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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (17 page)

BOOK: Muertos de papel
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—¿Piensan investigar a todos los que salían en el programa de Valdés? ¡Qué barbaridad! Les auguro duras jornadas de trabajo.

—¿Intentó Valdés chantajearla a cambio de su silencio?

—No —dijo de modo indiferente—. ¡Qué va! Hundir a la gente le interesaba más que el dinero. Era un resentido social. Además, si hubiera intentado hacerlo le hubiera dicho que no. Yo era consciente de que lo de mi hijo saldría a la palestra tarde o temprano. Fue un error dedicarme a la ropa infantil. Con otra actividad, a la gente no le hubiera importado tanto la historia. Yo hubiera podido decir que aquella residencia era lo mejor para mi hijo... en fin, ahora ya lo sé. Ni siquiera le guardo rencor a Valdés; a la larga, todo esto será publicidad.

Garzón me miró para subrayar el comentario. Bien, subrayado quedaba, poco más se podía añadir. Me puse en contacto con Sangüesa por teléfono y le pedí que investigara los fondos bancarios de Emiliana Cobos. Para no dejar ningún cabo suelto, Garzón telefoneó a comisaría para que ellos a su vez hablaran con Ibiza. De ese modo sabríamos si la sospechosa se había metido en algún lío allí.

Nos fuimos a comer, pero el subinspector se mostraba insatisfecho.

—¿Qué le parece esta tía?

—A no ser que salgan pruebas contra ella, no veo que se la pueda acusar de nada en concreto.

—Parece de armas tomar.

—Ya ha visto que no nos movemos en el Paraíso.

—Pero el comentario que ha hecho sobre su hijo... a veces comprendo al difunto Valdés.

—¿Cree que el difunto Valdés obraba para impartir justicia entre los hombres...? ¡Despierte, Fermín!

—¡Claro que no pretendía hacer el bien, pero esta tipa se merecía el chaparrón que le cayó!

—Está usted reaccionando como los lectores y espectadores de ese buitre, con sensiblería justiciera. ¡Ah, pobrecito niño subnormal abandonado por su madre en Suiza! Nadie puede juzgar lo que pasa en las vidas ajenas.

—Usted lo hace.

—¿Yo?

—Dijo que le daría una somanta al marido de Beatriz del Peral, y a ella también, y a un montón de gente más. ¡Hasta una bomba quería ponerles! Si eso no es juzgar... lo que pasa es que usted sólo es sensible al problema del machismo.

Tenía una jarra de cerveza en la mano y la dejé sobre la mesa, con pesadez pero sin brusquedad. Permanecí unos momentos callada y luego miré a mi compañero.

—Estoy cansada, Garzón, cansada hasta la médula.

—Inspectora, yo no pretendía...

—No, escúcheme. Nos hallamos en medio de un caso que, en vez de irse aclarando, cada vez se complica más. Tengo a mi hermana en casa cabreada conmigo porque no la dejo en paz. Encima, me doy cuenta de que ya no soy joven y de que mi
look
resulta un asco. Pues bien, como si todas estas circunstancias no fueran suficientes para deprimir a cualquiera, la persona que se supone debería estar de mi lado, no para un momento de afearme mi conducta, decir que soy contradictoria, sectaria, feminista barata y casi boba.

—Yo no he pronunciado semejantes palabras.

—¿Sabe lo que le digo, subinspector?, que en el fondo no me importa. Nunca he sido una santa y, si hubiera tenido vocación de ayuda al prójimo, ahora estaría en una ONG peinándole los rizos a negritos en vez de encontrarme metida hasta las cachas en este pozo de... llamémosle podredumbre social. ¿Me ha entendido?

—Sólo estaba intentando...

—No quiero saberlo, de verdad.

—Muy bien.

Llegó la sopa humeante. Conocía muy bien a Garzón, sabía que lo había ofendido y que se pasaría el resto del almuerzo sin decir ni palabra. Y así fue. Acabamos la sopa, atacamos el pescado y ni siquiera para comer su boca abandonó un mohín de cabreo. Mejor para todos, eso me permitiría pensar.

Pensé en el poco aspecto de asesina que tenía Emiliana Cobos Vallés, casi tan poco como Beatriz del Peral. Probablemente, el marquesito al que por la tarde íbamos a interrogar tampoco había ordenado matar a nuestro periodista. No, no íbamos bien, que alguien te haya dado un buen revolcón en la vida no es motivo suficiente para matarlo mediando un sicario. La venganza directa es algo demasiado primario para un mundo tan complejo como el nuestro. Si hubiera sido en un arrebato de pasión descontrolada, pero matar con semejante frialdad... no se hace un asesino de la noche a la mañana. ¿Y Lesgano, quién era Lesgano? Luego estaba la cuestión del dinero. Dinero, dinero, ahí residía la clave, ¿por qué otro motivo se movían todos los personajes de aquella comedia? Debíamos profundizar en el dinero.

Acabado el postre en silencio franciscano, le di una orden a Garzón.

—Subinspector, quiero que llame al inspector Sangüesa de nuevo. Dígale que necesitamos conocer los datos bancarios de todos los encartados en este caso, de todos.

Sacó una ridícula libretita y se puso a apuntar.

—Eso quiere decir...

—No sólo de Emiliana Cobos, sino también de Beatriz del Peral, del marqués que luego veremos, de Pepita Lizarrán, de la dueña de la revista, de... ¿me dejo a alguien más?

—¿De Marta Merchán, la ex de Valdés?

—También. Quiero saber cuánta pasta puede tener toda esa gente escondida por el mundo.

—A lo mejor el juez no ve necesario redactar tantas órdenes.

—Lo hará, el juez cooperará. Si se demuestra que el caso de Moliner y el nuestro están ligados, el juez nos dará muchas más órdenes de las que sean necesarias. Es un caso que afecta a gente importante.

—De acuerdo, inspectora.

—¿Tiene localizada la dirección del marqués?

—Sí, inspectora.

—Muy bien. Nos veremos allí a las cinco.

—A la orden, inspectora.

Era perfecto. ¿Por qué a las personas nos daba por intimar, por saber las unas de las otras, por trabar lazos amistosos? Resultaba mucho más fácil así. Garzón era mi subordinado y yo su superior. Teníamos un trabajo que hacer. Bueno, pues lo hacíamos y en paz. Por desgracia nuestro trabajo no se desarrollaba en una cadena de producción en la que hablar hubiera estado penado por el reglamento. No, nosotros esperábamos juntos y viajábamos juntos y comíamos y cenábamos en franca hermandad. Ahora Garzón me conocía casi tan bien como yo a él. Ambos nos empeñábamos en actuar como conciencia del otro, ¡en voz alta, además! Aquello tenía que acabar de alguna manera. ¿Sería una solución pedirle a Coronas que me cambiara de lugarteniente? También los religiosos lo hacen así. Cuando un monje le ha tomado gusto a su comunidad, el prior lo envía a otra parte. Supongo que en su caso se trata de que sufran una mayor mortificación. Es decir, lo que se pretende es que hagan mejor su trabajo, ya que mortificarse forma parte de él. Tal vez mi rendimiento mejorara también sin Fermín Garzón.

Medité sobre todas estas cosas paseando por Madrid. Miré el cielo inmaculado de Castilla, su luz radiante sin influencia del mar. Me encontraba pasando una crisis. ¿De qué modo, si no, podía explicar que me molestara tanto cualquier implicación de los demás en mi vida? Había llegado a la soledad tras firme determinación y ahora quizá pretendía alcanzar una fase más solitaria aún. Pero eso era difícil, siempre hay gente a tu alrededor, y la gente se relaciona, te da y quiere que le devuelvas, sonríe, se mueve, juzga, se odia y se ama, habla, te ve y pretende ser vista.

Cuando acabara aquel caso, si es que aquel caso acababa alguna vez, le pediría a Coronas que me concediera un mes de vacaciones continuadas. Me iría a un convento. Uno de esos monasterios en los que te alquilan una habitación con derecho a comida. Pasearía por el campo. Leería las obras completas de Pushkin, una laguna en mi biografía intelectual que había que rellenar. Observaría los movimientos gregarios de las hormigas si no era en invierno. Le pediría a la monja que actuara como recepcionista, que me sirvieran la comida en mi celda. Si veía a alguien en un pasillo, daría la vuelta para no saludar. Y si al cabo de un mes el plan me gustaba, me quedaría como monja en la congregación. Aunque eso sería muy duro, por supuesto. Yo no tenía fe, ni soportaría el voto de obediencia, ni los rezos, ni levantarme a las cinco de la mañana, ni formar parte de una comunidad. Por no hablar de la privación de libros, música, cigarrillos, whisky y café.

Llegué a la conclusión de que deberían existir monasterios para seglares, gente un poco baqueteada a quien le gustara la soledad sin abandonar los placeres de la existencia. ¿Qué pasaría entonces con el sexo y el amor? ¿Habría que renunciar a eso también a riesgo de que el monasterio se convirtiera en una casa de putas a los tres días? ¿Y de qué viviría la comunidad? ¿De dónde sacaban el dinero los monjes y las monjas? ¿Hacían aún licores dulzones y labores de punto de cruz? ¿Cómo proveerse de dinero? Ésa sería la mayor dificultad, una vez más. El dinero, el dinero, el dinero, el dinero. Recordé el caso de nuevo. ¿Cómo le iría a Moliner con el ministro? Habíamos quedado a las nueve en el hotel, donde él tenía también reservada habitación. Me contaría, quizá... De vuelta a la realidad miré dónde me encontraba. No tenía ni idea, obviamente estaba perdida.

Tomé un taxi y le di al taxista el papel con la dirección de Jacinto Ruiz Northwell. Eran casi las cinco. Sólo faltaba que llegara tarde a la cita con Garzón. El taxista hizo un amago de entablar conversación.

—¿Cree que lloverá? —dijo.


I don't speak Spanish
—respondí.

No era cuestión de dejarlo que hablara, que de la lluvia pasara a la sequedad, de la sequedad a la vida y de la vida a contarme lo que sentía su pobre corazón, para luego acabar preguntando: ¿qué le parece a usted? ¡Al carajo las relaciones humanas! Por fortuna todo se desarrolló como una seda y no me dijo ni adiós.

Garzón me esperaba en la portería sin haber variado para nada su rictus de hombre seriamente dañado en su sensibilidad.

—El marquesito nos espera.

—¿Ha puesto alguna dificultad?

—Al contrario, ha dicho que nos hubiera buscado si no nos hubiéramos puesto en contacto con él. Quiere hablar.

—¿Sobre qué?

—No tengo ni idea.

—Interesante, ¿no le parece?

Se encogió de hombros, darme su opinión debía parecerle una frivolidad estando enfadados. Suspiré interiormente armándome de paciencia, no soportaba los cabreos sordos del subinspector.

Nos abrió una asistenta muy vieja. Pasamos a un saloncito atestado de cretonas, cuadros de sacristía y
bibelots
.

—¡Signos de esplendores antiguos! —comenté.

Garzón se había quedado anonadado mirando un gran óleo que representaba al arcángel san Miguel aplastándole la cabeza al Diablo. Llevaba una coraza reluciente sobre la túnica corta a la romana, y una cabellera rubia y rizada ondeaba en el aire para señalar el dramatismo de la acción.

—Eso debe de valer una pasta —dijo mi compañero.

—Quizá como antigüedad... porque mérito artístico no tiene ninguno.

Me miró sorprendido.

—¿Ah, no?

Nos levantamos y nos pusimos frente al lienzo.

—No, fíjese en las dimensiones de la cabeza del demonio, está desproporcionada, ¿no lo ve? Además, los colores son planos. ¿Y qué me dice de las manos del arcángel?, ¿se da cuenta de la torpeza con que están dibujadas? Debe de ser un cuadro de algún artista religioso local de un pueblo de Castilla.

—Ya.

—Cuando tenga duda sobre la calidad de un cuadro, fíjese siempre en cómo están pintados los pies y las manos. Es una prueba que no falla. No puede ponerse en práctica si el estilo es abstracto, ahí te pueden colar cualquier birria.

—A mí me las colarían en todos los estilos.

—No lo crea.

—Sí, yo no tengo cultura ni he estudiado historia del arte. ¿No se acuerda?

Me miró con rencor. Sentí una oleada de despecho hacia él. Lo hubiera asesinado allí mismo. Pero no tuve tiempo, una voz sonó a nuestra espalda:

—Les gusta ese cuadro, ¿verdad? Ha estado en la familia durante doscientos años, y no es el más antiguo, ¿eh? En mi casa solariega hay algunos también interesantes.

Jacinto Ruiz Northwell se presentó ante nosotros con la pinta más elaborada de un
play boy
: pantalón beige, americana blazier y un pañuelito de seda anudado bajo la nuez prominente. Era joven, rubio y atlético, comprendí que quedara bien en cualquier labor promocional. Sin embargo, su entonación era la de un auténtico pijo, casi llegando a la caricatura. Imaginé que la forzaba.

—Señor Ruiz, buenos días, queremos hablar con usted.

—Lo sé, inspectora, lo sé. ¿Cuál es su nombre?

—Delicado.

—Muy bien, inspectora Delicado, yo también quiero hablarles. De hecho, si hubieran pasado unos días más me hubiera personado en comisaría. Creo que todo esto ya sobrepasa la medida.

—¿Puede aclarar sus palabras?

—Sí. Vamos a ver, ustedes han venido aquí considerándome sospechoso de la muerte del periodista Valdés. Cierto, ¿verdad?

—Bueno, verá, según nuestra información...

—Sí, de acuerdo, lo sé. Yo tenía motivos para matar a ese cerdo de Valdés, pero el caso es que no lo maté. Es más, yo hubiera podido perjudicarlo seriamente y meterlo en un lío y no quise hacerlo. Ya ven cómo son las cosas. Me explicaré. Ustedes saben que yo, como figura pública, había tenido contactos frecuentes con ese periodista. Incluso aparecí varias veces en su programa de televisión. Sabía que era una rata, pero en fin, hoy en día uno se debe a los medios de comunicación. ¿Me comprenden?

—Supongo que sí.

—Pues bien, en una de las ocasiones en que nos vimos, yo le pasé una información codiciadísima a Valdés. Le conté que el ministro de Sanidad tenía una amante en Barcelona.

Se me aceleró el corazón, pero me contuve, había que dejarle hablar y actuar con cautela.

—Se preguntarán por qué motivo hice una cosa así. Pues bien, lo hice por piedad. Conocía a la chica, Rosario Campos, una joven prometedora de verdad, bella, discreta, de buena familia... pues bien, todo este asunto del ministro la estaba malogrando. Se pasaba la vida deprimida, llorando, con la esperanza inútil de que ese tipo abandonara a su mujer por ella. Yo le advertí mil veces que no se hiciera la más mínima ilusión, pero no me hizo caso. Un día, charlando con Valdés, que siempre intentaba sacarme informaciones, se lo comenté. Sólo en beneficio de la chica, ¿eh? Más tarde alguien se la cargó sin duda para tapar el pastel. Como ustedes comprenderán, yo hubiera podido amenazar a Valdés con decir lo que sabía, o decirlo sin más para que se viera que él estaba metido en el escándalo, pero no lo hice. De modo que mucho menos lo asesiné.

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