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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (33 page)

BOOK: Muertos de papel
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—¡Dios! ¿Puedo dimitir y te haces cargo tú? Te presto al subinspector Garzón.

—Ni lo sueñes. ¡Y no vayas a Coronas con esa pretensión! A lo mejor le pido permiso para que Rodríguez se incorpore al grupo.

Asentí varías veces en un silencio desganado.

—De acuerdo. Empecemos de nuevo el jodido caso de una jodida vez.

—¿Qué más te da un muerto que otro? ¡Todo es investigación!

—Me gusta variar.

—Déjate de frivolidades. Voy a pedir que nos hagan un informe del entorno laboral de Marta Merchán. Rodríguez y yo preguntaremos por sus amistades personales. Investigaremos en la familia. Mientras tanto, vosotros repetiréis los interrogatorios que hice yo solo. Ahora vuelvo.

Salió del despacho. Miré a Garzón.

—Éste ya ha empezado a mandar —exclamé.

Vi que hacía un gesto compungido y distante:

—A mí, igual me da, soy como un aspirador que se presta al vecino del cuarto.

Comprendí que había herido su sensibilidad al ofrecérselo como ayuda a Moliner.

—¿No comprende que sólo estaba soltando ironías? ¡No sea remilgado, Fermín! Creí que formábamos un equipo con mayor cohesión.

Supongo que le convencí, porque después de renegar cien veces sobre la cantidad de horas que llevaba sin sorber un maldito café, me invitó a tomar uno y salimos. Que Moliner quisiera galvanizar los proyectos del «nuevo caso» no significaba que tuviéramos que tomar sus palabras al pie de la letra como si fuera Napoleón. El presunto nuevo caso podía esperar media hora más.

No era sólo por frívola pereza y sensación de claustrofobia por lo que me negaba a considerar el asesinato de Merchán como un nuevo caso. En el fondo, estaba convencida de que tenía relación directa con el caso Valdés. ¿Qué era aquello si no, una película barata donde todo el mundo resuelve sus diferencias a hostia limpia y tiro en el corazón? Podíamos estar de acuerdo en que el dinero genera asesinatos de por sí, pero tampoco en Wall Street van saltando por entre ríos de sangre. De modo que abordé aquella parte de la investigación con un talante distinto al de mi compañero Moliner.

Naturalmente Coronas aprobó nuestra estrategia de trabajo dándose a los mil diablos. No tenía otra alternativa de momento. Sin embargo, si pasaba un tiempo prudencial y no habíamos sacado nada en claro, nos apartaría a Moliner o a mí de la investigación y se acabarían los montajes paralelos.

Metidos en el plan de la revisitación de testigos, teníamos que interrogar de nuevo a Raquel Valdés. Necesitamos permiso del juez para ver a la chica. Era una menor y estaba muy protegida. Se nos negó la opción de llevarla a comisaría y tuvimos que desplazarnos hasta la casa de su tía, la hermana mayor de Merchán.

La frialdad que nos recibió era llamativa. Margarita Merchán nos hizo la serie de recomendaciones y protestas que ya esperábamos: cuidado con la chica, acababa de pasar por un trauma difícil de superar, no debíamos remover imágenes que sin duda la perturbarían, ni violentarla con preguntas demasiado conmocionantes. Asentíamos a todo con una educación tan esmerada como la que ella mostró. Pero el excesivo guante blanco propició que la elegante señora se dispusiera a explicarnos sus condiciones por segunda vez. En ese momento, la atajé con una pregunta muy directa:

—Dígame, ¿qué le interesa más, preservar a su sobrina de un posible trauma o averiguar quién ha matado a su hermana?

Era una refinada mujer de mundo y mi disparo no la desconcertó. Contestó con voz clara y sin perder la compostura.

—Inspectora Delicado, yo nunca aprobé la manera de vivir de mi hermana, ni su funesto matrimonio, que quizá la haya conducido hasta la muerte. Esa chica es lo único bueno que hizo Marta, y no pienso dejar que se hunda.

Tras esta andanada nos hizo saber que un psicólogo asignado por el Tutelar de Menores asistiría al interrogatorio que se celebraría en el salón de la casa. Cojonudo. Según como fuera el tipo, corríamos el riesgo de convertir todo aquello en una sesión infantil. Al menos, me había quedado claro que la hermana de la muerta pensaba como yo, el que la mató pertenecía a la esfera de Valdés, nada conseguiríamos siguiendo rastros en su mundo laboral.

El psicólogo que estuvo presente durante el interrogatorio de Raquel era un joven con pinta de cantante de los años cincuenta. No abrió la boca ni una sola vez. Hubiéramos podido causarle a la chica un trauma indeleble y él no se hubiera enterado. Pero daba lo mismo, la hija de Valdés tampoco se mostraba muy elocuente. No sabía nada, y si algo le quedaba en la mente, parecía resuelta a olvidarlo. Nos remitió todo el tiempo a la conversación que había sostenido con Moliner. Imaginé que era inútil lo que estábamos haciendo y decidí dejarla en paz.

Teníamos de nuevo las manos vacías, y muy pocas ganas de seguir. Aún sentíamos el cansancio terrible de los días pasados a caballo entre Madrid y Barcelona, las incidencias de un caso lleno de vericuetos y culpables.

Garzón observó:

—Bueno, sólo nos falta hablar con la chacha. ¡Si se muestra tan comunicativa como la chica, vamos a terminar enseguida!

—¿Está detenida?

—No, pero el juez la ha considerado implicada en el caso y tendrá que declarar. —Suspiré profundamente—. ¿Ha perdido interés por saber quién es el culpable de la muerte de Marta Merchán?

—Lo que he perdido es fuerza, subinspector. Necesitaría unas vacaciones. Pero que nadie diga que somos negligentes, ¡prosigamos! Creo que las fotos del cadáver pueden ayudarnos en la entrevista con la asistenta. La impresionarán.

—Pues vamos a buscar el expediente a comisaría. Lo malo es que...

—¿Qué?

—Que Coronas puede vernos por allí y pensar que estamos escaqueándonos.

—¿Escaqueándonos? ¿Y quién dice que estamos haciendo algo semejante? ¡Hay que tener convicción, Fermín!

—En el fondo, lo que vamos a sacar en claro es que Moliner y Rodríguez se llevarán todos los méritos del caso si dan con el final antes que nosotros.

—¿Quiere que le diga lo que eso me importa?

—Sí, ya sé, lo sé muy bien, inspectora. Tres carajos es lo que le importa, ¿me equivoco?

—Exacto, tres carajos, un número impar. ¿Y a usted, le importa a usted?

—Hombre... pues yo... hemos trabajado muchísimo en este caso como para que en última instancia...

—Tranquilícese, amigo mío, ¿qué son para los buenos policías las glorias de este mundo?

Arqueó las cejas significativamente y resopló con resignación.

Las fotografías que habían tomado nuestros hombres sobre el cadáver de Marta Merchán eran realmente impresionantes. La sangre contrastaba violentamente sobre la piel muy blanca de aquella mujer hermosa. Llamaba la atención que toda la concentración de puñaladas se hallara en el pecho y el cuello, quedando el resto intacto. La expresión de la muerta no era de dolor, sino de sueño profundo. Tenía las manos crispadas y, al caer, se había golpeado la frente, sobre la que destacaba una mancha morada. La contemplé con detenimiento.

—Una muerte absurda —dictaminó mi compañero.

—Todas lo son. Pero debemos suponer que ella hizo algo que llevó a que la asesinaran. Me pregunto qué fue.

Nos mantuvimos en silencio durante un buen rato.

—¿Hablar, querer contar la verdad? —aventuró Fermín.

Negué con la cabeza, sin ningún entusiasmo.

—¿Nos vamos?

—Sí, antes de que llegue el comisario. ¿Qué hacemos ahora?

—Llévese las fotos, y no quiero saber si sacarlas de comisaría es correcto o no.

Encarnación Bermúdez, la asistenta-cajera, no se extrañó al ver dos policías de nuevo en su casa. Tenía muy claro que su libertad era provisional. Eso no significa que nos recibiera con los brazos abiertos. Más bien diría que la primera mirada que nos lanzó hubiera podido dejarnos tiesos en su puerta.

He de afirmar que acabé disculpando su actitud. La vida que llevaba aquella mujer no era de las que predisponen a la cortesía. La vivienda parecía oscura, gélida, pequeña y agobiante. De su vida, algo figuraba en nuestros informes. Sola, trabajando diariamente más de diez horas, lo único que le faltaba para completar un destino infame era la amenaza de aquella condena judicial.

En realidad, no sabía qué hacer frente a ella, si echarle un chorreo inicial o intentar la vía de la comprensión. Me hubiera largado de allí sin mediar ni un saludo.

—Encarnación, necesitamos que nos ayude.

—La que necesita que la ayuden soy yo, señora.

—Todo se puede intentar —dije, y yo misma quedé escandalizada por mi arranque incierto.

La mujer nos hizo pasar a su exiguo salón invadido de muebles. Del interior de una de las habitaciones salía música
heavy
puesta a máxima potencia. Cerró la puerta para que no se oyera y los tres nos sentamos sobre un tresillo de plástico.

—¿Cómo pueden ayudarme?

—Puedo hacer un informe diciendo que ha prestado usted la máxima cooperación y pedir que lo lleven al juez.

—¿Y eso me ayudará?

—Más que si no hacemos nada.

Se miró tristemente las manos que tenía posadas sobre el regazo.

—Más me hubiera ayudado no nacer —dijo con la teatralidad asumida con que la gente sencilla expresa sus desgracias.

—Encarnación, queremos saber qué pasó con una última cantidad de dinero que le dieron a Marta Merchán. ¿Se la trajo ella para que la guardara?

Se alteró, juntó ambas manos en petición de clemencia.

—Sus compañeros no se fiaron de mí y buscaron más dinero por toda la casa. La pusieron patas arriba y no encontraron nada. ¿Qué más van a hacer ustedes, díganme?

—Nada, tranquilícese. Nosotros sí creemos en su palabra. Lo que necesitamos saber es si Marta le habló de que le pasaría una última cantidad para que la guardara, si de alguna manera se la anunció.

Se quedó callada, con la vista baja. Por fin dijo en un susurro:

—Si les digo que sí, enseguida sospecharán de que lo tengo escondido. ¿Quieren que me eche piedras sobre mi propio tejado?

—Sí, Encarnación, eso queremos, porque justamente el que se eche piedras sobre su propio tejado demostrará que no miente en nada de lo que dice. Saber si ella le anunció una nueva entrega puede ser un dato crucial para descubrir quién la mató.

—Está bien, pues así pasó. La señora, unos días antes de morir, me dijo que me haría otra visita, ésa era la manera que tenía de decir que me traería dinero, pero nunca lo trajo, es la pura verdad.

—¿Le dijo si había existido algún retraso, alguna dificultad, si se lo traería después?

—No dijo nada de nada ni yo le pregunté. Normalmente me comentaba que vendría a visitarme y unos días después me decía: «Esta tarde no salgas, que voy a ir.» También pedía que no hubiera gente en la casa, ni siquiera mis hijos. Pero esta vez sólo comentó que vendría en los días siguientes y no dijo más. Yo pensé que tarde o temprano vendría, pero tampoco pensé más. Y no se volvió a hablar del tema.

—¿Quizá porque la mataron?

—No lo sé.

Se echó a llorar y dijo entre sollozos:

—A veces me despierto en mitad de la noche y pienso que todo esto ha sido un mal sueño, que la señora está viva aún.

—Pues no es así, Encarnación, no es así.

—¿Le dará buenos informes míos al juez?

—Se lo prometo, lo haré.

—En el fondo, no creo que sirvan. Me mandarán a la cárcel y meterán a mis hijos más pequeños en alguna institución. Y todo por querer ganar unas pesetas más.

Una vez en la calle, también oscura y pequeña como el piso, le dije al subinspector:

—Ni siquiera ha hecho falta enseñarle las fotos.

—¿Cree que dice la verdad?

—Puede apostar a que sí. Es alguien fiable, de lo contrario Marta Merchán no hubiera confiado en ella.

—Pero alguien realmente fiable imagina que el dinero tiene un origen ilegal y avisa a la policía.

Lo miré con sorna.

—¿Qué porcentaje de la ciudadanía cree que hubiera reaccionado de esa manera?

Contestó con sorna idéntica a la mía:

—No sé, ¿qué le parece?, ¿un ochenta por ciento?

—¿Es que no tiene usted fe en los españoles, Garzón, por qué no ha dicho un cien?

—Me parecía exagerado.

—Quizá.

—Pues bueno, inspectora, ya tiene lo que quería. Un envío de dinero flotaba en el aire, ¿qué sucedió con él?

—Puede que nunca llegara a Marta Merchán, a lo mejor ni siquiera a Valdés, puede que esa mujer mienta o incluso podría darse el caso de que ese dinero estuviera aún en algún lugar de la casa de Marta. ¿Qué le parece si volvemos por allí?

—¡Pero el chalet ya ha sido registrado! —se opuso Garzón.

Daba lo mismo; de todas maneras, no tenía ganas de encontrarme con Moliner y Rodríguez a la vuelta de su quizá infructuoso día.

El primer problema que planteaba el registro era que la casa estaba precintada por el juez. Hablamos con Coronas, que era justo lo que el subinspector quería evitar. Ya no le quedaban vocablos malsonantes que lanzarnos. Le argumenté que habíamos decidido repetir todos los pasos que Moliner había dado en nuestra ausencia. Tenía ganas de enviarnos al infierno, pero se contuvo. Parlamentó con el juez que instruía la causa por la muerte de Marta Merchán, el cual autorizó una nueva inspección ocular pero no un nuevo registro. Es decir que fuimos advertidos de que ninguna prueba podía ser extraída de la casa, ni adjuntada al expediente en curso sin que fuera inspeccionada
in situ
por el juez.

—Está bien —le contesté, mirándolo cansadamente a los ojos. Y luego añadí—: Gracias, señor, tiene usted una mano estupenda con los jueces.

Creo que se apiadó de mí por primera vez en todo aquel jodido embrollo porque me vio exhausta y al borde de perder la moral. Garzón me estiraba de la manga para que nos largáramos antes de que el comisario recapacitara y reaccionara con más contundencia.

Se había hecho muy tarde y yo seguía arrastrando conmigo el cansancio. Me dormí en el coche, con la cabeza caída sobre el respaldo. Tan entregada me vio mi compañero, que decidió no despertarme hasta llegar a San Cugat. Abrí los ojos en la oscuridad y no reconocí los jardines de la urbanización donde estábamos parados.

—Inspectora, ¿quiere que entre yo solo? Quizá si es únicamente para una nueva inspección ocular usted pueda seguir descansando un rato.

—No, gracias, vamos los dos.

La humedad me caló hasta los huesos mientras nos acercábamos a la puerta de Marta Merchán. Se oía música que venía de alguna parte del vecindario. Atravesamos el pequeño jardín sin ninguna luz, y nos plantamos frente al precinto policial que nuestros propios compañeros habían colocado. Garzón lo abrió, y buscó las llaves de la puerta con dificultad. Pudimos entrar por fin, y el subinspector batalló aún otro rato con los contadores eléctricos. Un minuto más tarde encendía al pasar todos los interruptores con los que nos cruzábamos. El salón se mostró a nuestros ojos, fantasmal, y también los corredores por los que flotaba un leve olor dulzón, indefinible.

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