Read Muertos de papel Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (20 page)

BOOK: Muertos de papel
6.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Que Dios me perdone.

Quedamos todos en silencio. El juez nos miró por encima de las gafas.

—Eso es todo —dijo. Y viendo que nadie hablaba, preguntó—: ¿Qué les parece?

Garzón fue el único que pudo contestar.

—Está muy bien escrita —dijo—. Parece que hubiera estado suicidándose toda su vida.

El juez soltó una risotada y se puso de pie.

—Voy a pedir que les hagan una fotocopia; el original tengo que enviarlo al juez que instruye el caso de esa chica en Barcelona.

Salimos a la calle como si acabáramos de presenciar una sesión de cine de ocho horas. Moliner no conseguía reaccionar. Por fin habló como para sí mismo.

—O sea que Valdés se cargó a esa chica por alguna desavenencia interna y luego...

—¡Basta, basta! Ya ves que las hipótesis lanzadas al viento no sirven de mucho.

Le llamaron por el móvil. Habló ante nosotros utilizando tan sólo monosílabos. Cuando colgó dijo lacónicamente:

—Ahora tengo que dejaros, en la Moncloa quieren hablar conmigo.

—¿Quién?

—El presidente del Gobierno.

Garzón especulaba como loco dando sólo un sorbo de vez en cuando a su cerveza.

—¿Usted cree que alguien miente cuando va a suicidarse, inspectora?

—Supongo que no.

—A no ser que quiera proteger a alguien, ¿a quién podría querer proteger el ministro, a su esposa, a alguno de sus hijos, quizá, al misterioso Lesgano, un fantasma de apellido único en el país?

—No lo sé, Garzón, en este momento estoy en blanco. Ni siquiera tengo idea del próximo paso que debemos dar.

—El próximo paso es llamar al comisario Coronas. Estará de los nervios con el suicidio del ministro.

—¡Deje de llamarle el ministro! Ahora ya no es ministro ni es nada.

—¡Joder, está usted de un humor...!

—¿Y de qué humor quiere que esté? Esto es un embrollo de mil demonios y empiezo a temer que no lo vamos a solucionar ni en un lustro.

—Vamos a ver, inspectora, centrémonos. Parece obvio, después de la información que tenemos, que al difunto ministro lo quería chantajear su amante Rosario Campos y que ésta no actuaba en solitario. ¿Era Valdés quien dirigía sus pasos? Pongamos que sí. De hecho, tenemos motivos para sospecharlo. A Valdés le hemos encontrado una cuenta en Suiza que puede provenir de otros tantos chantajes a personas influyentes. Contamos además con el dato complementario que nos dio el marquesito: Valdés andaba preguntando por ahí sobre personajes que superaban en importancia a sus secciones de cotilleo.

—De acuerdo, de acuerdo, ¿y dónde podía publicar la información con la que amenazaba si ninguno de los directores para los que trabajaba la hubiera admitido?

—Inspectora, no seamos obtusos, con perdón. Quizá él no pudiera publicarla, pero podía venderla a algún periodista amarillo que sí se ocupara de política y otros temas de envergadura.

Me callé. El subinspector llevaba razón. Pero aunque la suya fuera una hipótesis factible, no explicaba los asesinatos. Protestó cuando se lo hice saber.

—No los explica en todos sus puntos, pero abre un campo de investigación. Sé que es usted contraria a trabajar sobre supuestos, pero tiene que reconocer que tampoco debemos echar en saco roto los indicios claros con los que contamos.

—Faltan nexos de unión.

—Los encontraremos, Petra, sería la primera vez que nos quedásemos a dos velas en algún asunto.

—Todas las personas implicadas en el caso tienden a desaparecer.

—Más fácil entonces; nos quedaremos con un solo responsable.

—¿Usted nunca se desanima, Fermín?

—Tengo mis baches, pero los supero. Hundirme del todo, jamás. Y usted tampoco, si lo piensa bien.

—¿Sabe que tiene un buen coco instalado entre los hombros?

—Eso mismo me decía mi mamá, pero siempre sospeché que se refería sólo al tamaño. No era muy halagadora, mi mamá.

Me eché a reír.

—Quiero pedirle disculpas, subinspector. Mucho me temo que no he estado demasiado agradable en los últimos días. Creo que arrastro una cierta tensión por este caso.

—Sí, yo también.

—Pero usted sabe disimularla mejor.

—Sólo porque soy más viejo.

—Eso es cierto, muchísimo más.

—Por lo menos en sabiduría.

—Suple usted muy bien la falta de halagos de su mamá.

Ahora fue él quien rió.

Cuando Moliner volvió de la Moncloa estábamos esperándolo en el bar del hotel. Venía aún investido de la dignidad que proporciona que el presidente de un país te llame a su despacho.

—¿Qué le ha dicho el presidente? —preguntó el subinspector.

—Discreción, sobre todo discreción.

—¿Quiere eso decir que no puede hablar? —dijo Garzón en plan agente secreto.

—No, quiere decir que nosotros debemos ser discretos. A la prensa, ni una palabra. Ellos van a pasar una nota oficial diciendo que el ministro se ha muerto de un infarto.

—¡No me lo puedo creer!

—Pues así es, mi querida Petra, tal y como muy claramente nos dijo su esposa, no se suicidó.

—Eso de suicidarse queda para presidiarios, artistas y cajeras de supermercado con depresión, ¿no es cierto?

La gente importante y sobre todo si es de derechas, siempre muere de muerte natural. ¡Vaya gilipollez!

—A mí que me registren. El caso es que no se suicidó, ¿lo entendéis? Si algún periodista empieza a dar la tabarra sobre el tema lo mandáis al carajo.

—¿Os dais cuenta? Estoy segura de que apenas nos enteramos de los hechos que en realidad suceden en el mundo. Sin embargo, Valdés se ganaba la vida publicando qué actrizuela se había operado la celulitis o quién escondía en la trastienda un hijo subnormal.

Moliner se desesperó.

—Oye, Petra, paz en la Tierra para un hombre hecho cisco. Si quieres puedes seguir reivindicando el resto de la noche, pero dime si has entendido lo que hemos de hacer.

—¡Pues claro, pues claro que lo he entendido!

—Es que si lo que he dicho te cabrea, espera a oír el resto.

—Adelante, nada puede sorprenderme.

—He hablado por teléfono con Coronas. Dice que quiere vernos ahora mismo a los tres, y no lo dijo de manera risueña.

—¿Ahora mismo, qué significa ahora mismo?

—Significa que ya podemos subir a las habitaciones para recoger la ropa. Con un poco de suerte llegaremos al próximo puente aéreo.

—¡Ja!, ¿para qué queremos las telefonías y redes de comunicación más sofisticadas si después para echar una bronca siempre se recurre al
tête-à-tête?

—Petra, ¿protestas por sistema todas las órdenes superiores?

Garzón, convencido de ser muy gracioso, contestó por mí.

—Las mujeres detestan la autoridad... que no pueden ejercer.

Salimos escapados de Madrid, como alma que lleva el diablo, como una exhalación. Moliner era hombre muy cuidadoso con la superioridad. En esos momentos, yo lamentaba no ser comisaria, y no por ejercer el mando, como decía Garzón, sino para poder colocar cada cosa en su sitio y exponer al menos mis opiniones. ¿O sí quería mandar? ¿Protestaba contra las órdenes superiores y estaba deseando darlas yo? Quizá el subinspector estuviera en lo cierto y la principal característica de mi carácter era la contradicción. Si seguía reconociendo que mi compañero siempre llevaba razón, pronto debería admitir que lo hacía todo bien, y eso no era verdad, no lo hacía todo bien. Por ejemplo, ante la reprimenda de Coronas se mostró manso como un corderito de Belén, exactamente igual que Moliner. ¿Cómo podía batirme yo sola contra la incomprensión de los jefes? Coronas clamaba como un golpe de mar en la costa noruega.

—¡Son ustedes cojonudos, auténticamente cojonudos! Los señores consideran que no tienen la certeza absoluta de que sus casos estén relacionados y, naturalmente, no me lo notifican hasta que no haya más evidencias. He tenido mucha suerte de no enterarme leyendo el periódico. Aunque de todas maneras, para los resultados que están obteniendo...

Levanté la mano sin poder quedarme más rato en silencio.

—Señor, estoy segura de que si llegamos a llamarle para informarlo de lo que era sólo una sospecha, nos hubiera ordenado no volver a hacerlo hasta que no estuviera probada.

—¡Ah, Petra!, ¿es usted la portavoz? ¡Perfecto, y además de la portavoz parece ser también mi psiquiatra! Me conoce tan bien que se adelanta a mis pensamientos y, por tanto, a mis órdenes. Maravilloso, ¿sabe qué es lo próximo que voy a decir?

—No, señor.

—Muy bien, pues se lo aclararé. Cuando les encomendé a ustedes sendos casos, no había más que un muerto en cada uno de ellos, ¿de acuerdo? Pues bien, unos días después esto parece un camposanto, Waterloo después de la batalla. ¿No deberían concentrarse en adelantarse al asesino en vez de aventurar lo que voy a ordenarles yo?

—Eso no es justo, comisario; si desde el principio hubiéramos estado aunando nuestros esfuerzos en vez de ir cada uno por su lado...

—¡Petra Delicado!, ¿ha probado usted a callarse alguna vez?

—Yo...

—¡Usted es más peleona que un vino de fonda y cree que hay que concederle la opción a soltar su soflama! ¿Verdad? ¡Pues no, se callará como los demás y aguantará el chaparrón porque eso es lo que le corresponde hacer! Y cuando venga con resultados y sin un nuevo muerto al hombro como si fuera otro bolso recién adquirido, entonces la escucharé. ¿Entendido?

—Lo del bolso es excesivo, señor.

Coronas se tapó la cara con las manos en plan muy teatral, como si realmente estuviera encomendándose a Dios para no saltar sobre mi cuello y apretarlo hasta verme morir. De repente descubrió la cara y dijo con una voz grave y paciente.

—Les espero en la sala de juntas dentro de una hora. Piensen bien en todo el material que llevan entre manos. Buscaremos estrategias y decidiremos qué hacer. ¿Me han comprendido?

Los tres asentimos al unísono. Entonces Coronas se dirigió a mí y soltó:

—Y usted, Petra, ¿lo ha entendido?

—Sí, señor.

—¿Y no tiene nada que objetar?

—No, señor.

—Bien, ¡alabado sea Jesucristo!, márchense ya.

Caminamos los tres por el pasillo, en un silencio que sólo rompí yo dirigiéndome a Moliner.

—¿Te convences de que Coronas no siente por mí ninguna predilección?

—Me he convencido justamente de lo contrario. ¿Sabes lo que hubiera hecho conmigo si llego a soltarle lo mismo que tú?

Garzón se unió enseguida a la charla.

—Pues hoy ha estado duro. Una vez la inspectora le llamó machista y él se rió.

—Los hombres tenéis mitificada la figura del jefe, y no hay para tanto, con respeto siempre se puede discrepar.

—No, lo que ocurre es que no es lo mismo cuando las cosas las dice una mujer; se os consiente más.

Garzón ratificó la frase de Moliner con enérgicos golpes de cabeza. Paré de andar.

—En cualquier caso, ninguno de los tres está cumpliendo las órdenes de Coronas.

—¿Por qué?

—¿Alguien está pensando en el material que tenemos entre manos de cara a la reunión de después?

—El material que tenemos entre manos apesta.

—Pues entonces cuanto antes nos lo quitemos de en medio tanto mejor. Vamos a mi despacho, allí podremos hablar tranquilamente.

La sesión con Coronas fue sinceramente agotadora. Editamos los informes que día a día, tanto Moliner como nosotros, habíamos estado haciendo sobre ambos casos y los estudiamos con minuciosidad. Rodríguez, el adlátere asignado habitualmente a Moliner, se unió a nosotros hacia la mitad de la reunión. También opinó sobre por dónde era pertinente seguir investigando.

El comisario se fijó en que las casillas designadas a la información financiera no estaban completas, y protestó. Tuve que intervenir.

—El inspector Sangüesa no ha tenido tiempo de completar esa parte, señor.

Gruñó como un oso recién despertado en primavera. Tomó el teléfono y le oímos hablar.

—¿Cómo que faltaba pasar el informe al ordenador? Les tengo dicho que el ordenador es una herramienta para agilizar el trabajo, no para ralentizarlo. A ver, dígame... ¡Sí, joder, pues los que haya terminado! Bien, espere, estoy apuntando, ellos ya sabrán. Está bien, Sangüesa, me hago cargo, pero espabílense, que una cosa sea difícil no justifica la lentitud exagerada. Nos hace mucha falta, de modo que pónganse a trabajar. Y si no pueden comer, no coman, llévense un bocadillo al despacho, como los americanos, que mire si han progresado haciéndolo así.

Comprobé la gran cantidad de aptitudes que me faltaban para mandar con propiedad en el fino estilo policial. Por si se me había olvidado algún detalle, Coronas se volvió hacia mí y completó la lección.

—¿Y usted, Petra, se puede saber por qué no había reclamado estos datos ya?

—Ya los reclamé, no quería ejercer demasiada presión sobre los compañeros.

Soltó una falsa carcajada en do mayor.

—Esto no es un club de golf donde los socios toman el té después de jugar. Aquí cada uno es responsable de su investigación, y si le hacen falta datos de otro departamento para seguir, tiene que presionarlos con los mismos métodos con los que presionaría a un delincuente. ¿Me explico?

—Sí, señor.

—Muy bien. Sangüesa les ha averiguado las cuentas de dos sospechosos más que parecen estar limpios. A saber, la tal Pepita Lizarrán y Emiliana Cobos. Por cierto, esta última no recuerdo quién es.

—La del hijo subnormal —dijo Garzón reincidiendo una vez más en el oprobio.

Coronas enseguida le entendió, estaba claro que lo del hijo subnormal les parecía más reprobable que un atraco a mano armada.

—Y otro punto muy importante, la víctima Rosario Campos tampoco tenía nada económico que ocultar. Su cuenta coincide con las nóminas.

—Faltan el marquesito y la ex de Valdés.

—Veremos qué ocurre con ésos. ¿Y el ministro?

—Los datos financieros del ministro los buscarán en Madrid, aunque me temo que va a ser muy jodido —dijo Moliner.

—Puede jurarlo. No creo que haya manera de saber si pagó alguna cantidad a Valdés.

—No figuraban imposiciones recientes en su cuenta de Suiza. Y a Rosario Campos es evidente que no le pagó.

—Entonces es que no mintió antes de morir.

—Quizá ésa fue la única vez en su vida que no mintió —dije con malicia.

Coronas me miró, curiosamente escandalizado, y dijo en voz baja:

BOOK: Muertos de papel
6.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Folded Leaf by William Maxwell
Charley's Web by Joy Fielding
Demonkin by T. Eric Bakutis
Muerte en Hamburgo by Craig Russell
Deep by Bates A.L.
Candles and Roses by Alex Walters
Monstrum by Ann Christopher
Wounded Earth by Evans, Mary Anna