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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Mujercitas (8 page)

BOOK: Mujercitas
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—Me he torcido el tobillo. El estúpido tacón se dobló y he notado un fuerte tirón. Me duele tanto que apenas puedo estar de pie. No sé cómo voy a regresar a casa —explicó la joven meciéndose de dolor.

—Sabía que esos estúpidos zapatos te harían daño. Lo siento, pero no se me ocurre qué hacer, salvo pedir un carruaje o pasar aquí la noche —dijo Jo mientras le frotaba dulcemente el tobillo.

—Un carruaje saldría demasiado caro, y mucho me temo que además sería imposible conseguir uno, ya que la mayoría de los asistentes han venido por sus propios medios; la caballeriza queda muy lejos y no tenernos a quién mandar a buscar un coche.

—Iré yo.

—Ni hablar; son más de las diez y está muy oscuro fuera. Tampoco me puedo quedar aquí porque no hay sitio; Sallie tiene invitadas. Descansaré hasta que Hannah venga a buscarnos y, entonces, haré un esfuerzo.

—Le pediré a Laurie que vaya —propuso Jo, que sintió un alivio inmediato ante esa idea.

—¡Por favor, no lo hagas! No pidas ayuda ni a él ni a nadie. Tráeme mis botas y guarda los zapatos con nuestras cosas. Ya no puedo seguir bailando. Ve a cenar y, cuando termines, espera a que llegue Hannah y ven a avisarme enseguida.

—La cena va a empezar ahora. Prefiero quedarme aquí, contigo.

—No, querida; ve y tráeme un café. Estoy tan cansada que no puedo ni moverme.

Meg se recostó, cuidando de que las botas permaneciesen ocultas, y dando tumbos Jo se dirigió al comedor, al que llegó después de haberse metido, por error, en el cuarto donde guardaban la vajilla y haber abierto la puerta de la sala en la que el anciano señor Gardiner tomaba un refrigerio en privado. Una vez en el comedor se abalanzó sobre la mesa y se hizo con un café que, en cuestión de segundos, derramó sobre su vestido, con lo que el delantero de la falda quedó tan poco presentable como la parte de atrás.

—¡Dios mío! ¡Qué desmañada soy! —exclamó Jo al tiempo que ensuciaba el guante de Meg, pues trataba de limpiar con él la mancha del vestido.

—¿Necesita ayuda? —preguntó una voz amiga. Laurie se había acercado con una taza de café en una mano y un plato con helado en la otra.

—Me disponía a llevarle algo a Meg, que está muy cansada, pero alguien me ha dado un empujón y ahora estoy hecha un desastre —dijo Jo, que miraba desesperada la mancha del vestido y el borrón de café del guante.

—¡Qué mala suerte! Buscaba a alguien a quien ofrecer este café. ¿Le parece bien si se lo acerco a su hermana?

—¡Oh, gracias! Le indicaré dónde se encuentra. No me ofrezco a llevarlo yo misma porque a buen seguro cometería otro estropicio.

Jo le indicó el camino, y Laurie, dando muestras de saber cómo tratar a una dama, acercó una mesita, trajo una segunda taza de café y más helado para Jo y se mostró tan solícito que hasta la quisquillosa Meg hubo de reconocer que parecía un «buen muchacho». Lo pasaron de maravilla comiendo bombones y contando chistes, y estaban jugando tranquilamente a los disparates con dos o tres jóvenes que también se habían escabullido de la fiesta cuando Hannah llegó. Meg, que se había olvidado de su tobillo, se levantó de golpe y tuvo que apoyarse en Jo al tiempo que soltaba un grito de dolor.

—No hables —rogó en un susurro y luego, en voz alta, añadió—: No es nacía, una pequeña torcedura de tobillo. —Y subió la escalera cojeando para recoger sus cosas.

Hannah la regañó, Meg se echó a llorar y Jo no sabía qué hacer, hasta que decidió buscar una solución por su cuenta. Corrió escalera abajo y pidió a un criado que le consiguiese un carruaje. Por desgracia, el criado había sido contratado solo para la fiesta y no conocía el barrio. Jo seguía buscando ayuda cuando Laude, que había oído su petición, se acercó y puso a su disposición el carruaje de su abuelo, que, según explicó, acababa de ir a buscarle.

—Es demasiado temprano, no puedo creer que se quiera ir ya… —repuso Jo, que se sentía aliviada pero no sabía si debía aceptar el ofrecimiento.

—Yo siempre me retiro pronto. De veras. Por favor, permítame que las acompañe a su casa; como sabe, me pilla de camino y, además, creo que está lloviendo.

Ese argumento terminó de convencer a la joven. Jo dijo que Meg no se encontraba bien, agradeció la ayuda y corrió a buscar a su hermana y a Hannah. Esta última detestaba la lluvia tanto como los gatos, de modo que no puso ninguna pega, y las tres abandonaron la fiesta en un lujoso carruaje, felices y sintiéndose importantes. Como Laurie se había instalado en el pescante, Meg puso el pie en alto y las jóvenes comentaron cómo les había ido en la fiesta con total libertad.

—Yo lo he pasado de maravilla, ¿y tú? —preguntó Jo, mientras se deshacía el peinado y se ponía cómoda.

—Yo también, hasta que me torcí el tobillo. Le he caído muy bien a Annie Moffat, la amiga de Sallie, y me ha pedido que vaya con Sallie a pasar una semana a su casa, en primavera, cuando empiece la temporada de ópera. Sería estupendo que mamá me dejase ir —contó Meg, entusiasmada ante la idea.

—Te he visto bailar con el joven pelirrojo del que yo había huido, ¿es agradable?

—¡Oh, mucho! Y tiene el cabello castaño cobrizo, no rojo; es un joven muy educado y he bailado una magnífica
redowa
con él.

—Pues parecía un saltamontes histérico cuando daba esos pasos, Laurie y yo no parábamos de reír; ¿se nos oía?

—No, pero me parece muy desconsiderado. Además, ¿qué hacíais tanto rato escondidos?

Jo contó sus aventuras y, cuando acabó, ya habían llegado a casa. Se despidieron de Laurie tras darle varias veces las gracias y entraron sigilosas para no despertar a nadie; pero, en cuanto abrieron la puerta de su habitación, asomaron dos cabecillas con gorro de dormir y dos vocecillas, adormiladas pero impacientes, exclamaron:

—¡Habladnos de la fiesta! ¡Queremos saberlo todo!

Con lo que Meg había calificado de «una falta absoluta de modales», Jo había guardado unos bombones para sus hermanas pequeñas, que dieron cuenta de ellos mientras oían el relato de los acontecimientos más emocionantes de la velada.

—Ahora sé lo que siente una joven de clase alta que vuelve a casa en carruaje y espera sentada en su tocador a que su criada la sirva —dijo Meg mientras Jo le daba unas friegas de árnica en el tobillo y le cepillaba el cabello.

—No creo que las jóvenes de la alta sociedad lo pasen mejor que nosotras, a pesar del cabello chamuscado, los vestidos viejos, los guantes desparejados y los zapatos pequeños que hacen que las que son tan tontas como para ponérselos se tuerzan el tobillo.

Y a mí me parece quejo tenía toda la razón.

4
CARGAS


¡
O
h, querida! ¡Qué duro resulta retomar nuestras obligaciones y seguir adelante! —dijo Meg con un suspiro, la mañana siguiente de la fiesta. Las vacaciones habían acabado y aquella semana de felicidad no le había aportado energía suficiente para ocuparse de tareas que no eran de su agrado.

—Ojalá todos los días fuesen Navidad o Año Nuevo. ¡Sería estupendo! —comentó Jo en tono melancólico y entre bostezos.

—Entonces no disfrutaríamos de esos días especiales ni la mitad que ahora. De todos modos, debe de ser maravilloso que te inviten a cenar y te regalen ramos de flores, ir a fiestas, volver a casa en carruaje y, al llegar, leer un rato y descansar, sin tener que pensar en trabajar. Algunas jóvenes llevan esa vida, y yo las envidio. ¡El lujo me atrae tanto! —comentó Meg mientras trataba de decidir cuál de los dos vestidos desgastados que tenía ante sí lo estaba menos.

—Bueno, eso no está a nuestro alcance, así que, en lugar de lamentarnos, arrimemos el hombro y cumplamos con nuestras obligaciones con alegría, como hace Marmee. Para mí, la tía March es como el viejo de Simbad el Marino, pero imagino que cuando aprenda a soportarla sin protestar me quitaré esa carga de encima o me resultará tan ligera que ni pensaré en ella.

La idea puso de buen humor a Jo, pero no alegró a Meg, porque su carga, cuatro niños malcriados, le parecía más pesada que nunca. No tenía ánimo para ponerse guapa como solía hacer, con un lazo azul en el cuello y un peinado favorecedor.

—¿Qué sentido tiene arreglarse cuando los únicos que me van a ver son unos mocosos malhumorados y a nadie le importa si estoy guapa o no? —musitó cerrando de golpe el cajón de la cómoda—. Me pasaré la vida trabajando y penando, divirtiéndome solo en contadas ocasiones, y me convertiré en una vieja fea y amargada; todo porque soy pobre y no me puedo permitir disfrutar de la vida como hacen las demás. ¡Qué desgracia!

Meg bajó con aire compungido y se mantuvo en ese estado de ánimo durante todo el desayuno. De hecho, todas estaban de mal humor y quejumbrosas. A Beth le dolía la cabeza y se había tumbado en el sofá con la gata y los tres gatitos en busca de consuelo; Amy estaba muy preocupada porque no se sabía bien la lección y no encontraba sus útiles. Jo no dejaba de silbar y de armar ruido mientras se preparaba para salir; la señora March intentaba terminar de escribir una carta que tenía que enviar de inmediato, y Hannah estaba muy gruñona porque no le sentaba bien acostarse tarde.

—¡No creo que haya una familia de peor humor! —exclamó Jo, que perdió los estribos después de volcar un tintero, romper los cordones de sus zapatos y aplastar su sombrero sentándose encima de él.

—¡Pues tú eres la más cascarrabias de la familia! —replicó Amy, cuyas lágrimas cayeron sobre su pizarra y borraron la suma, llena de errores, que acababa de hacer.

—Beth, si no bajas estos horribles gatos a la bodega, acabaré ahogándolos —exclamó Meg, muy enfadada, mientras trataba de librarse de uno de los gatitos, que se había encaramado a su espalda y se mantenía clavado a ella, como si de un erizo se tratara, fuera de su alcance.

Jo reía, Meg protestaba, Beth imploraba y Amy se lamentaba porque no recordaba cuánto era nueve por doce.

—¡Niñas! ¡Niñas! Callad un minuto, Debo enviar esta carta con el correo de la mañana y, con tantas quejas, no me puedo concentrar —exclamó la señora March al tachar por tercera vez una frase de la carta.

Se produjo un momento de calma que tocó a su fin después de que Hannah entrara con dos empanadas recién hechas, las dejara sobre la mesa y se marchara. Aquellas empanadas eran toda una institución; las jóvenes las llamaban «manguitos» porque, a falta de estos, resultaba muy agradable sentir en las manos el calor de la pasta recién horneada en las mañanas frías. Hannah nunca dejaba de prepararlas, por muy ocupada o malhumorada que estuviera, porque sabía que la jornada sería larga y dura; las pobres criaturas no comían nada más hasta volver a casa, y rara vez regresaban antes de las tres.

—Beth, acurrúcate con tus gatos; espero que se te pase el dolor de cabeza. Marinee, adiós; esta mañana nos hemos portado como una banda de granujas, pero volveremos a casa hechas unos auténticos angelitos. Meg, vamos. —Y Jo echó a andar pensando que los peregrinos no estaban haciéndolo todo lo bien que debían.

Siempre volvían la cabeza antes de doblar la esquina, pues sabían que su madre estaría en la ventana para hacerles un gesto, sonreír y decirles adiós con la mano. En cierto modo, eso parecía darles fuerzas para hacer frente al día porque, estuvieran del humor que estuviesen, esa última imagen del rostro de su madre tenía sobre ellas el efecto de un rayo de sol.

—Si Marmee nos amenazara con el puño en lugar de mandarnos besos con la mano nos estaría bien empleado, porque nos hemos comportado como unas brujas —comentó Jo, que, en su arrepentimiento, consideraba que el lodo del camino y el fuerte viento eran una merecida penitencia.

—No uses expresiones vulgares —se quejó Meg, oculta tras el chal con que se había cubierto como una monja harta del mundo.

—No veo nada malo en emplear palabras fuertes cuando su significado es el adecuado —repuso Jo sujetándose el sombrero cuando dio un salto sobre su cabeza, dispuesto a salir volando.

—Puedes dedicarte todos los insultos que quieras, pero yo no soy ni una granuja ni una bruja.

—Está claro que hoy no tienes un buen día y, además, estás frustrada por no poder vivir rodeada de lujos. ¡Pobrecita! Espera a que yo me haga rica; entonces, podrás disfrutar de todos los carruajes, helados, zapatos de tacón y ramilletes que quieras y bailarás con todos los jóvenes pelirrojos que te apetezca.

—¡No seas ridícula, Jo! —exclamó Meg, que no obstante se rió de la ocurrencia y se sintió mejor a su pesar.

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