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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (21 page)

BOOK: Muertos de papel
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—Dejemos a los muertos en paz.

Al final, se decidió que Moliner y Rodríguez profundizarían en el entorno amistoso y familiar de Rosario Campos y estarían en contacto con la comisaría de Madrid que investigaba ya al ministro. Quizá alguien podría informar sobre la calidad de chantajista aficionada de la chica asesinada, o algún lugarteniente del ministro se decidía a hablar. Garzón y yo debíamos volver a Madrid y seguir con la pista que nos había proporcionado Ruiz Northwell, también llamado el marqués. ¿Era Valdés un chantajista profesional, de ahí sacó su pasta suplementaria?

Teóricamente, las estrategias pintaban muy bien, pero yo me preguntaba cómo podíamos sacar algo más de un tipo que hablaba de oídas y que no dejaba aún de estar bajo sospecha. ¿Habría que frecuentar los bares de la jet en Madrid, meter las narices en el epicentro de los rumores que siempre circulan a miles por la capital? Aquella perspectiva me horrorizó, no la veía todo lo directa y efectiva que hubiera deseado en aquel terrible punto muerto de nuestras pesquisas.

Las broncas e invectivas de Coronas acabaron con una orden brutal: no había que esperar a mañana para viajar a Madrid. Quería que la primera hora del día siguiente nos cogiera ya a punto para empezar en el tajo. Teníamos tiempo para dejar la ropa sucia en nuestras casas y proveernos de limpia. Después iríamos al aeropuerto, desde donde a las once salía el último vuelo regular. Nos reservarían dos billetes por conducto especial.

Quedamos con Garzón para vernos en el aeropuerto.

—Allí tendremos tiempo para cenar —se le ocurrió como cosa más interesante que comentar antes de meterse en un taxi.

Llegué a casa con los nervios a flor de piel. Todo aquello estaba llenando mi caldera de excesivo vapor que en cualquier momento podía estallar. Al pasar junto al espejo del recibidor me miré de refilón. Tenía una pinta innoble, despeinada y con cara de cansancio. Por desgracia no había tiempo ni para una ducha. Fui directamente a mi dormitorio y empecé a sacar la ropa sucia de la maleta. Entonces Amanda apareció en la puerta.

—Hola.

Di un respingo y me volví hacia ella.

—Me has asustado. No sabía que estabas aquí.

—¿Te marchas?

—Otra vez a Madrid, han surgido complicaciones.

—Creo que yo me iré también.

—¿Vuelves a Gerona?

—No, me quedo aquí, pero me trasladaré a un hotel.

—¿Por qué demonio vas a trasladarte a un hotel?

—Comprendo que mi presencia te resulte molesta.

—Eso es absurdo; además, no te preocupes, ya te he dicho que me voy. Moliner se queda en Barcelona de momento.

—Bien, entonces no me iré a un hotel.

—Me parece perfecto.

—Lamento lo que ha sucedido; pero sinceramente no creo que hayas estado a la altura de las circunstancias. ¿Por qué no me diste consejos todos estos años cuando estaba casada y perdiendo el tiempo? Quizá entonces era el momento ideal.

—El tiempo se pierde siempre, casada o no. Al final siempre te mueres. Pero llevas razón, no debiera haberme metido en tu vida. Ahora he rectificado, me da igual que ligues con un policía o que te folles a un orangután.

Me miró fijamente con cara de odio.

—Petra, te has convertido en una mujer dura y egoísta, insensible. No me extraña que vivas sola, creo que seguirás sola toda la vida.

Salió de la habitación suavemente. La oí trajinar en la cocina.

Acabé de preparar la maleta y le dije adiós desde la puerta principal, como si sólo saliera a comprar el periódico. Amanda no respondió.

En el aeropuerto me esperaba el subinspector. Había tiempo de sobra, nuestro vuelo partiría con dos horas de retraso. Según él se nos planteaba el problema de la cena. El bar de la zona destinada a vuelos nacionales estaba cerrado.

—Podemos decir que somos policías; nos dejarán esperar en la zona internacional. Allí la cafetería está abierta aún.

Lo hicimos, mi compañero no parecía dispuesto a pasarse sin comer y a mí me apetecía beber algo fuerte. Una bronca del jefe y una disputa familiar son dos de los motivos que hacen lícita una buena borrachera.

Allí, rodeados de extranjeros en tránsito, dimos rienda suelta a nuestros instintos. Garzón se hizo con un par de bocadillos y me trajo una ensalada de atún que regué con abundante cerveza. Después, ambos pasamos al whisky.

—¡Hemos recibido un buen varapalo laboral! —comenté.

—¡Bah!, si viera lo que pasa en otras comisarías. Coronas tenía que hacerse notar un poco, para dinamizar la investigación. Lo que ocurre es que usted tiene una fina sensibilidad.

—¿Sí?, ¡no me diga! Hay quien opina lo contrario.

—Será que no la conoce bien.

—¿Usted cree que me he vuelto egoísta y dura?

—A todos los policías nos pasa un poco; es por estar tan en contacto con la realidad desagradable. Y si vivimos solos, las cosas se agravan aún más.

—¿Puedo hacerle una pregunta, Fermín?

—Si no es personal...

—Es personal.

—Pues entonces no. Usted misma me hizo prometer que no hablaríamos de cosas personales.

—Podemos hacerlo siempre que al día siguiente no recordemos nada de lo que hemos dicho. ¿Es usted capaz de algo así?

—No sé si tiene mucho derecho a pedírmelo, pero supongo que sí. Intentémoslo.

—De acuerdo, ahí va mi pregunta: ¿le pesa a usted la soledad?

—Creí que iba a ser algo más sustancioso, pero bueno, le contestaré. Desde luego que sí, inspectora, desde luego que me pesa. La mayor parte de los días no pienso en ello, pero a veces cuando me voy a la cama me da por imaginar que no me despertaré, que moriré durante el sueño. Entonces pienso que nadie me echaría de menos y que ninguna vida ajena se alteraría por mi muerte. Es triste, bastante descorazonador. ¿Qué le parece?

—Fúnebre. ¿Y qué suele hacer en esos casos?

—Depende. Lo más usual es que me levante y vaya a la cocina a picar un poco. Ya sabe, un ligero tentempié, una lonchita de jamón... después de tomar algo me siento más entero. Entonces pienso que no es para tanto y que, si me muriera por la noche, al día siguiente no iría a comisaría e inmediatamente Coronas mandaría a buscarme hecho un basilisco. Entonces descubrirían mi cadáver, tendrían que certificar que es de muerte natural, vendrían los compañeros, usted, avisarían a mi hijo a Nueva York, habría un entierro... un buen ceremonial. Si lo que queremos es que se arme follón a nuestra muerte, yo con ése ya tengo bastante.

—No está mal pensado.

—Y a usted, ¿le molesta la soledad?

—¿Molestarme? No, usted sabe que soy solitaria por convicción. Pero hay algo tan tonto que... no sé si contárselo siquiera.

—Cuéntemelo, pediremos otro whisky para afrontar el tema.

—Pues... hay algo que nunca he aprendido a hacer. Es más, yo diría que me he negado en redondo a aprenderlo. ¿Sabe Garzón?, yo no sé colocar los cordones en unos zapatos nuevos.

Me miró pensando si había sido prudente pedir otro whisky.

—Supongo que entiende lo que quiero decir. Sé atármelos, pero no ir colocándolos estratégicamente dentro de los agujeritos para poder estirarlos al final.

—No es muy complicado.

—Lo sé, pero siempre ha habido alguien que lo hacía por mí: mi padre, mis maridos. Yo no quería aprenderlo; era algo así como dejarme querer, como permitir que los demás me mimaran un poco. ¿Qué le parece?

—Muy propio de usted; es decir, raro.

—Es una gilipollez, pero aunque no se lo crea, aún ahora procuro que alguien lo haga en mi lugar. Lo pido en la tienda si los zapatos son recién comprados, o a mi asistenta cuando la veo. Pero, claro, ya no es igual. Sé que un buen día ya no podré pedírselo a nadie, pero sigo sin querer aprender. Pienso que es algo que la vida me debe.

—Ya entiendo.

—¿A usted qué le debe la vida?

—La vida y yo estamos en paz. Yo ya no le pido nada para el futuro; pero que la vida no vaya jodiendo tampoco y me pida algo a mí. Ni sacrificios extras ni incomodidades, ¡se acabó!

—¡Justo! Ése es el egoísmo de los que vivimos solos; pero ¿no cree que tenemos derecho a reivindicarlo?

—¡Faltaría más!

Bebimos en silencio, cargados de razón. La luz artificial eliminaba los contornos de los muebles de plástico. Un aire de cansancio recorría a los viajeros que esperaban junto a nosotros. Nos miraban algo sorprendidos por la extraña pareja que formábamos. Durante un momento me pregunté qué hacíamos allí, en un lugar impersonal, frío, de paso. Garzón me sacó de cualquier posibilidad melancólica con una exclamación procaz después de mirar el reloj. El alcohol había aligerado las penas y el tiempo, era casi hora de partir. Volvimos a nuestra zona y tomamos el avión.

A la mañana siguiente, me desperté en el hotel sin reconocer a ciencia cierta mi ubicación. Lo primero que hice fue jurarme a mí misma que en cuanto resolviéramos aquel caso infecto le diría a Coronas que quería disfrutar mis vacaciones pendientes. Estaba empezando a volverme neurasténica; de modo que cogería las maletas y viajaría a algún lugar donde no hubiera prensa rosa ni de ninguna otra coloración. Pensé en los numerosos muertos que habían quedado en el camino: Rosario Campos, Valdés, aquel pobre diablo de confidente y su mujer, cuyo asesino ni siquiera pensábamos en buscar, y por último el ministro. Habíamos dado con una veta de muerte pura y seguíamos moviéndonos a tientas, sin un paso firme. Coronas llevaba razón, los acontecimientos se nos anticipaban continuamente y podía hablarse de fracaso con toda propiedad.

Garzón daba cuenta escrupulosa de su desayuno cuando se lo comenté.

—¿Y qué quiere que hagamos? —respondió—. Ahora mismo volveremos a entrevistarnos con ese marquesito.

—¡Al carajo con el marquesito! Él ya hizo su gracia indicándonos la posible relación de Valdés con el mundo de los grandes chantajes. No sacaremos de ese tipo ni una gota más de información.

—Coronas ha ordenado que lo interroguemos y que lo presionemos a más no poder.

—Sí, eso está muy bien, pero el marqués nos pasó el dato, usted lo elaboró y dedujo de él una valiosa posibilidad, pero ¿qué hacemos luego con esa posibilidad? La olvidamos y seguimos como perros las indicaciones de nuestro comisario.

—No creo que debamos arriesgarnos a que se ponga como una fiera otra vez.

—¿Quién lleva en puridad este caso, nosotros o él?

—¡Hombre, inspectora, si nos ponemos así...!

—Escúcheme bien, Garzón; es hora de seguir donde nos habíamos quedado. Hablamos de chantajes, ¿no es cierto?, y le aseguro que ese pobre ministro no se ha cargado a nadie. Ha de haber alguien más. ¿Recuerda a Lesgano? Debemos volver atrás.

—¿Puede sugerir de qué manera?

—Volviendo al mundo de la comunicación. ¿Se acuerda de Maggy, aquella chica con la que fui tan amable y sutil? Creo que tenemos que darle prioridad frente al marqués.

—¡Dios, la que vamos a armar!

—Relájese, Coronas no está en Madrid.

Regresamos a Teletotal, donde Maggy nos recibió de nuevo sin demostrar el más mínimo interés o deseo de comunicación. Había potenciado su aspecto entre moderno y marginal colocándose un par de aretes minúsculos que le horadaban la aleta derecha de su nariz pequeña y respingona. Me miró con ironía.

—Creí que no volvería a verla por esta casa, como le repugna este ambiente sin moral...

Sonreí, decidida a ser inclemente conmigo misma.

—La menosprecié, Maggy, de todas las personas con las que hemos hablado me parece que usted ha sido la única inteligente.

—¡Vaya, me siento muy honrada!

—Lo digo en serio, y debo añadir que en estos momentos usted puede ayudarnos más que nadie a aclarar la muerte de Valdés.

—Sí, ya veo, ¿esto es un llamamiento como «la patria te necesita» o algo así?

—Llámelo como quiera, pero sí es verdad que la necesitamos.

Se sacudió unas minúsculas motas de la camiseta ecologista que lucía.

—Bueno, pues ustedes dirán.

—Es muy fácil. Sabemos que Valdés accedía a información más comprometida que las operaciones estéticas de una
vedette
. ¿Tiene usted idea de a quién podía estar vendiéndosela?

Resopló varias veces haciendo juguetear las guedejas de su flequillo en punta.

—¡Y yo qué voy a saber! ¿Cree que un tipo como mi jefe, que ni siquiera guardaba notas para que nadie las leyera, iba a comentarme una cosa de ese calibre?

Intervino Garzón.

—No aspiramos a tanta felicidad, pero usted colaboraba más que nadie con él, sabía con quién hablaba, qué contactos tenía.

—Despídanse, él sólo sabía sacar información de mí; la que obtuviera por otros cauces jamás la compartía conmigo. Yo aquí sólo era una especie de peón, y pronto no seré ni eso.

—¿Qué me dice de la directora de esta cadena?

Se echó a reír con ganas.

—¡Joder, por mí la pueden emplumar, pero dudo mucho que esta televisión esté mezclada en algo semejante!

—¿Quién hubiera sido capaz de publicar un escándalo que llegara a cargarse a una figura pública, pongamos a un ministro?

—¿Está de cachondeo? ¡Todos, inspectora, todos los periodistas de este país lo harían! Éste es el mundo de la prensa moderna, ¿o pensaba a lo mejor que sólo la asquerosa prensa rosa era capaz de hacer esas guarradas?

Llevaba razón, llevaba irónica y fatal razón. Todos. Cualquier periódico lo haría. Crucificarían al mismísimo presidente de la nación con una información contrastada. Lo machacarían vivo. Si era adversario de la tendencia política del periódico, lo harían aún con mayor ensañamiento. Cualquiera de las grandes cabeceras del país tendría arrestos para sacar trapos sucios en portada, del tipo que fueran: públicos o privados, de cariz económico o sexual.

Mis escrúpulos hacia la prensa rosa no dejaban de ser el exponente de un montón de anticuados prejuicios. Ahora el envilecimiento era general, profundo, nos comprendía a todos. Y tenía que ser una jovenzuela de ojos redondos y pelo amarillo quien me pusiera a la vista algo tan obvio. Me avergoncé.

—Supongo que es así, Maggy, que estás en lo cierto. ¿No recuerdas que Valdés acudiera nunca a ninguna entrevista con el director de un periódico? ¿Recibió quizá alguna llamada, alguna invitación oficial del gobierno? ¿Lesgano podía ser quizá algún político?

Negaba con la cabeza, dándose cuenta de mi progresiva desesperación. Me mostré indefensa, como en realidad estaba.

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