, esta mañana, después de leer y comentar que debíamos ser buenas, me avergoncé de mi regalo, de modo que decidí correr a la tienda y cambiarlo de inmediato. Y estoy encantada, porque ahora mi regalo es el mejor de todos.
Un segundo portazo mandó de nuevo el cesto bajo el sofá y las muchachas se sentaron a la mesa, ansiosas por desayunar.
—¡Feliz Navidad, Marmee! Gracias por los libros, hemos empezado a leerlos y les dedicaremos un rato cada día —exclamaron al unísono.
—¡Feliz Navidad, queridas hijas! Me alegra que hayáis iniciado la lectura y confío en que seréis perseverantes. Pero antes de sentarme a la mesa os quiero contar algo. Cerca de aquí hay una pobre mujer con un recién nacido. Sus seis hijos duermen acurrucados en una cama para no morir congelados, porque no tienen leña con la que calentarse. No tienen nada que llevarse a la boca y el hijo mayor vino a contarme que se mueren de hambre y de frío. Niñas, ¿os importaría darles vuestro desayuno como regalo de Navidad?
Todas tenían mucha hambre porque llevaban más de una hora esperando el desayuno, y al principio ninguna dijo nada. Pero,, al cabo de un minuto, Jo exclamó impetuosamente:
—¡Me alegro de que hayas llegado antes de que empezásemos a comer!
—¿Puedo ir contigo a darles las cosas a los niños pobres? —inquirió Beth con entusiasmo.
—Yo llevaré los panecillos y la mantequilla —añadió Amy, que ofrecía heroicamente sus alimentos favoritos.
Meg ya estaba cubriendo el pastel y colocando los bollos en una bandeja.
—Estaba segura de que lo haríais —exclamó la señora March sonriendo satisfecha—. Acompañadme todas y, cuando volvamos, comeremos pan con leche. Prometo compensaros a la hora de la cena.
Enseguida lo tuvieron todo listo y salieron en procesión. Por fortuna, era temprano y fueron por calles secundarias, por lo que pocas personas las vieron, y nadie se rió del divertido espectáculo que daban.
Encontraron una habitación pobre, vacía y miserable, con los cristales de las ventanas rotos, sin fuego en la chimenea. Una madre enferma, un recién nacido que lloraba y un grupo de niños pálidos y hambrientos que buscaban cobijo bajo unas sábanas andrajosas y una colcha vieja, en un intento de protegerse del frío. Al ver entrar a las jóvenes, abrieron de par en par sus grandes ojos y esbozaron una sonrisa con sus labios amoratados.
—¡Oh,
mein Gott
! ¡Dios nos ha enviado a sus ángeles! —exclamó la pobre mujer llorando de alegría.
—Menudos ángeles, ¡con gorros y mitones! —apuntó Jo, y todos se echaron a reír.
Transcurridos unos minutos, daba realmente la sensación de que los buenos espíritus se habían puesto a trabajar. Hannah, que había llevado leña, encendió la lumbre y tapó los huecos de los cristales con unos sombreros viejos y su propio chal. La señora March sirvió a la madre té con gachas y la consoló y le prometió ayuda mientras cambiaba al bebé con tanta ternura como si fuese suyo. Las chicas, entretanto, pusieron la mesa, colocaron a los niños junto al fuego y les dieron de comer como a pajarillos hambrientos, riendo, charlando y tratando de entender su divertido chapurreo.
—
Das ist gute! Der angel-kinder!
—exclamaban las pobres criaturitas al tiempo que comían y acercaban sus manos púrpuras de frío al calor del hogar. Las muchachas no estaban acostumbradas a que las llamaran «ángeles», y les pareció muy agradable, especialmente a Jo, a la que todos consideraban un verdadero «Sancho» desde que nació. Aquel fue un feliz desayuno, aunque ellas no probaran bocado, y cuando se marcharon, después de dar consuelo a la pobre familia, no creo que hubiera en la ciudad unas muchachas más dichosas que las cuatro hambrientas jovencitas que habían regalado su desayuno y se conformaron con el pan con leche que comieron al volver a casa, aquella mañana de Navidad.