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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (16 page)

BOOK: Muertos de papel
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Llegué antes de las cinco y esperé inútilmente durante hora y media el advenimiento de Dios a El Velódromo, pero no llegaron ni él ni su portavoz femenina. Llamé por teléfono a Abascal para preguntarle si aquel retraso podía considerarse normal o táctico. Me respondió negativamente. Le pedí la dirección del confidente que sólo debíamos utilizar en última instancia. Me la dio y, acto seguido, dijo tajantemente:

—Petra, esta vez sí que no debes ir sola allí. Manda una patrulla por delante.

—¿Por qué?

—Es muy posible que topen con algo imprevisto.

Así fue. Encontraron a Higinio Fuentes en el suelo del recibidor y a su esposa tendida en la cama, ambos con un tiro en mitad de la frente disparado a bocajarro. Una ejecución sumarísima. La puerta no estaba forzada ni había señales de violencia por lo que dedujimos que el asesino llamó y Fuentes le abrió sin desconfiar. O se conocían o empleó alguna estratagema. Lo que sí quedó claro es que los datos que tenía e iba a pasarnos eran fiables, de otro modo no le hubieran matado. La habitación estaba patas arriba. La imagen de la mujer en el lecho era patética. La recordé perfectamente. Había muerto sólo por estar durmiendo junto a su hombre. Ordené un registro aun sabiendo que no hallaríamos nada.

—Que se presentara en esta casa con riesgo de que nosotros estuviéramos vigilándola indica que el asesino es un tío con muchas agallas, que hay desesperación y máxima urgencia. La manera de actuar indica que quizá estamos de nuevo ante un profesional. La muerte de la mujer también lo indica así. Era un posible testigo y la eliminó. Sin duda un profesional —dijo Abascal cuando todas las diligencias hubieron concluido.

—Un profesional contratado por muchísima pasta; de lo contrario no hubiera hecho nada parecido. Era arriesgado —apostilló Garzón.

—¿Qué me dices de los disparos?

—Los proyectiles han pasado a balística.

Hice crujir mis dedos con nerviosismo.

—¿Habéis interrogado a los vecinos?

—Sin ningún resultado. Nadie vio nada ni oyó nada.

—¡Joder, todo parece esfumarse en el aire!

—Si los protagonistas de la historia son matones y confidentes es casi lógico que sea así. Estamos en el reino de las sombras.

—¡Algunos datos tendremos sobre ese confidente!

—Muchísimos, pero me juego algo a que no van a servirnos.

—Se lo han cargado para que no hablara con nosotros. Es como si fuéramos cómplices de un delito.

—En eso consisten los confidentes, Petra, lamento sacarte de tu inocencia. Ellos saben que corren un riesgo.

Volví a casa hecha trizas. Garzón llamó al hotel de Madrid para que conservaran nuestras cosas en recepción. Calculábamos poder regresar en un par de días.

Amanda se preparaba para salir a cenar cuando entré.

—He tenido que comprarme un par de vestidos —comentó—. No pensaba llevar tanta vida social.

Estaba preciosa, elegante, sensual...

—¿Sales con Moliner?

—Sí. Acaba de llamar, dice que ha surgido un imprevisto y que va a retrasarse un poco. Sabe que estás de vuelta en Barcelona y quiere comentarte algo.

—¿Del servicio?

—¿De qué si no?

—A lo mejor pretende pedirme tu mano.

—No creo, no tiene ninguna necesidad de permisos familiares, ¿o sí?

—Y si llama tu marido ¿qué le digo?

—Dile que me he ido de juerga, aunque hoy ha llamado ya.

—¿Qué te ha dicho?

—¡Bah, no sé, llama todos los días una o dos veces! Me asegura que lo siente, que lo está pasando fatal y que cuándo voy a volver. Debe tener prisa por largarse con su amante.

—Amanda, yo... lamento haberte parecido metomentodo. Lo único que pasa es que no me hace mucha gracia Moliner.

—¿Porque te implica indirectamente?

—Un policía no debería tener familia.

—Si lo prefieres, puedo irme a un hotel.

—No creo que sea necesario.

—Mira Petra, no sé cuál es el motivo real, pero el caso es que me apetece ligar con él. Y por una vez en la vida voy a hacer lo que el cuerpo me pide, y no pienso cambiar de idea ni por el sentido común, ni por ti, ni por Enrique... no me lo pidas porque no lo haré.

Bueno, ¿qué podía contestarle?, ¿debía reconocer que no se trataba más que de una manía personal? ¿Por qué estaba presentando aquella ridícula oposición a mi hermana? Nunca he sido protectora ni familiar. ¿No sería la causa real mi vieja y conocida aspiración de que me dejaran tranquila, sin la menor complicación, sin hacerme pensar ni un momento en problemas ajenos? ¡Ojalá fuera eso! No hubiera podido soportar hacerme moralista pasados los cuarenta.

Tomamos una copa en la cocina y a las diez menos cuarto llegó Moliner. Esperaba encontrarlo arreglado y pimpante, pero acababa de salir de comisaría.

—Petra, quería hablar contigo.

Mi hermana, discreta, se marchó del salón con su copa. Moliner empezó a decirme algo, pero no lo escuchaba, estaba ocupada observándolo bien. Como hombre no estaba mal: alto, bien parecido, cortés. Quizá Amanda no tuviera tan mal tino.

—¿Puedes volver a empezar? —le espeté de repente.

—Quizá no tiene demasiada importancia, pero... Volvimos a coincidir en confidente, ¿no lo sabías?

—No.

—Higinio Fuentes me había citado también, un par de horas después que a ti.

—¿Demasiada coincidencia?

—Quizá. Pero lo que más me escamó fue su actitud. Se inquietaba por si yo no cumplía el acuerdo pactado, quería que le pagara antes de darme los informes que supuestamente tenía.

—No veo la relación.

—Petra, ¿has pensado en que fuera a delatarnos a la misma persona a ti y a mí? Es posible que los datos que iba a pasarnos fueran idénticos. En ese caso, yo hubiera podido negarme a pagar lo acordado. Me extraña que se preocupara por su paga, un confidente sabe que siempre se cumple lo prometido.

—Comprendo. ¿Cómo va tu investigación?

—Esperaba ese soplo como agua de mayo.

—Yo también. ¿Sabes qué pienso, Moliner? Creo que si fuéramos mínimamente conscientes nos iríamos ahora mismo a trabajar a comisaría. Necesitamos comparar nuestros casos.

—¿Y Amanda?

—Es cosa del servicio, tendrá que comprenderlo.

—¿Te importa que se lo diga yo?

La mirada que me lanzó mi hermana cuando nos fuimos hubiera podido taladrar la pared. Curiosamente, se despidió de Moliner con toda simpatía. Me daba igual, el trabajo es el trabajo, me dije a mí misma en un arrebato de lugar común.

Nos reunimos en su despacho y preparamos café. Puso en marcha su ordenador.

—¿Qué quieres saber? —preguntó.

—Todo.

—La víctima de mi caso se llama Rosario Campos, una chica de familia acomodada que trabajaba como azafata de congresos. Lo único que he conseguido averiguar, y no es poco, es que esa pobre chica era la amante fija del ministro de Sanidad. Ella viajaba con frecuencia a Madrid, donde se veían en un hotel.

—¡No me jodas! Un escándalo en toda regla.

—Especialmente considerando que el ministro está casado, tiene siete hijos y pertenece al Opus Dei.

El silbido me salió del corazón.

—¿Cuándo lo habéis averiguado?

—Hace bien poco.

—¿Qué movimientos has hecho después de saberlo?

—Estoy quieto como una momia. Quería tener el soplo del confidente que se han cargado antes de lanzar ningún proyectil. Ya sabes que cuando se dispara hacia arriba hay que estar bien seguro si no quieres que te caiga un rebote en la cabeza.

—¿Y ahora?

—Ya no puedo pararlo más. He hablado con Coronas y el juez va a citar al ministro para una primera declaración. Se va a armar una buena.

—¿Crees que Valdés podía estar implicado?

—Las balas que mataron a tu víctima y a la mía son diferentes, tampoco el estilo parece igual, pero ¿es eso significativo?

—No lo sé. Si era el mismo sicario pudo cambiar de arma, incluso pudo matar de modo diferente. Veremos qué dice balística del asesinato de Higinio Fuentes y su mujer.

—Todo sería demasiado fácil, ¿no? Por alguna razón, quizá una amenaza de abandono, Rosario Campos decide vengarse o forzar al ministro y acude a ver a Valdés ofreciéndole su historia para la publicación. Ambos chantajean al ministro hasta un punto en que no puede más y decide cargárselos. Contrata a un sicario y los quita de en medio.

—¿En cuánto tiempo calculas que habría sucedido todo eso?

—No lo puedo afirmar, ¿ocho meses, un año...?

—Las imposiciones en la cuenta suiza de Valdés datan de mucho antes, las cantidades son muy periódicas y regulares.

—El pago de un chantaje. Podría coincidir.

—En tiempo, no.

—Puede tratarse de chantajes a otras personas.

—¿Adivino cuál es tu teoría? Valdés, en sus cotilleos banales, encuentra de vez en cuando cosas de envergadura mayor; y ésas las usa para chantajear.

—Ni más ni menos. Pero hay algo en la teoría que me falla, y es que a Rosario Campos no se le ha encontrado dinero en cantidades fuertes, ni en Suiza ni en ningún otro lugar.

—Quizá no le dio tiempo a comenzar siquiera su venganza. A la primera amenaza, el ministro se la cargó. ¿Cómo descubristeis que estaban liados?

—Los vecinos dijeron algo, una amiga de ella, los padres... picamos de aquí y de allá. Por fin un allegado del equipo ministerial se avino a colaborar con nosotros, en el más estricto secreto.

—Siempre hay alguien dispuesto a crucificarte en la Administración.

—En la Administración y en todas partes.

—La teoría está bien, aunque tiene cabos sueltos.

—¿Las fechas?

—No sólo eso. Un montaje de chantajes frecuentes necesita una infraestructura, Valdés solo no daba la talla.

—¿Van tus averiguaciones por ese camino?

—De momento no hay indicios de tal cosa. Estamos interrogando a los más recientes enemigos públicos que se forjó.

—Incluye en el cuestionario si Valdés intentó llegar a un acuerdo con ellos mediando dinero.

—Lo haré. ¿Qué vas a hacer tú, Moliner?

—En cuanto Coronas me dé permiso me largo a Madrid a levantar liebres ministeriales.

—¡Vaya papeleta!, supongo que lo harás con discreción.

—Dicen que es mi especialidad. El juez impondrá el secreto y de momento podremos evitar que pase a los medios, pero la esposa...

Volví a silbar como en un barrio bajo.

—¡Una esposa del Opus Dei, un ministro de Sanidad con joven amante fija... ni siquiera
The Sun
podría aspirar a más! Quizá esto suponga un ascenso para ti.

—O me expulsan del Cuerpo si deciden echar un montón de tierra encima.

—Demasiados cadáveres que tapar, sería un montón excesivo.

—Eso mismo pienso yo. No quiero parecerte inmodesto, pero confío en mi diplomacia y
savoir-faire
.

—¿Damos parte de nuestras comunes sospechas a Coronas?

—¿Qué te parece a ti?

—Quizá será mejor que esperemos un poco. Todo se basa en una deducción sobre base imprecisa.

—No, cada vez lo veo más claro, el jodido Higinio Fuentes iba a darnos el mismo nombre a ti y a mí, estoy casi seguro. Los confidentes hablan hasta muertos.

Esperaba que la diplomacia y
savoir-faire
de Moliner sirviera para mi hermana. Cuando se enterara de que él también se iba a Madrid, vería fantasmas por todas partes y me acusaría de haber tenido algo que ver. Aunque la culpa era mía, jamás hubiera debido meterme en con quién salía o dejaba de salir.

Al llegar a casa, Amanda dormía. Entré en el lavabo sin hacer ruido. Me miré en el espejo. ¡Dios, la mujer del bar hubiera vuelto a ofrecerme el puesto de pelapatatas! Todo el glamour del instituto de belleza se había desvanecido ya. Realmente era difícil mantener la buena imagen y trabajar. Me embadurné con crema nocturna leyendo el prospecto adjunto. Había observado que conociendo las ventajas teóricas del producto, el efecto se potenciaba. Radicales libres, enzimas, ácidos recién descubiertos sólo para la belleza de la mujer. ¡Menuda tontería!, pensé; pero me equivocaba, la belleza era importante. Por la belleza, un financiero se enamoraba de una folklórica de poca monta y un hombre religioso y conservador quizá se había visto impelido a matar. Aunque ninguno de los dos había huido con la chica como en un cuento de hadas. Uno no pudo soportar el ridículo público y otro ni siquiera se planteó cambiar su vida. Ninguno de los dos se quedó con la amada. Así son las cosas, ser bella no parecía suficiente. Me embutí en mi pijama sintiéndome fea como un sapo, son demasiados requisitos los que deben atenderse para alcanzar la felicidad. Afortunadamente hacía mucho tiempo que la aspiración de ser feliz me parecía absurda; de modo que dejé a mis radicales libres de verdad y el sueño me inundó.

A Garzón toda aquella coña de la coincidencia de delitos y sicarios no dejaba de parecerle una peregrinación hacia la nada. Se mostró muy escéptico cuando se lo conté durante el vuelo de regreso a Madrid.

—Lo que pasa es que el inspector Moliner quiere ligar con usted. Quizá se le ha antojado que sería divertido flirtear con dos hermanas al mismo tiempo.

—Creí que no íbamos a permitirnos comentarios demasiado personales.

—Discúlpeme, lleva razón.

Volvimos a ocupar nuestras habitaciones en el hotel. La siguiente sospechosa a investigar era Emiliana Cobos Vallés.

Tenía los ojos de un azul muy profundo y un aspecto inocente e infantil. Sin embargo, en cuanto empezó a hablar, comprendí que la vida le había pasado muchas facturas.

—¿Me interrogan como sospechosa de haber matado a Ernesto Valdés? —Soltó una carcajada sarcástica—. ¡No, por Dios, no tengo vocación de benefactora social!

—Tendrá que decirnos dónde estuvo aquel día.

—¿Lo mataron el mismo día que lo anunciaron los periódicos?

—El anterior.

—Yo estaba en Ibiza. Paso muchas semanas allí.

—¿Haciendo qué?

—Dejo que el tiempo pase. Gané bastante dinero, aún no necesito trabajar. Y como ustedes podrán comprender, la gente acabará olvidándose de si tengo un hijo tonto en Suiza o en Sebastopol. Dentro de un par de años, volveré a organizar algún negocio. Soy batalladora y me sobra creatividad. A mí no me echa de la escena ningún Valdés.

—Dénos su dirección en Ibiza.

Nos garabateó las señas en un papel con toda tranquilidad. Luego me lanzó una mirada irónica.

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