—Pero, señor, no resta nada por hacer —protestó Desnaux—. Los ingleses están ya muy próximos al fuerte y disparan con una capacidad que no supimos imaginar.
Lezo sintió la tentación de rogarle que hablara sólo por él, pero prefirió callar. Desnaux todavía tenía una tarea ardua por delante de sí: lograr que el abandono del fuerte fuera lo más ordenado posible. Si algo no necesitaban en aquel momento, era sufrir más bajas. Requeriría a cada hombre más adelante.
* * *
El almirante prefería pasar su tiempo en el Galicia y Alderete, que era marino al igual que él, se convirtió en su mano derecha. Algunos oficiales en el fuerte corrieron la voz de que se embarcaba por mantenerse a salvo de las balas inglesas. Y era cierto que los navíos recibían mucho menos fuego de artillería que la fortificación. Pero ello sucedía porque había demasiado buque a la deriva entre la flota inglesa y los cuatro navíos españoles amarrados tras la cadena que cerraba en paso en Bocachica. De alguna forma, el Galicia, el San Carlos, el África y el Neptuno ya no importaban demasiado en la estrategia de Vernon: ni podía causárseles excesivo daño, ni estaban en disposición de causárselo a ellos. Así que golpeaban con furia las murallas del San Luis para, más tarde y con la fortificación destruida, acabar en menos de una hora con aquello que difícilmente podría haber sido llamado flota de contención.
Alderete estaba al mando de una pequeña dotación que se ocupaba del Galicia. Pocos hombres, muy pocos, pues Lezo había preferido enviar a todos los soldados disponibles a defender el San Luis. Porque una cosa era que considerara agotada la defensa de Bocachica y que prefiriera salvar todas las vidas posibles ordenando una inmediata retirada y otra, bien distinta, no ayudar a sus hombres si nada distinto estaba en su mano hacer.
—Observe ese cascarón de ahí —dijo Lezo a Alderete señalando los restos de un navío inglés abandonado por sus ocupantes días atrás—. En cuanto la corriente lo aparte un poco más, nos dejará espacio para abrir fuego. Cañonee cuanto pueda, capitán.
Y Alderete ordenaba a los hombres del Galicia que lo hicieran. Más por mantenerlos ocupados que porque con sus acciones fueran a contribuir en algo al desarrollo de la batalla.
—Cañonee duro, capitán —repitió Lezo.
Todo lo duro que desde su posición podían hacerlo. Poco. Nada, más bien. Pero algo tenían que hacer. Si al menos Eslava entrara en razón y le permitiera iniciar la retirada hacia el castillo de San Felipe… Pero no, el virrey, del que, por cierto, no tenían noticias hacía días, ordenaba resistir hasta el final. Sin saber, el muy estúpido, que ordenándolo condenaba su propia supervivencia. Y, aún más importante: la de toda la plaza.
Desnaux había trazado una estrategia perfecta para la derrota. Perderían Cartagena, y si esto no había sucedido ya, era porque los ingleses se habían tropezado con más dificultades de las esperadas.
—¿Podemos enviar más hombres para contribuir a la defensa del San Luis? —preguntaba, una y otra vez, Lezo.
—Me temo que no, señor —contestaba Alderete—. Ya cuento con bastantes menos de los que en realidad necesitamos.
Le enervaba ver cómo todos se disponían a morir sin poder hacer nada por evitarlo. Aquellos pobres diablos guiados por idiotas de remate eran sus hombres. Y los idiotas de remate, su propia gente.
* * *
Tras cuatro jornadas a bordo del Galicia, Lezo se hartó de esperar a que algo sucediera y decidió visitar el fuerte de San Luis. Llamó a Alderete, pidió que tres hombres se les sumaran y mandó echar un bote al agua. Al menos, en el San Luis sucedían cosas. No demasiadas, la verdad, pero sí, desde luego, muchas más que en el Galicia.
Durante esos cuatro días los ingleses dispararon más de seis mil balas contra el fuerte. Esto, según los cálculos aproximados de Lezo y contando por lo bajo. Muy probablemente fueran más. Además de la metralla, las bombas incendiarias y varios ataques con fuego de mosquetes efectuado desde las cubiertas de navíos que ya se aproximaban tanto a las murallas del San Luis que no habría resultado extraño que lo abordaran con garfios y hachas. Como a un buque pirata en mar abierta.
De eso hacía dos días. Protegido por la última penumbra antes del amanecer, el bote de Lezo arribó al fuerte por un lateral y los cinco hombres solicitaron que se les dejara entrar.
—¿Quién va? —se escuchó a alguien gritar desde arriba.
—Estos cretinos van a descubrirnos… —murmuró, enfadado, Alderete. Y con voz firme pero tranquila, añadió— : Bajad el puente, patanes, y dejadnos entrar.
Lo único que les faltaba era que el enemigo se hallara en las inmediaciones y descubriera que el almirante aguardaba sin apenas escolta a que se le abriese la puerta de la fortificación. Desde luego, algo así habría supuesto el golpe de suerte que con tanto ahínco buscaban los ingleses desde que echaran el ancla frente a la costa cartagenera.
—Almirante… —dijo Desnaux al toparse con Lezo.
El coronel tenía el aspecto de quien, tras haber sido enterrado por error, regresa al mundo de los vivos, pero marcado para siempre por la experiencia de haber estado tan cerca del infierno. Su rostro se mostraba demacrado, sucio, casi enfermizo. A buen seguro, hacía días que no probaba bocado.
—Desnaux… —replicó Lezo conmovido.
Se suponía que un almirante no debía mostrar sentimiento alguno ante sus subordinados, y vive Dios que Lezo conocía el modo de llevar adelante esta regla como nadie, pero el aspecto de Desnaux le dolió en lo más profundo. Aquel individuo era tan idiota como responsable de la situación en la que todos se encontraban, pero, qué diablos, era uno de los suyos. Y nadie que merezca ser llamado hombre abandona a los suyos cuando más le necesitan.
—Lo estamos perdiendo todo, señor —continuó en voz muy baja un Desnaux que, por momentos, parecía a punto de echarse a llorar—. He tratado de contener a los ingleses por todos los medios, pero son demasiados.
—¿Dónde están? —preguntó Lezo tratando de recabar toda la información disponible.
—¿Dónde? En todas partes… Disparando con su artillería desde corta distancia…
—¿Alguien ha advertido su presencia en los alrededores del fuerte?
—Ayer el soldado de guardia en la garita del noroeste dijo haber visto hombres moviéndose en el manglar. Pero no haría demasiado caso de sus afirmaciones, señor…
—¿Por qué, coronel?
—Almirante, mírenos. Estamos agotados. Llevamos días y días disparando sin cesar y hemos perdido a la mitad de los efectivos. Casi no quedan alimentos ni agua potable. Eslava envió, hace un par de jornadas, mil raciones de comida, pero resultan insuficientes. Los hombres tienen hambre, están literalmente agotados y puede que vean visiones. Yo, si me lo permite, creo tenerlas. Esto es más duro de lo que cualquiera puede creerse. Muy duro…
—De acuerdo, Desnaux, de acuerdo —cortó por lo sano Lezo. Sentía lástima por el coronel, pero no había tiempo para lamentos—. Me temo que debo pedirle un esfuerzo final.
—Desde luego, señor.
La voz de Desnaux se debilitaba a cada palabra que brotaba de su garganta.
—Tenemos que evacuar la fortificación —dijo Lezo—. Ahora, Desnaux. ¡Ahora!
—No puedo, almirante —repuso Desnaux—. Prometí a Eslava que aguantaría hasta el final.
—Este es el final, coronel.
—No, no es el final.
Desnaux había dejado de mirar a Lezo. Sus ojos buscaban un lugar por encima de la cabeza del almirante y, al no hallarlo, se perdían bajo los párpados casi cerrados. A pesar de que tanto Lezo como Desnaux tenían un rango superior al suyo, Alderete intervino sin que antes se dirigiera nadie a él:
—Coronel, debería descansar unos minutos…
Desnaux pareció regresar de su ensimismamiento:
—¿Descansar? Oh, no, tengo mucho trabajo que hacer… Hay que trasladar munición a las baterías para que continúen disparando.
—Ya no tenemos ninguna batería operativa —repuso Alderete—. Lo siento, señor.
—Hay que abandonar el fuerte —intervino, insistente, Lezo—. Dé la orden, Desnaux.
El almirante sabía que, al contar Desnaux con el incondicional respaldo del virrey, sólo él podría ordenar la retirada de la tropa hacia una posición segura.
—He dado mi palabra de que resistiríamos hasta el final —contestó Desnaux—. Y todavía no ha llegado el final.
No había terminado de decirlo cuando, de pronto, se escucharon disparos de mosquete en el foso norte.
—¡Casacas rojas! ¡Casacas rojas! —gritó el vigía apostado en la garita—. ¡Se acercan!
Desnaux abrió los ojos de par en par. El final no habría llegado, pero se aproximaba a buen paso. El vigía que un día antes dijo haber visto hombres en el manglar estaba en lo cierto. El coronel tensionó cada uno de sus músculos y buscó a sus oficiales para dar las órdenes pertinentes:
—¡Todos los hombres disponibles a los baluartes del norte! ¡Fuego de mosquete!
Desnaux, Lezo, Alderete y dos capitanes más subieron al baluarte norte, el que se hallaba más cercano a la puerta principal del fuerte. Apostados tras las murallas para evitar el posible fuego enemigo, observaron con cautela. Si había ingleses en las inmediaciones, estos habían corrido a ocultarse, cosa poco complicaba debido a la cercanía del manglar.
—¡No sé cómo no los hemos visto venir! —exclamó uno de los soldados que hacían guardia en la muralla.
Desnaux no dijo nada porque cualquier réplica habría estado de más: los hombres, como él mismo, estaban agotados, hambrientos y al borde del derrumbamiento. Lo raro, en tales condiciones, era que, finalmente, alguien hubiera visto algo.
—Van a organizar el ataque definitivo —explicó Desnaux. Y, dirigiéndose a Lezo, añadió—: Como ve, almirante, ya no es tiempo para evacuar el fuerte. No nos queda otro remedio que resistir.
En las palabras del coronel no había rencor ni desgarro. Simplemente, se limitaba a exponer de forma lo más clara posible cuál era su análisis de la situación. Lezo se dio cuenta de que estaba atrapado dentro de la fortificación y que, en modo alguno, podría regresar al Galicia, No, al menos, hasta que cayera la noche y las sombras le protegieran.
El San Luis estaba perdido. Lezo lo sabía. Todos, hasta el último de los hombres, lo sabían. Disponían de mosquetes y de munición suficientes, pero apenas les quedaba agua y comida. Fuera, nadie había para ayudarles. Quizás desde los navíos podrían realizar algunos disparos de aviso, pero se corría el peligro de que las balas impactaran en el San Luis. Alderete descartó la posibilidad de que los cinco oficiales que quedaban en ellos emprendieran una acción semejante.
Lezo apenas había pronunciado una palabra desde que el vigía alertara de la presencia de la infantería inglesa. Sabía de sobra que aquello no podía significar nada distinto a una rendición incondicional por parte de Desnaux y la posterior e inevitable toma de prisioneros. Si era cierto que las inmediaciones del fuerte estaban infestadas de casacas rojas, el San Luis era una ratonera.
Y vaya si lo estaban. Los ingleses se habían demorado demasiado en el manglar, pero, por fin, se hallaban frente al fuerte. Un fuerte agotado y sin un solo cañón en disposición de hacer frente al ataque. Sólo les quedaba apostarse en los baluartes, confiar en Dios y disparar contra todo lo que se moviera allá fuera.
Vernon, sin embargo, no era tan estúpido como para permitir que algo así sucediera. Continuaba al frente de la flota más poderosa de todos los mares, y en el San Luis únicamente podían arrojarles balas tomándolas entre dos hombres y lanzándolas hacia delante con toda la fuerza de sus brazos.
—Los navíos ingleses se están situando en línea —dijo Lezo, que miraba al mar cuando nadie miraba al mar—. Van a batirnos sin descanso para cubrir a la infantería.
Exacto. Si en el San Luis la artillería no disparaba, sólo podía ser porque en el San Luis no había más artillería con la que disparar. Hasta un cabo de cañón sabía eso. De manera que los navíos podían formar la línea todo lo cerca que quisieran de la costa y disparar con total comodidad. Ni siquiera sería preciso apuntar demasiado: dispararían hacia el frente sabiendo que todo hacia el frente es el San Luis.
—No podemos hacer nada por evitarlo, señor —repuso Alderete.
—No.
Lezo no tuvo que decir más. No se podían defender de los navíos que atacaban por el sur y el oeste, y tampoco de la infantería que se hallaba al norte y, pronto, al este. No se podían defender de nada ni de nadie y estaban abocados al fracaso.
El almirante pensó en una solución. Quizás, cuando la noche cayera y si los ingleses se retiraban a posiciones más seguras, podría abandonar el fuerte la mayor parte de la dotación. Al menos, un grupo importante. Pero, tras pensarlo, desechó la idea. Desnaux no permitiría ningún tipo de retirada. No, pues parecía que su honor de soldado de hallaba empeñado en ello.
Cuando estás completamente rodeado, es mejor olvidarse del honor y salvar la vida. Y si habla quien comanda la defensa de una ciudad, más aún. Había que salvar vidas por caridad humana, pero también por estrategia militar. Lezo sabía que iba a necesitar cada mano capaz de empuñar un sable o disparar un arma de fuego.
Una ráfaga de balas de mosquete barrió la cara norte del San Luis. Los efectivos desplegados en ella se echaron al suelo con la intención de protegerse tras el parapeto. Por suerte, y aunque los disparos habían sido por sorpresa, ningún hombre resultó herido.
—¡Han abandonado la vegetación! —gritó el soldado en tareas de vigilancia desde la garita. Él, a diferencia del resto, podía observar sin peligro desde su tronera—. Se acercan. ¡Se acercan!
—¿Cuántos? —preguntó Desnaux que, como el resto, permanecía tumbado en el suelo.
—¡Muchos! ¡Muchos!
—¡Concrete más, soldado! ¿Cuántos?
—Cincuenta…, setenta… Quizás cien. ¡No paran de surgir casacas rojas del manglar, señor!
Desnaux ordenó lo único que podía ordenar:
—Repartan mosquetes. Todo el que pueda disparar, que dispare. A discreción desde ahora mismo. ¡Fuego!
No había terminado de decirlo cuando volvió el rostro hacia Lezo. Una mueca de horror se había congelado en él. De horror, de cansancio, de, incluso, locura. Aquello débil terminar cuanto antes y él era el encargado de enviar a sus hombres a una muerte cierta.
—¡Doscientos! ¡Doscientos tiradores! —gritó el vigía desde la garita.