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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (23 page)

BOOK: Muertos de papel
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—¿Entonces es verdad?

—Probablemente sí, aunque no creo que sea significativo.

—¿Valdés mantenía relaciones lo suficientemente buenas con su ex mujer como para cenar con ella en Madrid?

—Tendrían algo que tratar, se encontrarían por pura potra. No me líe, Garzón, todo eso nos aleja del meollo. Déjeme hacer una llamada.

Llamé a Maggy. Estaba segura de que había tomado en serio nuestra visita, de que había pasado el tiempo buscando algún papel de Valdés. Y no me equivoqué, la vocecilla de aquella francotiradora del periodismo rosa me hizo concebir alguna esperanza al decir:

—Yo también iba a llamarla, inspectora, hay algo que quizá... He recordado que mi jefe tenía contratado un servicio de taxis. Se desplazaba así por la ciudad cuando venía. Utilizaba siempre la misma compañía, Taxi-Rápid, el pago iba a cargo de la televisión. No es mucho, pero es algo.

—¿Guardan los comprobantes?

—Creo que sí; los del último año. Los tienen en Administración. ¿Quiere que se los pida?

—Nos hará ganar tiempo. En una hora podemos estar ahí.

—No creo que tarde mucho más en conseguirlos.

Por fin habíamos dado con una estela que atestiguaba el paso de Ernesto Valdés por el mundo. No podíamos depositar en ella excesiva ilusión, pero quizá de alguna manera nos permitiría recomponer sus pasos en Madrid, y aquello, sumidos como estábamos en la más absoluta oscuridad, me pareció muchísimo.

7

Los destinos, casi todos repetidos, de los taxis que Valdés había tomado en el último año no significaban gran cosa para nosotros, que no conocíamos bien Madrid. Tuve que hablar con la directora de la cadena para pedirle que le permitiera a Maggy abandonar su trabajo durante un buen rato. Como Maggy no hacía nada desde la muerte de su jefe y benefactor, no le quedó más remedio que acceder, intrigada por el valor que pudiera tener para nosotros aquel ínfimo soldado de su ejército televisivo.

Maggy tradujo para nosotros las direcciones que logró reconocer. Dos de ellas resultaron un enigma que desentrañó a primera vista. La primera correspondía al hotel donde se alojaba Valdés cuando venía a Madrid. La segunda era una tienda de ropa donde el periodista solía comprar.

—Siempre me comentaba que prefería comprar aquí sus prendas de más uso.

—Tenía un gusto espantoso —comenté.

—Ya, aunque por lo menos le gustaban los colores, no iba vestido de enterrador como el resto de la gente.

Una mirada a su indumentaria, entre lo neohippy y el andrajo integral, me dio la explicación a su apostilla.

Garzón, algo mosqueado por lo que debía considerar desviaciones típicamente femeninas, nos apresuró:

—¿Y qué me dicen de las otras dos direcciones?

Maggy observó el papel, encantada con su labor de policía.

—Ni idea. Una sólo se repite dos veces; la otra... ¡Dieciséis!

—Habrá que ir.

Garzón me miró algo preocupado:

—¿Cree que la señorita también tendrá que acompañarnos?

Maggy esperó mi dictamen aparentando indiferencia; es decir, mascando su chicle con más fuerza.

—No estará de más. Ella puede decirnos si el lugar había merecido algún comentario de su jefe.

Sus ojillos bovinos sonrieron. Se rascó la oreja cargada de pendientes y dijo con sorna:

—No vayan a pensar que me hace mucha gracia colaborar con la bofia. Si fueran de uniforme no les acompañaría ni a la vuelta de la esquina. Tengo muchos amigos que no lo aprobarían.

—Estamos convencidos de eso —respondí.

El encargado general de Taxi-Rápid conocía muy bien a Valdés, era uno de sus clientes distinguidos. No había un chófer que se encargara específicamente de atenderlo a él, lo hacía quien estaba libre. En las dependencias se hallaba casualmente uno que recordaba haberlo llevado a bordo una vez en el último mes. No aportó ningún detalle; al parecer, el periodista no era hombre que apreciara la conversación. Deduje que no sacaríamos nada de allí, de modo que pusimos rumbo a la dirección repetida dieciséis veces.

Resultó ser una cafetería normal y corriente, La Gloria, nada especial. Gente de paso y clientes de la zona desayunaban, merendaban y paraban para tomar café. Ni lujosa, ni cutre, una barra y varias mesas, eso era todo. Por supuesto, el dueño recordaba a Valdés, todo el mundo recordaba a Valdés en su calidad de estrella televisiva. Dieciséis visitas en un año no era una asistencia habitual, pero sí suficiente para que el hombre pudiera hacernos algunas precisiones. Valdés se reunía allí con otro señor, normalmente hacia media mañana. Pudo hacer una descripción somera de su acompañante: de unos cincuenta, alto, bien vestido, con gafas sin montura y aspecto elegante. Se sentaban en una mesa retirada al lado de la ventana y hablaban durante al menos una hora, otras veces más. Nunca oyó de qué. Le parecía que, en alguna ocasión, habían revisado papeles. Creía que, incluso en una oportunidad, intercambiaron unas carpetillas de colores. Siempre había pensado que quizá el contertulio de Valdés fuese un hombre importante del mundo de las revistas o la televisión. Un día, aquel hombre llegó con su esposa, una mujer muy bonita de aproximadamente la misma edad. Valdés parecía conocerla porque el hombre elegante no se la presentó. Charlaron los tres. No se atrevió a describir a la mujer: alta, delgada y poco más. No recordaba el color de su pelo ni cómo iba vestida.

De nuevo en la calle, mi mente era presa de una gran excitación. Sin embargo, como Maggy estaba presente, no me atreví a comentar mis especulaciones con el subinspector. Decidí encargarle trabajo para alejarla de nosotros sin herir su fina sensibilidad.

—Maggy, tú conoces la ciudad y a la gente importante que vive en ella. Si quieres seguir colaborando con nosotros te propongo que nos ayudes en algo de vital importancia.

Su rostro de monito inteligente se llenó de interés enseguida. Lo disimuló al instante y preguntó como perdonándome la vida:

—¿Qué quiere que haga? Tendré que faltar al trabajo, aunque como de todos modos me van a echar...

—No será necesario que te alejes de los estudios. Vuelve allí y revisa el plano de este barrio con todo cuidado. Mira si aquí se encuentra la sede de algún banco importante, de algún periódico, la delegación de algún partido político, la residencia de algún personaje destacado de la jet. ¿Me comprendes?

Se encogió de hombros, sin duda esperando una explicación que la implicara más en el conocimiento del caso, que yo no le di.

—Bueno —aceptó sin entusiasmo—. ¿Y qué hago cuando lo tenga todo revisado?

—Me llamas.

Dio unos cuantos cabezazos de asentimiento, y se largó sin decir ni adiós. Vimos su desgarbada figura alejarse calle abajo.

—¡Por fin! —soltó Garzón—. Esta niña me pone muy nervioso.

—¿Qué tiene contra ella?

—Esa indolencia... ese modo desmadejado de hablar y mascar chicle... Además, me enferman los detectives aficionados.

—Pura ingratitud; esa chica nos ha puesto sobre una pista muy valiosa. ¿Qué le parecen las entrevistas de Valdés con el hombre misterioso?

—Supongo que es Lesgano, quien le compraba información y pagaba por ella.

—Quizá su asesino, o quien lo contrató.

—Quizá el asesino de Rosario Campos.

—Está claro, Fermín, que entre Moliner y nosotros hemos logrado reunir un montón de piezas.

—Ahora hay que armarlas. Usted conoce la dificultad de los testimonios meramente visuales, como el del dueño del bar. Lo vio, un hombre alto, una mujer... ¿quiénes eran? Nadie lo sabe. Muchos casos se han cerrado en falso con un testimonio así. Quienes de verdad podían hablar están muertos.

—No todos, queda quien los mató.

—O quienes los mataron. ¿Quiere más dificultad? Ni siquiera sabemos a cuántos asesinos andamos buscando.

—Tenemos suficientes cadáveres para una
troupe
; de eso no debe preocuparse. ¿Nos ponemos en marcha otra vez?

La segunda dirección proporcionada por los recibos de taxis correspondía a un mesón, Mesón de Sancho Panza, y estaba en el barrio de Chamberí. Todo muy auténtico, muy castizo, aunque en eso acababa nuestra información. Los camareros, que eran más de cuatro, no recordaban haber servido a Valdés. Incluso el más joven no sabía quién era Valdés, lo cual me insufló cierta esperanza acerca del futuro de la juventud. De repente, un dato se me cruzó entre la abundante y desordenada despensa con que contaba. Llamé al marqués. No pudo disimular su desagrado cuando oyó mi voz. Sin embargo, sus palabras no revelaban en absoluto su reacción instintiva.

—¿Inspectora, de nuevo usted? ¡Por supuesto que puedo contestarle a una pregunta, para usted siempre estoy disponible!

Puede que una educación mundana no sirviera para ser honrado, trabajador o pagar los impuestos; pero parecía perfecta para la mentira social.

—¿Sancho Panza, mesón Sancho Panza?... pues no sé, la verdad; en Madrid debe haber quinientos mesones con el nombre de Sancho, y otros mil con el del Quijote.

—El que estoy mencionándole está en el barrio de Chamberí. ¿Puede ser ahí donde vio a Valdés cenando con su ex esposa?

—Eso es otra historia, tiene usted mucha razón. En el barrio vive un amigo mío, había ido a visitarlo pero aún no estaba en casa. Me metí en el mesón a tomar un café mientras esperaba y me los encontré. Ciertamente, puede ser.

Conseguí librarme pronto de la hojarasca de su cortesía forzada. Colgué y observé al subinspector, que ponía cara de asco sólo al saber que me había comunicado con el noble.

—En el fondo es amable —le dije para picarlo—. Comprendo que algunas mujeres se pirren por él.

—Si quiere que desaparezca durante unas horas, no tiene más que decirlo.

—No es necesario, sabré resistir su
sex appeal
. En el fondo, me temo que sólo intenta caerme bien para evitar que lo denuncie a Hacienda.

—Pues se está olvidando de seducirme a mí.

—¿Piensa denunciarlo usted?

—¡Joder, como hay Dios que pienso hacerlo! En cuanto todo esto haya acabado y no podamos sacar más de ese petimetre, iré a Hacienda para que lo emplumen. ¡Estoy hasta los cojones de toda esta serie de ganapanes! ¡Por una vez van a pagar!

—Bueno, es una opción. De cualquier modo, parece que el mesón sí estaba en Chamberí. Es evidente que después de todo, Valdés y su ex esposa eran una pareja civilizada y solían reunirse a cenar en alguna ocasión, quizá cada vez que ella venía a Madrid.

—¿En un sitio tan cutre? ¿Y por qué en Madrid y no en Barcelona? Me parece raro, la verdad.

—Puede que ella fuera más conocida en Barcelona y desearan conservar el anonimato. A mí no me parece nada especial. A usted, lo que le parece raro es que se reunieran. Es posible que usted fuera implacable con una ex mujer.

—Afortunadamente, no he tenido que pasar por eso; pero sí, la verdad, estar soltándole la pasta a una tipa con la que ya no me une nada y encima sonreír...

—Ya decía yo.

—¿Y ahora qué hacemos? Porque yo tengo un hambre. ..

—Comeremos algo, para que vea que soy una jefa comprensiva con la debilidad; pero antes déjeme llamar a Moliner. Quiero comprobar cómo van sus asuntos.

No iban muy bien. Los primeros datos económicos que se habían obtenido del ministro se encontraban en los parámetros de la más absoluta normalidad. No había extracciones de dinero significativas. Aparentemente, no había pagado ningún chantaje. Pero ¿significaba eso algo en sí mismo? No. El proceso de intento de chantaje pudo realizarse igualmente. Nada en los papeles personales del ministro hablaba de la relación extramatrimonial que mantuvo, a no ser el gasto puntual en una floristería de la calle Muntaner. Un ramo de rosas rojas todos los miércoles que eran enviadas al domicilio de Rosario Campos. El encargo se facturaba al nombre supuesto de Federico Chopin.

—¡Qué cursilada! —exclamé.

—Pues ya ves cómo están las cosas. En el entorno de Rosario, la situación no es mucho más transparente. Hizo comentarios sueltos a algunas amigas, frases como que había encontrado al hombre de su vida, que por fin estaba enamorada... cursiladas también.

—Supongo que fue el desencanto lo que la hizo revolverse contra Federico Chopin. En algún momento debió de darse cuenta de que éste nunca abandonaría a su esposa. Ahí cambió de planes; sin duda, con la ayuda puntual de Valdés. ¿Dicen algo sus padres?

—Están sumidos en el dolor, y también en el silencio. Si saben algo, se escudan en que su hija vivía independizada y alejada de ellos para no hablar.

—Es muy comprensible.

—Lo será, pero te aseguro que estoy hasta las bolas. En estos ambientes es imposible sacar una palabra a nadie. Resulta muy distinto a los crímenes cometidos en el arroyo. Ahí siempre surge un testigo, o las familias hablan hasta que te dan un dato que puede servir.

—Sí, los pobres están más indefensos frente a los enemigos, es una vieja tradición.

—Llámalo como quieras, pero el caso es que estoy harto, demasiado cansancio acumulado.

—También contribuirá al cansancio que te acuestes tan tarde.

Hubo un largo silencio en el auricular. Después, Moliner contestó sin cambiar el tono sereno:

—Si lo dices por Amanda, estás equivocada; hemos dejado de salir.

Ahora el silencio vino por mi parte. Moliner añadió:

—Está saliendo con Guillermo Franquesa, de la brigada de estupefacientes.

—¿Qué?

—Nos encontramos en un restaurante y se la presenté. Está visto que congeniaron mucho, porque me plantó y está saliendo con él. Ya te dije que no hay quien entienda a las mujeres, y ahora me ratifico aún más.

Compartía su sorpresa, y así se lo hice saber a Garzón mientras comíamos en un bar. A él le dio por ponerse comprensivo.

—Que tu marido te abandone debe de ser un palo de mucho cuidado. Supongo que tienes ganas de quitarte la espina de la fidelidad que hayas podido guardarle toda la vida.

—Eso está muy bien, y todos hemos pasado por la fase de desmadre inicial, pero ¿por qué no busca otros pagos para sus correrías? ¿Qué piensa hacer, cepillarse a toda la policía nacional?

Garzón continuó, filosófico.

—A usted le molesta el qué dirán, aunque le parezca mentira. Por muy moderna que quiera ser, tampoco está a salvo de esas cosas sociales.

—Está bien, Fermín, deje de hacerse el consejero sentimental conmigo. Lo que dice es muy cierto. Lo reconozco, y reconozco que estoy deseando que mi hermana se largue y se enfrente por fin a su situación. De momento, no ha hecho más que huir. Alguna vez tendrá que regresar a su casa y ver qué está pasando.

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