Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
Asomó el sol en el horizonte; sus rayos se proyectaron suaves y tibios sobre aquella espuma fría, y la sirenita se sintió libre de la muerte; veía el sol reluciente, y por encima de ella flotaban centenares de transparentes seres bellísimos; a su través podía divisar las blancas velas del barco y las rojas nubes que surcaban el firmamento. El lenguaje de aquellos seres era melodioso, y tan espiritual, que ningún oído humano podía oírlo, ni ningún humano ojo ver a quienes lo hablaban; sin moverse se sostenían en el aire, gracias a su ligereza. La pequeña sirena vio que, como ellos, tenía un cuerpo, que se elevaba gradualmente del seno de la espuma.
—¿Adónde voy? —preguntó; y su voz resonó como la de aquellas criaturas, tan melodiosa, que ninguna música terrena habría podido reproducirla.
—A reunirte con las hijas del aire —respondieron las otras.—. La sirena no tiene un alma inmortal, ni puede adquirirla si no es por mediación del amor de un hombre; su eterno destino depende de un poder ajeno. Tampoco tienen alma inmortal las hijas del aire, pero pueden ganarse una con sus buenas obras. Nosotras volamos hacia las tierras cálidas, donde el aire bochornoso y pestífero mata a los seres humanos; nosotras les procurarnos frescor. Esparcimos el aroma de las flores y enviamos alivio y curación. Cuando hemos laborado por espacio de trescientos años, esforzándonos por hacer todo el bien posible, nos es concedida un alma inmortal y entramos a participar de la felicidad eterna que ha sido concedida a los humanos. Tú, pobrecilla sirena, te has esforzado con todo tu corazón, como nosotras; has sufrido, y sufrido con paciencia, y te has elevado al mundo de los espíritus del aire: ahora puedes procurarte un alma inmortal, a fuerza de buenas obras, durante trescientos años.
La sirenita levantó hacia el sol sus brazos transfigurados, y por primera vez sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. A bordo del buque reinaba nuevamente el bullicio y la vida; la sirena vio al príncipe y a su bella esposa que la buscaban, escudriñando con melancólica mirada la burbujeante espuma, como si supieran que se había arrojado a las olas. Invisible, besó a la novia en la frente y, enviando una sonrisa al príncipe, elevóse con los demás espíritus del aire a las regiones etéreas, entre las rosadas nubes, que surcaban el cielo.
—Dentro de trescientos años nos remontaremos de este modo al reino de Dios.
—Podemos llegar a él antes —susurró una de sus compañeras—. Entramos volando, invisibles, en las moradas de los humanos donde hay niños, y por cada día que encontramos a uno bueno, que sea la alegría de sus padres y merecedor de su cariño, Dios abrevia nuestro período de prueba. El niño ignora cuándo entramos en su cuarto, y si nos causa gozo y nos hace sonreír, nos es descontado un año de los trescientos; pero si damos con un chiquillo malo y travieso, tenemos que verter lágrimas de tristeza, y por cada lágrima se nos aumenta en un día el tiempo de prueba.
(Det utroligste)
Q
uien fuese capaz de hacer lo más increíble, se casaría con la hija del Rey y se convertiría en dueño de la mitad del reino.
Los jóvenes —y también los viejos— pusieron a contribución toda su inteligencia, sus nervios y sus músculos. Dos se hartaron hasta reventar, y uno se mató a fuerza de beber, y lo hicieron para realizar lo que a su entender era más increíble, sólo que no era aquél el modo de ganar el premio. Los golfillos callejeros se dedicaron a escupirse sobre la propia espalda, lo cual consideraban el colmo de lo increíble.
Señalóse un día para que cada cual demostrase lo que era capaz de hacer y que, a su juicio, fuera lo más increíble. Se designaron como jueces, desde niños de tres años hasta cincuentones maduros. Hubo un verdadero desfile de cosas increíbles, pero el mundo estuvo pronto de acuerdo en que lo más increíble era un reloj, tan ingenioso por dentro como por fuera. A cada campanada salían figuras vivas que indicaban lo que el reloj acababa de tocar; en total fueron doce escenas, con figuras movibles, cantos y discursos.
—¡Esto es lo más increíble! —exclamó la gente.
El reloj dio la una y apareció Moisés en la montaña, escribiendo el primer mandamiento en las Tablas de la Ley: «Hay un solo Dios verdadero».
Al dar las dos viose el Paraíso terrenal, donde se encontraron Adán y Eva, felices a pesar de no disponer de armario ropero; por otra parte, no lo necesitaban.
Cuando sonaron las tres, salieron los tres Reyes Magos, uno de ellos negro como el carbón; ¡qué remedio! El sol lo había ennegrecido. Llevaban incienso y cosas preciosas.
A las cuatro presentáronse las estaciones: la Primavera, con el cuclillo posado en una tierna rama de haya; el Verano, con un saltamontes sobre una espiga madura; el Otoño, con un nido de cigüeñas abandonado —pues el ave se había marchado ya—, y el Invierno, con una vieja corneja que sabía contar historias y antiguos recuerdos junto al fuego.
Dieron las cinco y comparecieron los cinco sentidos: la Vista, en figura de óptico; el Oído, en la de calderero; el Olfato vendía violetas y aspérulas; el Gusto estaba representado por un cocinero, y el Tacto, por un sepulturero con un crespón fúnebre que le llegaba a los talones.
El reloj dio las seis, y apareció un jugador que echó los dados; al volver hacia arriba la parte superior, salió el número seis.
Vinieron luego los siete días de la semana o los siete pecados capitales; los espectadores no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que eran en realidad; sea como fuere, tienen mucho de común y no es muy fácil separarlos.
A continuación, un coro de monjes cantó la misa de ocho.
Con las nueve llegaron las nueve Musas; una de ellas trabajaba en Astronomía; otra, en el Archivo histórico; las restantes se dedicaban al teatro.
A las diez salió nuevamente Moisés con las tablas; contenían los mandamientos de Dios, y eran diez.
Volvieron a sonar campanadas y salieron, saltando y brincando, unos niños y niñas que jugaban y cantaban: «¡Ahora, niños, a escuchar; las once acaban de dar!».
Y al dar las doce salió el vigilante, con su capucha, y con la estrella matutina, cantando su vieja tonadilla:
¡Era medianoche,
cuando nació el Salvador!
Y mientras cantaba brotaron rosas, que luego resultaron cabezas de angelillos con alas, que tenían todos los colores del iris.
Resultó un espectáculo tan hermoso para los ojos como para los oídos. Aquel reloj era una obra de arte incomparable, lo más increíble que pudiera imaginarse, decía la gente.
El autor era un joven de excelente corazón, alegre como un niño, un amigo bueno y leal, y abnegado con sus humildes padres. Se merecía la princesa y la mitad del reino.
Llegó el día de la decisión; toda la ciudad estaba engalanada, y la princesa ocupaba el trono, al que habían puesto crin nuevo, sin hacerlo más cómodo por eso. Los jueces miraban con pícaros ojos al supuesto ganador, el cual permanecía tranquilo y alegre, seguro de su suerte, pues había realizado lo más increíble.
—¡No, esto lo haré yo! —gritó en el mismo momento un patán larguirucho y huesudo—. Yo soy el hombre capaz de lo más increíble —. Y blandió un hacha contra la obra de arte.
¡Cric, crac!, en un instante todo quedó deshecho; ruedas y resortes rodaron por el suelo; la maravilla estaba destruida.
—¡Ésta es mi obra! —dijo—. Mi acción ha superado a la suya; he hecho lo más increíble.
—¡Destruir semejante obra de arte! —exclamaron los jueces.—. Efectivamente, es lo más increíble.
Todo el pueblo estuvo de acuerdo, por lo que le asignaron la princesa y la mitad del reino, pues la ley es la ley, incluso cuando se trata de lo más increíble y absurdo.
Desde lo alto de las murallas y las torres de la ciudad proclamaron los trompeteros:
—¡Va a celebrarse la boda!
La princesa no iba muy contenta, pero estaba espléndida, y ricamente vestida. La iglesia era un mar de luz; anochecía ya, y el efecto resultaba maravilloso. Las doncellas nobles de la ciudad iban cantando, acompañando a la novia; los caballeros hacían lo propio con el novio, el cual avanzaba con la cabeza tan alta como si nada pudiese rompérsela.
Cesó el canto e hízose un silencio tan profundo, que se habría oído caer al suelo un alfiler. Y he aquí que en medio de aquella quietud se abrió con gran estrépito la puerta de la iglesia y, «¡bum! ¡bum!», entró el reloj y, avanzándo por la nave central, fue a situarse entre los novios. Los muertos no pueden volver, esto ya lo sabemos, pero una obra de arte sí puede; el cuerpo estaba hecho pedazos, pero no el espíritu; el espectro del Arte se apareció, dejando ya de ser un espectro.
La obra de arte estaba entera, como el día que la presentaron, intacta y nueva. Sonaron las campanadas, una tras otra, hasta las doce, y salieron las figuras. Primero Moisés, cuya frente despedía llamas. Arrojó las pesadas tablas de la ley a los pies del novio, que quedaron clavados en el suelo.
—¡No puedo levantarlas! —dijo Moisés—. Me cortaste los brazos. Quédate donde estás.
Vinieron después Adán y Eva, los Reyes Magos de Oriente y las cuatro estaciones, y todos le dijeron verdades desagradables: «¡Avergüénzate!».
Pero él no se avergonzó.
Todas las figuras que habían aparecido a las diferentes horas, salieron del reloj y adquirieron un volumen enorme. Parecía que no iba a quedar sitio para las personas de carne y hueso. Y cuando a las doce se presentó el vigilante con la capucha y la estrella matutina, se produjo un movimiento extraordinario. El vigilante, dirigiéndose al novio, le dio un golpe en la frente con la estrella.
—¡Muere! —le dijo—. ¡Medida por medida! ¡Estamos vengados, y el maestro también! ¡adiós!
Y desapareció la obra de arte; pero las luces de la iglesia la transformaron en grandes flores luminosas, y las doradas estrellas del techo enviaron largos y refulgentes rayos, mientras el órgano tocaba solo. Todos los presentes dijeron que aquello era lo más increíble que habían visto en su vida.
—Llamemos ahora al vencedor —dijo la princesa—. El autor de la maravilla será mi esposo y señor.
Y el joven se presentó en la iglesia, con el pueblo entero por séquito, entre las aclamaciones y la alegría general. Nadie sintió envidia. ¡Y esto fue precisamente lo más increíble!
(Rejsekammeraten)
E
l pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No había más que ellos dos en la reducida habitación; la lámpara de la mesa estaba próxima a extinguirse, y llegaba la noche.
—Has sido un buen hijo, Juan —dijo el doliente padre—, y Dios te ayudará por los caminos del mundo —. Dirigióle una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró; habríase dicho que dormía. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. ¡Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la fría mano de su padre muerto, y derramaba amargas lágrimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama.
Tuvo un sueño muy raro; vio cómo el Sol y la Luna se inclinaban ante él, y vio a su padre rebosante de salud y riéndose, con aquella risa suya cuando se sentía contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendió la mano a Juan, mientras el padre le decía: «¡Mira qué novia tan bonita tienes! Es la más bella del mundo entero». Entonces se despertó: el alegre cuadro se había desvanecido; su padre yacía en el lecho, muerto y frío, y no había nadie en la estancia. ¡Pobre Juan!
A la semana siguiente dieron sepultura al difunto; Juan acompañó el féretro, sin poder ver ya a aquel padre que tanto lo había querido; oyó cómo echaban tierra sobre el ataúd, para colmar la fosa, y contempló cómo desaparecía poco a poco, mientras sentía la pena desgarrarle el corazón. Al borde de la tumba cantaron un último salmo, que sonó armoniosamente; las lágrimas asomaron a los ojos del muchacho; rompió a llorar, y el llanto fue un sedante para su dolor. Brilló el sol, espléndido, por encima de los verdes árboles; parecía decirle: «No estés triste, Juan; ¡mira qué hermoso y azul es el cielo! ¡Allá arriba está tu padre pidiendo a Dios por tu bien!».
—Seré siempre bueno —dijo Juan—. De este modo, un día volveré a reunirme con mi padre. ¡Qué alegría cuando nos veamos de nuevo! Cuántas cosas podré contarle y cuántas me mostrará él, y me enseñará la magnificencia del cielo, como lo hacía en la Tierra. ¡Oh, qué felices seremos!
Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomó una sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en los castaños, dejaban oír sus gorjeos. Estaban alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero bien sabían que el difunto estaba ya en el cielo, tenía alas mucho mayores y más hermosas que las suyas, y era dichoso, porque acá en la Tierra había practicado la virtud; por eso estaban alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde las altas ramas verdes, y sintió el deseo de lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo una gran cruz de madera para hincarla sobre la tumba de su padre, y al llegar la noche, la sepultura aparecía adornada con arena y flores. Habían cuidado de ello personas forasteras, pues en toda la comarca se tenía en gran estima a aquel buen hombre que acababa de morir.
De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y se ató al cinturón su pequeña herencia: cincuenta florines y unos peniques en total; con ella se disponía a correr mundo. Sin embargo, antes volvió al cementerio, y, después de rezar un padrenuestro sobre la tumba dijo: ¡Adiós, padre querido! Seré siempre bueno, y tú le pedirás a Dios que las cosas me vayan bien.