Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (65 page)

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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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—Anota todos tus pensamientos —decía— y guárdalos en el cajón de la mesa; así lo hacía Jean-Paul. Llegó a ser un gran poeta, del cual recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es bastante interesante. Tú debes ser interesante. ¡Y lo serás!

La noche que siguió a aquella conversación me la pasé dominado por el anhelo y el tormento, el afán y la ilusión de ser el gran poeta que mi tía veía y adivinaba en mí. Pero existe un dolor peor que aquél: el dolor de muelas. Éste me atormentaba; me convirtió en un gusano que me retorcía entre vejigatorios y cataplasmas.

—¡Yo sé lo que es eso! —decía la tía; y su boca dibujaba una triste sonrisa. ¡Cómo brillaban sus dientes!

Pero debo empezar un nuevo capítulo de la historia de mi tía.

Llevaba un mes en una nueva casa. Un día hablaba de ello con mi tía.

—Es una familia muy tranquila. No se preocupan de mí ni cuando llamo tres veces. Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos del viento y de la gente. Vivo exactamente encima del portal; cada coche que entra o sale hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla toda la casa, como en un terremoto. Desde la cama siento la vibración en todo el cuerpo, pero supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez que hay tormenta —¡y cuidado que aquí son frecuentes!,— los ganchos de las ventanas oscilan y golpean contra las paredes. A cada ráfaga suena la campanilla de la puerta del patio vecino.

Nuestros inquilinos regresan a casa a gotas, ya anochecido o muy avanzada la noche. El que reside encima de mi cuarto, que durante el día da lecciones de trombón, es el que vuelve más tarde y antes de acostarse se da un paseíto por la habitación, con paso recio y botas claveteadas.

No hay doble ventana, y sí en cambio un cristal roto, sobre el cual la patrona ha pegado un papel. El viento sopla por la raja, con notas comparables a las del zumbido del tábano. Es mi canción de cuna. Y si llego a dormirme, no tarda en despertarme el canto del gallo. Los pollos y gallinas del gallinero del tendero del sótano me anuncian que pronto será día. Los caballitos que, a falta de establo, están atados en el cuartucho de debajo la escalera, no paran de cocear contra la puerta y el panel para desentumecerse.

En cuanto alborea, el portero, que duerme con su familia en la buhardilla, baja las escaleras con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus portazos hacen temblar la casa, y una vez pasado el temporal el inquilino de arriba empieza con su gimnasia, levantando con cada mano una bola de hierro que no puede sostener, por lo que se le cae una vez y otra, mientras la chiquillería de la casa, que debe ir a la escuela, se precipita por las escaleras saltando y gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para que entre aire puro, y me doy por satisfecho cuando puedo obtenerlo, cosa que sólo sucede cuando la solterona del piso trasero no está lavando guantes con agua de lejía, pues tal es su oficio. Aparte esto, es una casa estupenda, y la familia es muy tranquila.

Éste fue el relato que hice a mi tía acerca de mi pensión. Claro que le di algo más de vivacidad, pues la exposición oral tiene siempre acentos más vivos y amenos que la escrita.

—¡Eres un poeta! —exclamó mi tía—. Pon esta descripción por escrito, eres tan bueno como Dickens. ¡Y mucho más interesante! Pintas, cuando hablas. Describes tu casa tan bien, que me parece verla. ¡Me entran escalofríos! No te quedes ahí: ponle algo vivo, personas, personas que conmuevan, de preferencia desgraciados.

Y, efectivamente, trasladé al papel la descripción de la casa tal como era, ruidosa y alborotada, pero sólo conmigo en ella, sin acción. Ésta vendrá después.

Era una noche de invierno, a la hora de salir del teatro; el tiempo era horrible, con una tempestad de nieve que apenas permitía andar.

Mi tía había ido al teatro, y yo debía acompañarla a su casa, pero cuando uno apenas puede sostenerse a si mismo, ¿cómo va a sostener a los demás? Los coches estaban todos alquilados. Mi tía vivía en las afueras, mientras mi casa estaba a muy poca distancia del teatro; de no ser así, habríamos tenido que aguardar en la garita.

Avanzamos pisando la espesa nieve, envueltos por los copos arremolinados, sosteniéndola yo y ayudándola a caminar. Sólo nos caímos dos veces, y aún sobre suelo blando.

Al llegar a mi puerta nos sacudimos la nieve, operación que proseguimos en la escalera, pues traíamos la suficiente para cubrir con ella el piso del rellano.

Nos quitamos todas las ropas posibles. La patrona prestó a mi tía medias secas y una toca. Dijo, y tenía razón, que por aquella noche no había que pensar en volver a su casa, y así la invitaba a compartir su habitación; le arreglarla una cama en el sofá, colocado contra la puerta, eternamente cerrada, que comunicaba con mi cuarto.

Así lo hicimos.

El fuego ardía en mi estufa; trajeron la tetera, y todos nos sentimos confortados en la pequeña habitación, aunque no tanto como en casa de mi tía, donde en invierno gruesas cortinas cuelgan ante la puerta, y, otras no menos gruesas ante las ventanas, al tiempo que el suelo está cubierto por una doble alfombra con tres capas de grueso papel debajo. Allí se está como en el interior de una botella llena de aire caliente y bien tapada. Pero, como ya dije, tampoco se estaba mal en mi cuarto, mientras fuera bramaba el viento.

Tía se puso a hablar y contar. Recordó su juventud, y con ella volvió el cervecero; antiguos recuerdos.

Acordábase de cuando me salió el primer diente y de la alegría que aquello produjo en la familia.

¡El primer diente! El diente de la inocencia, brillante como una blanca gotita de leche.

Luego salió otro, y otros más, toda la serie, en fila, arriba y abajo, magníficos dientes de leche, pero sólo la vanguardia, no los auténticos, los que deben durar toda la vida.

También éstos llegaron, y las muelas del juicio, el ala extrema de la serie, salidos entre dolores y con no pocos trabajos.

¡Y luego se marchan, uno tras otro! Se marchan antes de haber cumplido su tiempo de servicio; hasta el último se va, y aquel día no es de regocijo, sino de melancolía.

Viene la vejez, aunque el corazón se sienta joven. No es que sean agradables esta clase de pensamientos y conversaciones, pero el hecho es que nos dio por hablar de todas esas cosas. Retrocedimos a los años de la infancia, y charla que te charla, de modo que dieron las doce antes de que mi tía se retirase a descansar.

—¡Buenas noches, querido! —me dijo—. Yo dormiré aquí como si lo hiciese sobre mi propia cómoda.

Y se fue a descansar, pero no hubo tranquilidad en la casa ni fuera de ella. La tempestad sacudía las ventanas, golpeaban los largos ganchos de hierro, y la campanilla de la puerta trasera del patio del vecino no paraba de sonar. Había llegado el inquilino de arriba, quien dio su acostumbrado paseíto, tirando con estrépito las botas antes de decidirse a acostarse; pero en cuanto se durmió empezó a roncar con tal violencia, que había que ser sordo para no oírlo a través del techo.

Yo no dormí ni descansé. El tiempo no era para eso, con el ruido que armaba. El viento silbaba y cantaba a su manera, y mis dientes empezaron también a despertarse, a silbar y cantar a la suya. Parecía anunciarse un fuerte dolor de muelas.

Entraba el aire por la ventana. La luna proyectaba sus rayos en el suelo de manera intermitente, según los movimientos de las nubes impelidas por el viento tempestuoso. La alternancia de luz y sombras originaba un estado de inquietud, hasta que al fin la sombra del suelo adquirió un aspecto peculiar. Miré aquella masa móvil y sentí una corriente de aire helado.

En el suelo aparecía sentada una figura delgada y larguirucha, como cuando los niños dibujan en la pizarra un objeto que quiere ser un hombre. Forma el cuerpo una única raya fina; otras dos laterales son los brazos, cada pierna es otra línea, y la cabeza es un polígono.

Pronto la figura se hizo más precisa, con una especie de ropaje muy sutil, muy fino, pero que mostraba su pertenencia al sexo femenino.

Oí un zumbido. ¿Era ella o el viento, que rumoreaba como un tábano al entrar por el cristal roto?

¡No, no, era ella en persona, la señora Dolor de Muelas! ¡Su «horripilancia satania infernalis»! ¡Líbrenos Dios de su visita!

—¡Se está bien aquí! —zumbó—. Es un buen barrio. Tierra pantanoso, cenagal. Aquí han zumbado mosquitos de aguijón ponzoñoso; ahora yo tengo el aguijón, y debo afilarlo en dientes humanos. Brillan blancos como ése de la cama. Han resistido el dulzor y la acidez, el calor y el frío, las cáscaras de nuez y los huesos de ciruela. Pues ahora voy a menearlos y sacudirlos, a abonar las raíces con aire corriente, a hacer que sientan un frío de muerte.

Tal fue el discurso espantoso de la espantosa visita.

—Conque eres poeta, ¿eh? —dijo—. Pues voy a introducirte en todas las rimas del dolor. Sentirás hierro y acero en el cuerpo, hilos tirarán de tus nervios.

Pareció como si me atravesaran el espinazo con una aguja candente. Yo me revolvía y retorcía.

—¡Estupenda dentadura! —dijo—. Un órgano para tocarlo, un concierto de armónica, grandioso, con timbales y trompetas, flautines y trompas en la muela del juicio. ¡A gran poeta, gran música!

Y tocaba, presentando un aspecto horrible, incluso cuando no veía más que su mano de largos dedos de afiladas uñas, cada uno de los cuales era un instrumento de martirio: el pulgar y el índice tenían tenaza y tornillo, el dedo mayor terminaba en una agudísima aguja, el anular era un taladro, y el meñique, una jeringuilla con veneno de mosquito.

—¡Yo te enseñaré el arte de la métrica! —decía—. A un gran poeta le corresponde un fuerte dolor de muelas; para un pequeño poeta, basta uno ligero.

—¡Ay! ¡Deja que sea pequeño! —imploraba yo—. ¡Qué sea muy pequeño! No soy poeta, además, sólo tengo accesos poéticos, accesos de dolor de muelas. ¡Márchate, márchate!

—¿Reconoces ahora que yo soy más poderoso que la Poesía, la Filosofía, las Matemáticas y que toda la Música? —preguntó—. ¿Más poderoso que los sentimientos pintados y tallados en mármol? Soy más viejo que ellos todos. Nací junto al paraíso terrenal, donde soplaba el viento y brotaban los húmedos hongos. Persuadí a Eva de que se vistiese para protegerse del frío, y a Adán también. Puedes creerme, había fuerza en el primer dolor de muelas.

—¡Lo creo todo! —dije—. ¡Pero márchate, márchate!

—Si te comprometes a renunciar a ser poeta, a no llevar más versos al papel ni a registrarlos en tablas ni otro material de escribir, cualquiera que sea, te dejaré en paz. Pero volveré en cuanto empieces de nuevo.

—¡Te lo juro! —respondí—. ¡No quiero verte más, ni sentir tu presencia!

—Verme, sí habrás de verme, pero en figura más amable de la que tengo ahora, me verás personificado en tía Mille. Y te diré: «¡Escribe, mi niño querido! ¡Eres un gran poeta, tal vez el mejor de los que tenemos!». Pero, créeme, como empieces a escribir, pondré música a tus versos y los tocaré en tu armónica. ¡Mi niño querido! ¡Piensa en mí cuando veas a tía Mille!

Y desapareció.

Como despido me propinó un pinchazo ardiente, que me llegó al fondo de la quijada. Pero se calmó pronto, y fui sintiendo que me sumergía en agua de rosas, vi cómo se inclinaban los blancos nenúfares con sus anchas hojas verdes, se hundían debajo de mí, se marchitaban y se deshacían, y yo me hundía con ellas, me disolvía en la paz y el descanso…

—¡Muere, fúndete como la nieve! —cantaba algo en el agua ¡Evapórate en la nube, vaga como ella…!

Desde el fondo del agua veía yo brillar grandes nombres luminosos, inscripciones en ondeantes banderas victoriosas, la patente de la inmortalidad, escrita en el ala de la efímera.

El sueño fue profundo, un sueño sin visiones. Ya no oí el silbar del viento, ni los portazos, ni la campana de la puerta del vecino, ni la ruidosa gimnasia del inquilino de arriba.

¡La felicidad!

De pronto llegó una ráfaga de viento tan fuerte, que abrió de un empellón la cerrada puerta que comunicaba con el cuarto de la tía. Ésta se levantó sobresaltada, y, poniéndose los zapatos y el vestido, entró corriendo en mi habitación.

Yo dormía como un angelito, me dijo después. No pudo decidirse a despertarme.

Me desperté yo mismo, abrí los ojos. Me había olvidado por completo de que mi tía estaba en casa, pero pronto me vino a la mente y recordé la aparición del dolor de muelas. Sueño y realidad se confundían.

—¿No escribiste nada, después de darnos las buenas noches? —me preguntó—. ¡Qué lástima! Eres mi poeta y lo serás siempre.

Parecióme como si se sonriese pérfidamente. No sabía si estaba ea presencia de mi buena tía Mille, que tanto me quería, o de aquel horrible personaje a quien había dado mi promesa la noche anterior.

—¿Has escrito, hijo?

—¡No, no! —exclamé—. ¡Tú eres tía Mille!

—¿Quién, si no? —dijo ella. Y lo era, indudablemente.

Me besó y tomó un coche de punto para volverse a su casa.

Yo escribí lo que antecede. No son versos, y no se imprimirán jamás.

En efecto, aquí terminaba el manuscrito. Mi joven amigo el dependiente de la abacería, no pudo encontrar lo que faltaba; corría disperso por el mundo, convertido en papel para envolver arenques salados, mantequilla y jabón verde; había cumplido su misión.

El cervecero murió, tía Mille murió, y murió el estudiante, cuyas chispas de ingenio habían ido a parar al cubo. Y éste es el fin de la historia: la historia de
Tía Dolor de Muelas
.

La sirenita

(Den lille havfrue)

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