Muertos de papel (32 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Muertos de papel
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10

El equipaje de Amanda estaba preparado en el salón. Su plan era cenar conmigo y marcharse inmediatamente, de vuelta a su devastado hogar. En cuanto me vio aparecer con mi bolsa de viaje, soltó una exclamación y me condujo frente a un espejo.

—Mírate bien.

Me miré. Tenía el pelo desordenado en guedejas difíciles de dominar, la cara cansada. El somero jersey negro que llevaba formaba arrugas en torno a los hombros. Iba sin maquillar.

—¿Qué me dices?

—Pues... no sé.

—¿Crees que esa pinta que exhibes es un
look
adecuado?

—Oye, Amanda, perseguir a un asesino es una actividad absorbente, no permite pensar en nada más.

—¿Algo así como un enamoramiento?

—Algo así, aunque mucho más cutre.

—Pero el aspecto propio no debería descuidarse jamás.

—Cuando investigo un caso, dejo de tener conciencia de mí misma, me abstraigo, vivo otra realidad.

—Suena bien. ¿Crees que yo también podría llevar un caso?

—Tu realidad no es tan catastrófica.

—Cuando me enfrente a ella, te lo contaré.

—Sólo con que me cuentes qué has hecho estos días, creo que tendré suficiente distracción.

Se echó a reír.

—Sí, será mejor que se lo cuente a alguien porque seguro que dentro de unos meses ni yo misma me lo podré creer. Oye, ¿sabes qué deberíamos estar haciendo? Venga, dúchate y ponte guapa; luego te invitaré a cenar en el mejor restaurante de la ciudad.

No esperaba encontrar a mi hermana de un humor tan festivo. Me alegré. Quizá había dado con la manera de manejar su situación de cara al futuro.

Me duché, me lavé la cabeza y después me embadurné el cuerpo con una crema perfumada. Amanda insistió en pintarme los ojos, pero no lo consentí. Puede parecer poco amable pero, en realidad, no me apetecía cenar con ella. Lo que le había dicho era muy cierto: cuando tenía la mente enfrascada en un caso, cualquier distracción me caía mal. Y en aquellos momentos no estaba para nada; en mi cerebro seguían percutiendo las mismas preguntas, como golpes: «Marta Merchán, ¿quién, por qué?»

Cenamos en la Villa Olímpica. Pescado. Amanda me observaba complacida:

—Así estás mucho mejor.

—Tú sí estás mucho mejor con respecto a cuando viniste.

—Es verdad. Cometer unas cuantas locuras me ha sentado de maravilla.

—¿Y ahora qué vas a hacer?

—Bueno, pues lo que no hay más remedio que hacer. Volveré a casa, hablaré con Enrique, quedaré de acuerdo con él sobre custodias y problemas económicos y... lo veré marchar.

—Nada de eso es muy agradable, pero aun así...

—¿Aun así...?

—Aun así, procura quedar en buenos términos con él. No te servirá de mucho ganar un enemigo.

—Supongo que estás en lo cierto, pero las tentaciones de mandarlo al infierno son grandes.

—En el caso que estoy llevando, he podido comprobar que hay separados que siguen en buenas relaciones.

—El mundo de la delincuencia siempre ha sido ejemplar.

—Ese mundo está más cerca de lo que parece; cualquiera puede convertirse en un delincuente, lo he comprobado también.

—Después de todo, quizá decida cargarme a Enrique. Un auténtico crimen pasional que ponga los pelos de punta.

—Con los buenos amigos que has hecho entre la policía, tal vez puedas permitírtelo. Siempre encontrarás un encubridor. —Soltó una carcajada espontánea—. Amanda, hablando en serio, dime qué piensas hacer.

—¡Eres tan divertida, Petra! De repente recuerdas que eres mi hermana y dices lo que crees que estás obligada a decir; pero en el fondo, todo eso te trae sin cuidado.

—Me importa que no te lances a la ninfomanía, o que te vayas al lado contrario y te entierres en vida...

—¡Bah, despreocúpate! Haré lo que me dicte el sentido común. Para tu tranquilidad, te diré que la época de follar policías la doy por concluida.

—Me alegro. ¿Te ha servido de algo la experiencia?

—Sí. Me sentía tan humillada, tan dejada de lado... estos días de desmadre, pletóricos y locos, han sido como una vuelta a la juventud.

La miré sonriendo y temí por ella una vez más. Le faltaba lo peor, el momento real de la partida, ver la casa vacía, la cama... recordé lo que me dijo Moliner el día en que le ocurrió.

—Vuelve a trabajar, Amanda, eso será importante para ti.

—Lo haré, no te inquietes, lo haré.

A mí también me dio la impresión de que la casa estaba vacía tras la marcha de Amanda, pero era porque había faltado mucho de allí en los últimos días. La nevera contenía un triste trozo de queso camembert y una manzana pocha. Daba igual, aún podía darme el lujo de beberme dos dedos de whisky escuchando a Beethoven. Y lo hice, antes de dormir, como cuando era civilizada, llevaba casos que implicaban un solo asesino y no me pasaba la vida trotando en el puente aéreo de Barcelona a Madrid. Sin embargo, fue un intento baldío, no conseguí relajarme ni un instante porque las malditas cuestiones inconclusas seguían voceando en mi interior: «¿quién y por qué?».

La primera entrevista con Coronas fue mortal. No habíamos tenido tiempo de preparar nada y nos presentamos en su despacho cargados de papeles e informes sueltos que necesitaban a todas luces una ordenación. Para colmo de descoordinaciones, Moliner asistió también, de modo que aquello se asemejaba mucho a una especie de
collage
policial en el que cada uno aportaba su trocito de cuadro que en apariencia nada tenía que ver con el contiguo.

Dada la mala uva que había demostrado el comisario en los últimos tiempos, yo estaba temiendo que en cualquier momento nos mandara al mismísimo infierno. Pero no sucedió. El estado anímico del jefe había variado por alguna razón misteriosa. Parecía beatífico como el superior de una orden monástica, paciente como un parvulista. Nos atendió con el rostro calmado y no se impacientó ni una sola vez ante nuestras dubitaciones. Repetía la pregunta cuantas veces fuera necesario y esperaba. Nosotros revolvíamos en los expedientes recién sacados de la computadora y procurábamos armar ante él todas las piezas del complicado caso.

Concluyó preguntando:

—¿Tienen la menor idea de quién ha podido matar a Marta Merchán?

Era justo lo que temía que fuese a hacer. Intentando evitar los monosílabos rotundos, me adelanté a contestar:

—Verá, señor, aparentemente el caso acaba aquí. Están todas las piezas y no hay nada que haya quedado sin explicación. Todo concuerda; no hay fleco alguno cuya sospecha pueda cargarse sobre este último asesinato.

—¿Lo han estudiado todo bien?

—Falta labor de despacho y recopilación —dijo Moliner.

—Muy bien, en ese caso, háganlo. Aclaren los informes, ordénenlos, todos los interrogatorios, los expedientes de balística, los económicos, las copias de los registros. Pónganlo todo en común y enciérrense después con el material completo. Esto, tal y como lo tienen, es un cristo de muchísimo cuidado. Lo raro sería que encontraran ahí la manera de seguir adelante.

Salimos los tres del despacho con cierta parsimonia, quizá pensando que Coronas había aflojado en su mal humor. Me atreví a comentarlo en voz alta y Garzón respondió:

—Corren rumores de que tenía problemas conyugales, pero de que la cosa ha amainado ya.

—¡Cómo es posible que la gente pretenda saber eso!

Moliner terció, amargando el gesto.

—Aquí las intimidades enseguida salen a relucir. Imaginaos cómo debieron de ponerme a mí: ¡Dios, abandonado por su esposa!

—¿Eso te importa?

Se adelantó demasiado como para poder creerle mascullando un escueto:

—No.

—Parece que nos ataca un virus matrimonial —dijo Garzón.

—Eso a usted no debe importarle demasiado.

—Un buen día me casaré, inspectora, aunque sólo sea para intrigarla.

—No conseguirá intrigarla, Garzón, los cotilleos de comisaría enseguida la pondrán al corriente —remachó Moliner.

Nos despedimos. El trabajo que nos esperaba empezaba por unas cuantas horas de reclusión individual.

Que el comisario ordenara labores de despacho en los momentos en los que habíamos tocado techo en la investigación parecía sorprendente, pero sólo con echar una ojeada a mi mesa se comprendía su criterio. Aparte de los papelotes, estaban los informes de ordenador, y más tarde vendría la laboriosa fase de confrontar los datos que los tres teníamos.

Comencé la tarea con escasos ánimos, pensando siempre en que es difícil encontrar una joya esplendorosa en un camino por el que ya has pasado más de una vez. Pero ése es un modo de razonar que un policía no puede permitirse. Nadie se topa con una joya por mucho que afine la investigación. Lo habitual es ver de pasada el reflejo de la joya en un charco. Un buen policía se para y observa. Uno malo sigue caminando en espera de hallar el tesoro entero.

Al cabo de buen rato, llamó Garzón desde su despacho.

—Inspectora, ¿qué me diría de un café en La Jarra de Oro? Esto del trabajo de mesa es insoportable.

—Se lo diré escuetamente: no; y eso quiere decir que tampoco vaya usted.

—¡Carajo, como para volver a invitarla!

—Trabaje, subinspector, trabaje. Acabo de llegar a la conclusión de que las pequeñas pistas ocultas en la hojarasca son la materia de los buenos policías.

—Parece un manual de Confucio para la bofia.

Colgué. Tampoco estaba tan segura de la máxima como para explayarme en comentarios.

Dos horas después fui yo quien llamó a Garzón.

—Más o menos ya tengo las cosas listas, ¿cómo anda usted?

—Hace una hora que he terminado, pero no he querido decirle nada; es usted capaz de ponerme a fregar los suelos para que no pierda el tiempo.

—¿Sabe algo del inspector Moliner?

—Ahora mismo lo llamo.

Nos encontramos los tres en la sala de reuniones media hora más tarde. Todos habíamos finalizado la labor. Empezamos a cotejar datos y a intentar elaborar una historia objetiva de los hechos. Era difícil, nos despistábamos, íbamos adelante y atrás. La gran cantidad de materiales que acumulábamos entorpecía su dilucidación. Sacamos tres fotocopias de todos los documentos y aplazamos la reunión hasta el día siguiente. Resultaba imposible intentar avanzar si antes no se habían estudiado los informes de las tres partes.

Coronas observaba estas maniobras a una cierta distancia, sin duda preguntándose hasta dónde llegaba nuestra inoperancia o qué parte de ella era en realidad trabajo concienzudo.

Las reuniones se prolongaron durante un día más, sin llegar a ninguna conclusión que no hubiéramos visto ya en el primer abordaje del caso. La joya esplendorosa no apareció, y para los reflejos no teníamos ni charcos. Sólo quedaba un minúsculo cabo sin atar: ¿le habían pagado algo últimamente a Valdés como remuneración de su «trabajo» con el ministro? Las cuentas de Valdés no lo reflejaban, pero eso no constituía ninguna novedad. ¿Era significativa la percepción o no de ese último asunto, justamente el que había provocado toda aquella carnicería? ¿Aportaba alguna sombra que pudiera proyectarse sobre el caso? No parecía que así fuera, pero de cualquier modo era un punto sin aclarar. Tal y como habían quedado mis relaciones con Nogales tras el engaño que le había infligido dudaba mucho de que se aviniera a contarnos si había habido o no pago postrero por parte del ministro. ¿Cambiaría las cosas que ese dinero hubiera existido? Probablemente, no. ¿Qué más daba que Valdés guardara un poco más de dinero en el calcetín, o que la asistenta de Marta Merchán lo tuviera en el armario?

Sin embargo, la formulación en voz alta de estas preguntas casi retóricas me picó la curiosidad:

—¿Dónde pensáis que guardaba el dinero Valdés antes de llevárselo a Suiza?

Mis compañeros me miraron como si un ejercicio tan prolongado del deber me hubiera entontecido de repente.

—Pues en su propia casa, o en casa de la asistenta de Marta Merchán, o en casa de su amante —respondió Moliner.

—Bien, en su propia casa debía de darle miedo, vista la presión a la que continuamente estaba sometido: alguien podía indagar o alguno de sus enemigos contratar un detective. Además, no tenía caja fuerte ni nada que le ofreciera la mínima seguridad. Es posible que se lo guardara la asistenta de su ex. En cuanto a Pepita Lizarrán, no creo que estuviera enterada de estos fregados.

—Eso nos pareció cuando la interrogamos. Sus cuentas no dieron nada raro, pero si quiere podemos ir a revisar su domicilio —se ofreció servicialmente Garzón.

Moliner me miraba con cierta condescendencia.

—Petra —dijo por fin—. ¿No crees que saber quién hacía de cajero temporal es algo irrelevante? Si alguien hubiera tenido dinero oculto, ¿no crees que le hubiera dado tiempo a deshacerse de él?

Asentí. Pensé que había dicho de un modo muy directo que estaba yéndome por las ramas. Garzón debió de percibir algo de eso también, porque me miró con cierto embarazo y dijo:

—Si se queda más tranquila, voy a casa de Pepita, no me cuesta gran cosa.

Le agradecí que pusiera los puntos sobre las íes en cuanto a la fidelidad de su obediencia y negué con la cabeza.

—No, déjelo. Es muy posible que sea irrelevante. Claro que... el asesino de Marta Merchán empezó a registrar su casa. Quizá pensara que el dinero estaba allí porque no conocía la tesorería de la asistenta.

Moliner saltó, impetuoso y alarmado como el muñeco de una caja de sorpresas.

—Mira, Petra, comprendo que no estés convencida e insisto en que volvamos a interrogar a todo el mundo. Es mucha responsabilidad que sólo lo haya hecho yo. ¿Qué haríamos si esto fuera el inicio de un caso? ¡Pues interrogar varias veces a todos los implicados! Hay que iniciar la ronda una vez más.

Suspiré y puse cara de asco frunciendo la nariz.

—Sólo oírte decir que esto es el inicio de un caso, se me arrugan las carnes.

—Pues si lo que acabas de decir es cierto, bien puede ser así. Si Marta Merchán se fue de la lengua y metió en la historia a alguien de su entorno de quien no tenemos ni idea, se
jodió
el invento. Habría que comenzar casi desde cero. Sería otro caso.

—¿De verdad crees que el mundo está lleno de asesinos?

—Creo que el mundo en el que se movían todos estos individuos está lleno de tipos que viven por encima de sus posibilidades. Y eso sí puede inducir a matar por dinero.

Me rasqué la cabeza como un vulgar mono no evolucionado. Ahora no ponía cara de asco, sino que la tenía de verdad.

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