Authors: Alicia Giménez Bartlett
Por supuesto, accedió. Vi el problema colocado de momento. Respiré con más tranquilidad, pero el destino aún no me deparaba el sosiego suficiente como para entregarme al sueño. Cuando iba a colgar, Moliner me retuvo.
—Petra, ¿sabes en qué momento has llamado?
Me encomendé a todos los santos salvadores sin saber muy bien por qué, sólo intuyendo un cataclismo. Negué, intentando parecer despistada. El cataclismo se produjo.
—Mi mujer acaba de marcharse definitivamente.
—Oye, perdona, ni siquiera he preguntado... lo siento, enseguida te dejo tranquilo.
No coló, en realidad dudé de que me oyera.
—Lo cierto es que ya se había marchado hace unos días, también se había llevado sus cosas, tiene un nuevo apartamento. Pero habíamos quedado hoy para cenar, en un último intento de despedirnos de manera amistosa... No sé por qué, yo conservaba la estúpida esperanza de que al final... pero se ha ido, Petra. Estaba dando una vuelta por la casa cuando has llamado, y pensando que ya nunca más volveré a verla andando por aquí.
—Mira, si de verdad habéis logrado despediros amistosamente... volverás a verla, y charlaréis y con el tiempo tú...
—No ha sido así.
—¿Cómo?
—Le he montado un numerito de la hostia. No he sabido contenerme, no sé qué me pasó.
Tomé un cigarrillo de la mesita de noche. Cualquier intento de interrumpirlo me hubiera parecido una falta de solidaridad con el género humano. Inhalé el humo con toda profundidad y escuché, eso era lo único que se esperaba una vez más de mí.
—Le he dicho todo lo que no debía decirle, todo lo que no siento. Total, ¿para qué? Un desastre, Petra, soy un imbécil; seguramente mi mujer tiene buenas razones para largarse con otro.
—No caigas en la tentación de echarte toda la culpa a ti mismo. Es algo que funciona casi tan mal como echársela al otro.
—¿Y qué es lo que funciona?
—Dejar pasar el tiempo y, si de verdad te interesa saber lo que pasó, ponerte a pensar una vez se ha disipado el dolor, el resentimiento, la mala leche.
—¿Cuándo sucede eso, Petra?
—No lo sé.
—Dejar pasar el tiempo. Es fácil de decir.
—Pero si de verdad necesitas un culpable inmediato, piensa en tu profesión, no suele fallar. ¿Tienes alguna idea de la cantidad de hombres y mujeres policías que son solteros o divorciados?
—Nunca lo había pensado.
—Pues hay un montón. Es lo normal, Moliner, no hay cónyuge que aguante los horarios desordenados, la tensión que generamos, el montón de tiempo que dedicamos a un caso complicado, las llamadas a cualquier hora...
—¿Y crees que me consuela pensar que mientras yo trabajaba con esa intensidad ella estaba camelándose con otro?
—Pensar eso es una vulgaridad; si es eso lo único que te duele, entonces es un problema menor.
Oí una triste carcajada.
—¡Petra Delicado, siempre tan original!
—Deberían sacarme en las revistas del corazón.
—Oye, respecto a lo de tu hermana...
—¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?, como dijo el célebre Caín. Olvídalo, dedícate a cosas más interesantes.
—Petra, lo haré, iré a interrogar a Marta Merchán. Lo haré con la misma pasión que si fueras tú misma.
—Probablemente más, tú siempre has sido mejor policía que yo.
Es curioso, pero entre divorciados tarde o temprano se genera una corriente de simpatía y solidaridad. Siempre he pensado que, con el tiempo, acabará por crearse un grupo de fuerte presión social. Los políticos nos citarán en los discursos para que les votemos, tendremos nuestras tiendas especializadas y nuestros clubes. Quién sabe si no seremos en el futuro un pilar de la civilización en vez de la apergaminada institución monomatrimonial, tan previsible y estereotipada, tan carente de emociones fuertes. Cuando llegara esa época de esplendor, yo ya estaría fuera de combate, de modo que haría mejor en no fantasear y hacer lo único que me convenía en aquellos momentos: dormir.
Nuestra comisaría adscrita en Madrid funcionaba muy bien. A la mañana siguiente ya teníamos resultados esperándonos. Habían seguido a Nogales minuto a minuto. No había nada sospechoso en su actividad de la tarde y noche anterior. Se quedó en la redacción del periódico hasta muy tarde. Salió con Juan Montes, el subdirector, y fueron a cenar a uno de esos restaurantes que no cierran hasta la madrugada. Después se retiró a su casa. Tampoco sus llamadas tenían nada de especial; todas eran, en apariencia, comunicaciones relacionadas con el trabajo. Nuestro tercer encargo, las fotos de Nogales, nos sorprendieron por su calidad. Lo habían enganchado de pleno, saliendo del periódico de perfil, entrando en el restaurante casi de frente. Estaba perfectamente reconocible.
—¿Le apetece desayunar? —le pregunté a Garzón.
—Sólo si es en la cafetería La Gloria.
Adolfo, el camarero, admitió reconocer a Nogales de modo instintivo en cuanto le pusimos las fotos delante, no tuvo la menor dificultad. Sin embargo, acto seguido se retrajo, quizá lamentando no haberlo pensado mejor. Era una reacción habitual, no es lo mismo afirmar que has visto a un tipo sin nombre en un determinado lugar, que señalarlo en una fotografía que te muestra la pasma. Acusar a alguien con nombre y apellidos es un paso más que pocos están dispuestos a dar.
—Bueno, no sé, digo yo que será el mismo, aunque ustedes ya saben, aquí vemos a tanta gente... igual es una idea que me he hecho yo.
No era conveniente hablarle en aquel momento de una declaración frente al juez, para eso habría que pillarlo desprevenido nuevamente. Intenté que se significara lo más posible.
—Pero digamos que guarda un parecido más que razonable con el hombre que usted vio en repetidas ocasiones junto a Valdés.
—Sí, digamos que se parece bastante.
Se debatía entre el sentimiento de haber metido la pata confesando lo que sabía y el instinto de decir la verdad. Pensé que era mejor dejarlo en aquel punto, pero cuando salimos Garzón me lo recriminó.
—Debería haberlo forzado más, no es un testigo en el que podamos confiar lo más mínimo. Puede rajarse en cualquier momento, y entonces ¿qué vamos a hacer, decirle a Nogales que un testigo cree haberle visto con Valdés, o quizá a alguien que se le parecía? Se nos reirá en la cara.
—Es posible que si el testigo piensa las cosas con calma, llegue a la conclusión de que declarar eso no le compromete a nada.
—La mayor parte de reflexiones de los testigos acaban igual; todos concluyen que les es más rentable no meterse en líos.
—De acuerdo, ¿qué sugiere que hubiera podido hacer?
—Meterle un poco de miedo en el cuerpo.
—¿Amenazándolo con un mamporro? ¡Ni hablar, subinspector, eso es abonar el terreno a un abogado para que alegue que su cliente ha sido intimidado!
—Puede que lleve razón, pero no estoy nada conforme con lo que acabamos de hacer.
—Ni yo tampoco. Crucemos los dedos y juguemos bien nuestras cartas.
—¿De qué manera? ¿Va a decirle a Nogales que le ha reconocido el dueño del bar?
Ésa era la pregunta, ahí radicaba la cuestión. Si se lo decíamos, Nogales podía tener distintas reacciones: confesar sintiéndose atrapado, no hacer nada y confiar en que fuera una trampa para cazarlo, no darse por perdido hasta que no se le sometiera a una identificación directa, y, en última instancia, podía optar por comprar la voluntad del testigo, o contratar a alguien para que lo intimidara y, en el peor de los casos, para que lo asesinara. Si él había sido el culpable directo de los dos crímenes anteriores, ¿qué más le daba otro con tal de que ayudara a borrar las escasas evidencias que había en su contra?
—Siempre tendríamos la solución de enviar vigilancia al bar La Gloria. Sería una manera de pringar a Nogales si se le ocurre intimidar al testigo.
—¿Cree que lo haría de modo que se le pudiera echar el guante con facilidad? ¡Hay mil maneras de intimidar al testigo sin acercarse siquiera al bar!
—¡Pues hagamos vigilar al testigo también, fotografiemos a todos los clientes que entran en su establecimiento! ¡Intervengamos su teléfono particular!
—Este comisario nos va a enviar al carajo.
—Digámosle que en Barcelona se hacen diariamente cosas así; se picará en su honor profesional.
—Está bien, intentémoslo, hable con él. De todas maneras, con esas precauciones no cubrimos todas las posibilidades. Podría funcionar si enviara a un matón que estuviera fichado, pero ¿y si no es así? Puede tener un chico de los recados particular, alguien a quien no podamos distinguir de un cliente normal.
—No existe nunca nada que cubra los riesgos al cien por cien, inspectora, usted lo sabe perfectamente. Hay que confiar en el error del contrario, y hasta las mentes más privilegiadas cometen errores.
—¡Cierto! Sin ir más lejos, yo misma cuando acepté formar equipo con usted.
Soltó una carcajada espontánea.
—Para que vea que soy un santo y no le guardo rencor por su característica mala uva, yo mismo iré a la comisaría para pedir todos esos extras. Si mandan a alguien al carajo, que no sea usted.
—De acuerdo, le espero en el hotel. En cuanto lo tenga todo listo, avíseme, iremos a hacer una visita a
El Universal
.
Un rato más tarde subí a mi habitación, intentando encontrar un rato de calma que me permitiera preparar una estrategia de cara al interrogatorio de Nogales. Me serví un whisky del minibar y consulté los mensajes de mi teléfono móvil. Tenía dos, uno de Maggy, que estaba impaciente por saber, y otro del marido de mi hermana. Me pedía que contactara con él tan pronto como pudiera. Lo llamé a regañadientes, algo me hacía pensar que no encontraría paz y sosiego en aquella llamada. Enrique contestó enseguida.
—Petra, he intentado mantenerte al margen de todo esto, pero las cosas no pueden seguir así. ¿Qué pasa con Amanda?
—Puede que no me creas, pero no lo sé. Ella está en mi casa, pero yo me encuentro desde hace unos días de servicio en Madrid. Poco puedo decirte.
—Ya sé que se aloja en tu casa, pero últimamente no quiere ni ponerse al teléfono. Las pocas veces que la localizo cuelga en cuanto se da cuenta de que soy yo.
—¿Qué supones que puedo hacer yo para ayudarte?
—Llámala y habla con ella. No puede largarse por las buenas. No hemos tenido ninguna conversación sobre el futuro, no hemos hecho ningún plan, no sé qué piensa hacer ni cuánto tiempo se quedará en Barcelona. Los niños están atónitos, igual que yo. Marcharse y dejarnos plantados con esta incertidumbre no es lo normal. Habrá que ver qué hacemos, cómo nos organizamos. Tendrá que enfrentarse con la realidad de la situación.
—¿Tienes prisa por marcharte?
Se quedó callado. Noté que daba un suspiro profundo.
—Petra... por favor, ¿tendré que justificarme delante de ti?, ¿haremos bandos de familias, de amigos que están a favor del marido y otros de parte de la mujer? ¿No podríamos evitar todo eso ni siquiera contigo?
—Supongo que sí. De todas maneras, Amanda tampoco quiere hablarme.
—¿Por qué?
Dudé un instante antes de contestar.
—Pues... imagino que por sermonearla y jugar a la hermana experimentada que sólo busca su bien.
—¿Cuándo vuelves a Barcelona?
—No tengo ni idea. De momento, seguiré en Madrid.
—Esto es desesperante, de verdad.
—Dale un poco de tiempo, no puede prolongar mucho más esta tregua en falso.
—De acuerdo, pero prométeme que intentarás convencerla de que vuelva, al menos para saber si quiere la custodia de los chicos.
—Lo intentaré —dije desfallecidamente.
¿Era yo, acaso, el prototipo de mujer neutral? ¿Acudirían a mí todos los individuos en proceso de separación que había en España? ¿Había equivocado la profesión y hubiera debido hacerme psicóloga matrimonialista? Antes de que hubiera podido depositarlo sobre la mesita de noche, el teléfono volvió a sonar, sobresaltándome. Era Garzón.
—¿Inspectora? Todo listo.
—¿Ya?
—Ha sido muy fácil. Cubrirán por completo el bar La Gloria, y ni siquiera me han mandado al carajo. ¿Sabe qué estoy por decir? Pues que en nuestra comisaría cuesta más que te den apoyo. Coronas es un hueso duro de roer. ¿Paso a recogerla?
—No, espéreme en
El Universal
, enseguida llegaré.
Miré el dedito de whisky que teñía de hermoso color el fondo de un vaso. Me encaminé al lavabo para tirarlo por el desagüe. Debía estar bien despierta. El interrogatorio de Nogales carecería de estrategia previa, tendría que confiar en mis dotes para la improvisación, en mis conocimientos de la psicología de individuos como él. Pensándolo mejor, me bebería el brebaje sagrado: enfrentarse al lobo sin inhibiciones quizá hubiera sido la única salida de Caperucita. Me lo bebí de un trago. Tenía todas las de ganar, Caperucita ni siquiera contaba con un aguerrido Garzón junto a ella.
Se volvió a repetir el rito de la espera frente al despacho del director. Estaba reunido. Al parecer, la gente importante vive en una reunión. Es como una especie de sesión de espiritismo. Una hora y cuarto después de haber llegado al periódico, Nogales nos recibió por fin. Se le veía bastante menos amable que el día anterior.
—¡Vaya! ¿Tanto necesita la policía de los periodistas?
Comenzaba la esgrima verbal, no podía permitir que se me escabullera por el conducto ingenioso. Disparé a matar.
—Señor Nogales, usted afirmó ayer que no conocía personalmente a Ernesto Valdés. ¿Se ratifica en su declaración?
—¡Ah! Pero ¿era una declaración? No tenía ni idea. Si la cosa es tan seria será mejor que llame a mi abogado para que esté presente en esta entrevista. Eso es lo legal, ¿no, inspectora?
Sonrió con un cinismo perfectamente dosificado. Aquel tipo inteligente y mundano aprovecharía a su favor todos mis fallos, y ya había cometido el primero nada más empezar.
—Puede hacer lo que le parezca. En realidad, poco necesitamos hoy de usted. Somos nosotros quienes queremos aportarle datos.
—¡Perfecto! ¿Son publicables? Yo nunca me desvío de la labor de un buen periodista. Supongo que ustedes harán lo mismo como buenos policías.
—No sé si son publicables o no, usted decidirá. Quizá a sus lectores les interese saber que hay un testigo que asegura haberle visto con el difunto Valdés.
No se inmutó. Soltó una risita de suficiencia.
—Inspectora, ya se lo dije, este mundo de la información es pequeño y absurdo. Cualquiera pudo verme junto a Valdés en una fiesta multitudinaria, una inauguración, algún sarao político. Es incluso posible que yo intercambiara un par de palabras con él, aunque no lo recuerdo. Eso no alteraría mi declaración, como dice usted, simplemente yo no tenía contactos con ese señor. ¿Le gusta más así?