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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (27 page)

BOOK: Muertos de papel
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—Puede apostar a que no, y mucho menos si fueran fraudulentas.

—No se me ocurre ninguna hipótesis mejor. Además es tarde, inspectora. Ya que no hay más remedio, ¿por qué no nos vamos acercando al bar La Gloria? Estaría bueno que hoy cerraran más pronto por alguna razón extraña.

—No sé ni en qué hora vivo. Con tanto viaje Barcelona Madrid he perdido la noción del tiempo. Empiezo a comprender el estrés de esos ejecutivos que se pasan el día en un puente aéreo.

—¿Ve?, ya ha encontrado una profesión peor que la de policía, claro que a ésos les pagan más.

—Pueden quedarse con el dinero, no creo que compensara.

—Eso es lo que más me gusta de usted, Petra, que tiene clase. Me encanta la cara que pone cuando se cita el dinero, es como si algo le hubiera sentado mal de repente, o como si alguien pusiera un insecto pestilente sobre la mesa.

—Sí, con un poco de entrenamiento se consigue, ya le enseñaré.

Pedimos un coche en nuestra comisaría auxiliar y nos apostamos casi en la esquina del bar La Gloria. A partir de las diez la entrada de clientes se hizo muy espaciada. No era un local de ambiente nocturno.

A las once vimos salir a una mujer que debía de ser la cocinera. No parecían quedar parroquianos en el interior, de modo que nos dirigimos hacia allí con paso ligero.

La cara del tipo al vernos fue toda una lección de expresión facial. Pude advertir en su rostro la sorpresa, el miedo, el deseo de desaparecer en el aire.

—Hola, señores, me han asustado, ya iba a cerrar.

No le contestamos. Con unos modales detestables, eché las fotografías de Marta Merchán muerta sobre la barra.

—Adolfo, mire esto.

Aquel hombre era transparente como un cristal. Nuevamente sus rasgos interpretaron sus sensaciones: pánico, horror, piedad.

—¡Dios mío! —musitó.

Garzón puso en funcionamiento el bulldozer. Dio un golpe tremendo con el puño sobre la superficie de madera que hizo vibrar dos copas aún sin recoger.

—¡Ni Dios ni hostias consagradas! ¡Conteste clarito de una puta vez! ¿Es ésta la mujer que vio con Valdés y el otro hombre desayunando en este bar?

El camarero se replegó sobre sí mismo, como si hubiera temido recibir aquel puñetazo en su cuerpo. El subinspector volvió a la carga con aquella voz fuerte y cavernosa que yo ya conocía.

—¡Hable, joder! A esa mujer acaban de matarla porque a usted no le ha pasado por los cojones asegurar que reconoció al hombre de la foto. ¿Qué pasa, alguien lo ha amenazado, le han ofrecido dinero? ¡Eso es un delito, por si no lo sabía!

Empezó a farfullar:

—No, nadie me ha dicho nada ni me han ofrecido nada, yo les dije que no tenía la seguridad...

—¡Me cago en tu seguridad! Primero llegamos aquí y te sabes la jeta de ese tío de memoria. Luego empiezan a llegarte las dudas. Oye, o dices la verdad o te vamos a meter una emplumada que vas a tener que vender el bar para pagar los abogados.

Estábamos al borde de la legalidad, o quizá por completo fuera de ella. A Nogales nunca le hubiéramos hablado así. Simplemente, nos aprovechábamos de la sencillez de aquel pobre hombre. Así es la vida.

El tipo estaba tan asustado que no conseguía razonar con coherencia.

—Yo nunca he hecho nada ni estoy metido en nada raro, de verdad. Sólo trabajo, tengo familia, si hasta pago las multas de aparcamiento. Si hay que colaborar con la policía yo colaboro, ¿eh? Creo que se han formado una idea equivocada de mí, por un malentendido.

—¿Declararás ante el juez que reconociste a ese hombre?

—Sí, claro, si no hay inconveniente, si yo nunca dije que no pensara declarar. Las cosas son como son y en paz.

—¿Qué me dices de la mujer?

—Sí, creo que es la que vi con ellos.

—¿Crees?

—Era ella, sí. La esposa de ese hombre.

—¿Estás seguro de que no llegó con Valdés?

—No, no, llegó con el otro; de eso me acuerdo muy bien.

—Quizá te libres de una buena, pero no estés muy seguro. Yo que tú, declararía ante el juez, lo digo por tu bien.

—Declararé, lo haré. Yo siempre quise declarar.

Si aquello no era una clara intimidación policial a un testigo, que bajara Dios y lo viera. Salí asqueada del bar.

—Como a este tío se le ocurra contar algo de lo que acaba de pasar, se nos caerá el pelo, Garzón.

—No lo hará, estaba acojonado. Además, qué sabe este tío de la diferencia entre un juez y nosotros. ¿No ha oído lo de las multas? Para él todo es la ley.

—Me avergüenzo un poco.

—Pues no se avergüence; al fin y al cabo, la parte más bestia siempre me toca hacerla a mí.

—Eso no me hace menos culpable.

—No me hable de culpabilidades, inspectora. No hay más culpabilidad que la que puede demostrarse. Por esa razón estamos pringándonos, ¿o no?

Lógica policial. La que yo también debía aplicar.

Garzón se encargó de que todo su dispositivo de vigilancia se convirtiera en otro de protección del testigo. Sólo faltaba que, tal y como estaban las cosas, lo convirtieran en uno más de la lista de fiambres.

Llamamos a Coronas, dándole cuenta de nuestra sucia gestión, que le pareció perfecta.

—Señor, el testigo declarará ante el juez.

—Muy bien, Petra, muy bien. ¿Qué piensa hacer ahora?

—Mañana a primera hora interrogaremos a Nogales, esta vez en otro plan.

—Te llamaré antes, me han prometido resultados de la autopsia para las ocho. Puede ayudar.

Bien, ya habíamos dado un empujón a la realidad, y la realidad nos ponía sus datos al alcance de la mano, escuetos, inexplicados. Marta Merchán conocía a Nogales. Nada más. El trabajo burdo no facilitaba sino esa aportación hecha a granel. Las conexiones internas del artefacto deberían ser examinadas con un sistema de mayor complejidad.

Me acosté llena de alarma e inquietud. Estaba segura de que el teléfono me despertaría a media noche, pero no fue así. Dormí con el mismo abandono que unos viejos zapatos en un armario. Cuando me desperté tuve la impresión de que estaba llegando tarde a mi propio entierro. Sin embargo, no había motivo para sobresaltos; todo transitaba por la senda de la más absoluta normalidad. Eran las siete y nadie se había interesado por mi suerte, hubiera podido morir en paz.

Garzón, durante el desayuno, me alejó de un pensamiento tan fúnebre con su tranquila actitud. Mojaba churritos en el café con la misma unción que un integrista hubiera dedicado a las primeras oraciones del día.

—¿Ha dormido bien? —le pregunté.

—Como un leño —confesó—. Pocas cosas en esta vida me han provocado insomnio. Duermo siempre como un bebé. ¿Y usted?

—De un tirón.

—No me lo creo, tiene mala cara, seguro que se ha pasado la noche dándole vueltas al caso, ¡es usted tan poco práctica! Ande, por lo menos desayune bien, estos churritos están de muerte. ¿Quiere que se los reboce un poco más en azúcar?

Sonreí.

—¿Se propone cuidarme?

—Los solitarios tenemos la obligación de cuidarnos los unos a los otros. ¿Sabe qué le digo, Petra? Que usted debería casarse otra vez.

Mi carcajada espantó a los pocos madrugadores que había en otras mesas.

—¿Tiene alguna idea de con quién?

—¡Ah, eso usted sabrá!

—Esperaré a que se case usted primero.

—Pues entonces está lista.

—¿Sólo aconseja usted el matrimonio a los demás?

—Soy demasiado viejo para nuevas experiencias.

Ya estábamos de nuevo instalados en el terreno de lo personal, y yo no deseaba seguir en ese tercio. Tenía el teléfono móvil sobre la mesa, lo miré y le dije a Garzón:

—¿Qué se juega a que ese teléfono empezará a sonar dentro de un instante? El comisario dijo que llamaría a las ocho en punto.

—¡Otro que debería casarse!

—¡Pero si está casado desde hace un montón de años! Él y su esposa tienen cuatro hijos. ¿Cómo es posible que no lo sepa?

—Los hombres no nos hacemos confidencias.

—Pero sí se las hacen a las mujeres.

Se quedó sorprendido.

—Quizá.

A las ocho menos un minuto sonó el teléfono. Coronas, expeditivo desde que abría los ojos al nuevo día, me espetó:

—Petra, voy a resumirle el resultado de la autopsia de Marta Merchán. Son siete puñaladas dadas al buen tuntún. Sólo una resultó mortal. Descartado un sicario. La agresión se produjo a las ocho de la tarde. Dice el forense que las puñaladas no estaban asestadas con mucha fuerza. Ninguna sobrepasaba la línea superior del tórax. Deduce, pues, que el asesino fue un hombre de escasa corpulencia y altura o bien una mujer. Hubo cierta resistencia con rastros de lucha, pero evidentemente la víctima fue sorprendida, por lo que tuvo escasa reacción. El equipo de rastreo ha hallado un pelo que parece no ser de Marta Merchán, pero puede ser de su hija, de la asistenta o vaya usted a saber. Ha pasado a analítica. En cuanto a los vecinos, ninguno vio llegar ningún coche ni oyó nada raro. No es sorprendente porque los jardines que rodean las casas son bastante grandes. De momento, no hay nada más. ¿Se ha quedado con todos los datos?

—Sí. ¿Qué hay de los interrogatorios de la hija y la chacha?

—Moliner empezará esta misma mañana. Ayer a Raquel Valdés le dio un ataque de nervios cuando volvió de la facultad y se encontró el panorama. Ha pasado la noche sedada y bajo vigilancia médica. ¿Cuándo van a ir a por Nogales?

—En cuanto sean las nueve, comisario.

—Echen el resto.

—Lo haremos, señor.

Informé al subinspector de mi conversación y salimos hacia la redacción de
El Universal
. Antes de entrar le dije a mi compañero:

—Voy a guardarme, de momento, el dato del asesinato de Marta Merchán. Veremos si sirve de algo soltárselo cuando menos lo espere.

—Usted verá, inspectora. Yo a este tío no sé por dónde entrarle.

—Nos fiaremos de la improvisación intuitiva.

—Dudo de que, con tan pocos churros como ha comido, la intuición vaya a funcionarle bien.

—En ese caso esté atento. Si veo que no estoy inspirada, le pasaré a usted el peso del interrogatorio. Si el quid está en la cantidad de churros ingeridos, usted lo hará perfecto.

«El director aún no ha llegado», dijo la recepcionista. «En ese caso le esperaremos aquí», contesté. Y eso hicimos. Durante más de una hora contemplamos el trasiego matutino de un periódico, las continuas llamadas telefónicas, la entrada de empleados provistos de tarjeta magnética, las estrictas medidas de seguridad para los visitantes que no eran de la casa. En el momento en que más entretenidos estábamos, entró Nogales e inmediatamente nos vio. Se dirigió hacia nosotros. Nos pusimos en pie y no le dejamos hablar.

—Señor Nogales, le esperamos a usted. Debe venir a comisaría para un interrogatorio.

—¿Estoy detenido?

—No, pero obra un testimonio en su contra y queremos clarificar la situación.

—Bien, dígame qué comisaría es y llamaré a mi abogado para que se persone allí.

Había una parada de taxis en la puerta del periódico. Cuando Nogales comprobó que nos dirigíamos a ella dijo de pronto:

—Si no les importa, prefiero coger mi propio coche.

Hubo un instintivo momento de indecisión, pero sin duda no iba a escapar, y su teléfono móvil estaba intervenido. Asentí con un golpe de cabeza.

En la comisaría estaba lista la sala de interrogatorios. Nogales tardó cinco minutos más en llegar y su abogado lo hizo tras media hora. No comenzamos hasta que no estuvo presente.

—Señor Nogales, detrás de ese cristal está el encargado del bar La Gloria. Se encuentra seguro de que fue a usted a quien vio repetidas veces desayunando y charlando con Ernesto Valdés. Hoy se ratificará y firmará una declaración en ese sentido.

Intervino inmediatamente el abogado:

—No daremos ese hecho por sentado hasta que no veamos firmada tal declaración.

—Está bien —dije. Me levanté y salí. En la sala de al lado estaba el testigo con varios compañeros policías. Lo saludé y, sin mediar palabra, pregunté—: ¿Es ése el hombre a quien vio?

Adolfo, nervioso, con una fina capa de sudor cubriéndole el rostro, afirmó gestualmente.

—Diga sí o no.

—Sí, sí que lo es. Estoy completamente seguro.

Respiré con enorme alivio interior.

—De acuerdo, firme aquí y rellene los datos de su carnet de identidad. No descartamos que el juez le llame para una rueda de reconocimiento.

Firmó la declaración ya preparada con mano temblorosa y caligrafía inculta.

Tomé una copia y volví a la sala de interrogatorios. Le pasé el papel a Nogales, pero su abogado se adelantó y sólo tras una ojeada, dijo:

—Quiero ver el original.

Sin hacer ningún comentario ni ningún gesto de impaciencia, recogí el documento y me ausenté de nuevo. Un minuto más tarde estaba de vuelta con el original.

—Aquí tiene.

Garzón cambiaba su peso de un pie al otro, demostrando cierta inquietud. Le rogué con la mirada que se sentara y enseguida me entendió.

—Bueno, ya ve cuál es la historia. ¿Qué tiene que decir sobre esta declaración?

De nuevo contestó el abogado.

—Mi cliente responderá de modo oficial cuando exista una citación judicial y una acusación concreta. De momento, se ratifica en su postura de afirmar que nunca visitó el tal bar La Gloria, ni mucho menos se entrevistó en ese lugar con el difunto señor Valdés, al que no conocía.

Sin perder la calma un instante respondí:

—De acuerdo. Me permito comentarles también, para su información y actuaciones posteriores, que el mismo testigo dice haber visto en una ocasión a la señora Marta Merchán, ex esposa de Ernesto Valdés, en compañía de éste y del señor Nogales. Es más, afirma que la citada señora llegó a su establecimiento no en compañía de su ex marido, sino del señor Nogales.

El abogado, que de repente puso cara de andar perdido, reaccionó sin embargo como un autómata legal:

—¿El testigo recuerda esos detalles sólo habiendo visto a esa señora en una ocasión? ¡Es evidente que estamos frente a un hombre muy observador! ¿Los vio acaso alguien más?

Me encogí de hombros.

—Sólo puedo informarles de las evidencias legales con las que cuento —dije en tono neutro.

El tipo tenía de improviso prisa por largarse. Nogales asistía a la escena sin mover ni un músculo de la cara.

—Está bien, señores, si no desean nada más de mi cliente, nos retiraremos en espera de la pertinente citación. Buenos días.

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