Sin embargo, restaba por determinar la estrategia. La intensidad del ataque. La cadencia del fuego. La situación de las naves. El despliegue de las tropas en tierra.
Y, para eso, Vernon necesitaba a su consejo.
Sus ojos encendidos, sus movimientos nerviosos y la incapacidad del almirante para concentrarse por completo en las discusiones, hizo sospechar a los miembros del consejo cuál era la posición de Vernon al respecto: atacar con toda la furia posible; descargar sobre Cartagena el más inimaginable de los infiernos; romper sus defensas sin misericordia pues sólo de esta forma cualquiera que estuviera realmente orgulloso de llamarse inglés podría hacerlo. En definitiva, desencadenar el Apocalipsis para Lezo y la horda de patanes analfabetos que servía bajo su mando.
Aquella cadena cerrándoles el paso y aquellos cuatro navíos de línea situados en posición de combate habían supuesto para Vernon una humillación y un insulto. No esperaba que los españoles fueran a rendirse tan pronto pero, ¿quién, a la vista de la infinitamente dispar capacidad de las fuerzas en contienda, no recomendaría, cuanto menos, cierta mesura para no convertir en desastre absoluto lo que podría quedar en una rendición más o menos honrosa? ¿Se había vuelto loco el virrey Eslava? ¿O alguien le había convencido de que estaba en su mano vencer a Inglaterra?
Desde luego que sí. Lezo. Lezo era el hombre que se hallaba detrás de aquella afrenta. El hombre incapaz de rendir la plaza tras comprobar que carecía de cualquier oportunidad ante la fenomenal maquinaria de guerra fondeada frente a su costa. ¿Iba a poner en peligro a toda la tropa española? ¿A todos y cada uno de los civiles que vivían tras las murallas?
La respuesta no podía ser otra: sí. Lezo estaba a dispuesto a todo eso y a más. Estaba dispuesto, y así lo demostraba su actitud provocativa, a ganar la batalla. Con sólo media docena de navíos, pocos hombres y escasos pertrechos.
—Ha llegado el momento decisivo, señores —comenzó Vernon dirigiéndose a los miembros del consejo militar—. Estoy seguro de que, una vez fondeada nuestra flota en este lugar y trazado el plan para conquistar la plaza, no debemos aguardar más. ¡Ataquemos ahora y con toda nuestra fuerza!
El primero en sumarse a la propuesta de Vernon fue, cómo no, el infatigable Washington:
—Nuestro almirante tiene razón. Debemos impedir que los españoles nos humillen de nuevo como hoy lo han hecho: no sólo no dan muestras de rendición, sino que nos desafían con el mayor descaro conocido.
El entusiasmo juvenil no se contagiaba a hombres de largo bagaje como Gooch:
—Hacen lo que cualquiera de nosotros haría en su lugar: defenderse de un ataque inminente.
Vernon sintió que algo crecía dentro de él. Algo punzante, doloroso y capaz de destrozarle vivo si no lo sacaba fuera.
—¿Defenderse? —gritó enfilando con la mirada a Gooch—. Lo que deberían hacer es rendirse de inmediato. Ellos se ahorrarían una sangría segura y a nosotros no nos harían perder el tiempo.
—Pero no lo van a hacer —contestó, sin inmutarse, Gooch—. Nos guste o no nos guste, eso es lo que va a suceder. Así que tendremos que actuar en consecuencia.
—¡Sin duda! —exclamó Vernon—. Por ese motivo he convocado el consejo: quiero lanzar un ataque capaz de romper el bloqueo a Bocachica y, desde mi punto de vista, algo así sólo podremos lograrlo castigando sus defensas con toda crudeza. Les propongo lanzar un ataque sin descanso ni interrupción hasta que los fuertes hayan sido rendidos, los navíos enviados a pique y esa maldita cadena rota en mil pedazos.
—Entraremos en la bahía y desembarcaremos nuestras tropas de infantería —intervino Wentworth.
Vernon no concebía ningún plan que no supusiera un ataque total. Un ataque tan contundente y demoledor que incluso las habitualmente osadas propuestas de Wentworth parecían, a su lado, pequeñeces propias de pusilánimes.
—No, Wentworth —repuso el almirante inglés—. No aguardaremos a que Bocachica esté despejada. Quiero hombres desembarcando en Tierra Bomba mañana mismo. Los prisioneros que ayer capturamos aseguran que no queda un solo soldado español en todo el paraje. Los que salieron con vida de nuestro ataque, retrocedieron hasta la fortificación de San Luis. Puede que envíen patrullas de reconocimiento, pero el grueso de la tropa ha de estar en el San Luis. No les sobran hombres y los necesitan todos en las fortificaciones.
Wentworth no pudo ocultar la sorpresa que las palabras de Vernon le habían causado. Acostumbrado a que el almirante rebajara, una y otra vez, sus expectativas, ahora era él quien se había quedado corto. Nada de enviar unas cuantas lanchas con cien o doscientos hombres. Vernon quería tomar Tierra Bomba como primera parte de un plan mucho más ambicioso: desplegar las tropas de infantería e ir conquistando terreno hasta lograr envolver y asfixiar la plaza. ¡Fantástico!
—Mañana, con el alba, tendremos tropas desembarcando en Tierra Bomba, almirante —dijo Wentworth—. Y esta vez será para quedarnos.
Vernon, como acostumbraba cada vez que se disponía a tomar una resolución importante, miró uno a uno a todos los miembros de su consejo militar. Esperaba leer en sus miradas la completa aprobación hacia las propuestas que había expuesto. No iba a aceptar que nadie cuestionase su plan de ataque. No ahora: toda afrenta infligida sobre un oficial inglés debe ser respondida con justicia y valor. Él, Vernon, iba, pues, a ser justo y valeroso. Entraría en la ciudad tras haber destrozado todo intento de defenderla. Y perdonaría la vida de aquellos que, en último término, abjuraran de Lezo y suplicaran clemencia.
—Mañana nuestra infantería buscará el modo de atacar el fuerte de San Luis desde tierra —concluyó Vernon—. Mientras ese momento llega, ayudemos a nuestras tropas castigando con dureza sus baterías y su moral. Señores, enfilen sus navíos hacia Bocachica y destrúyanlo todo.
* * *
Lezo se trasladó varias veces desde el Galicia al fuerte de San Luis y desde el fuerte de San Luis al Galicia. Parecía tomado por una fiebre hiperactiva que no acababa de contagiar a los demás. El propio Desnaux pidió, tras una breve pausa en la que tomó un bocado, un respiro para sus hombres.
El almirante se negó en redondo. No era tiempo para descansos. Era tiempo de lucha y, sobre todo, de organizar la muerte. Porque sólo quienes organizan la muerte en medio de la batalla, disponen de una posibilidad de victoria. Sólo quien sabe qué hacer con cada muerto y con cada herido, puede acariciar el éxito. El resto, es desorden. Y si algo no pasaba, ni por un momento, por la mente de Lezo, era desorganizar su defensa.
De hecho, carecía de cualquier otra preocupación que no fuera su ansia por preverlo todo: hombres dispuestos en las baterías principales del San Luis, hombres en los cañones de los navíos atravesados en el canal, hombres en el San José dispuestos a dar cobertura suficiente desde el Manco opuesto.
Y más: hombres aprovisionando hombres, hombres aprovisionando cañones, hombres ocupándose de que no faltara pólvora, ni agua, ni alimento. Aquella lucha iba a ser a vida o muerte, de manera que, mientras vivieran, sus hombres deberían disponer de todo lo necesario. Incluso de un recambio de hombre cuando el hombre en primera línea de fuego haya dejado de ser hombre.
Y si tenía que cebar él personalmente cada cañón, lo haría. Por Dios que lo haría. Con una única pierna, un único brazo y mirando a través del oído del cañón con su único ojo. Pero de allí saldrían victoriosos o muertos.
—¡Desnaux! —gritó Lezo mientras golpeaba con su pata de palo un cañón de la batería del San Luis—. ¡Desnaux! ¿Dónde está Desnaux?
El coronel Desnaux, que se hallaba cuidándose del aprovisionamiento de pólvora, abandonó su tarea y corrió al encuentro del almirante.
—¿Señor?
—Este cañón —repuso Lezo en tono bronco—. ¡No está limpio, maldición! Debería estarlo, pero no lo está.
Lezo había introducido, hasta el codo, su brazo en el ánima del cañón y mostraba a Desnaux una mano con restos de pólvora quemada.
—No comprendo qué ha podido suceder, señor —repuso Desnaux—. Ordeno que se limpie a fondo cada cañón después de las maniobras, además de una vez cada dos semanas.
—Usted ordena, pero, según veo, su autoridad sirve de poco en este fuerte, pues este cañón está sucio. ¡Sucio! ¿Lo ve?
Lezo alargaba una y otra vez su mano manchada en dirección hacia el coronel.
—Lo veo, señor. Y lo lamento mucho. Le aseguro que me ocuparé personalmente de que algo así no vuelva a suceder.
—¡Desde luego que no va a suceder! ¿Y quiere que le diga por qué?
—Señor…
—Porque esos hijos de la gran puta que están ahí fuera comenzarán a disparar sin cuartel dentro de media hora. Y nosotros no podremos dar réplica adecuadamente porque este cañón está sucio. No podremos apuntar con tino y nuestras balas les pasarán por encima cayendo al agua.
Lezo había ido incrementando el volumen de su voz y, ahora, prácticamente hablaba a gritos. Como si su interlocutor no fuera sólo Desnaux, sino todos y cada uno de los hombres presentes en el San Luis.
—Los ingleses son todos un hatajo de bastardos, pero son el hatajo de bastardos más limpio que he conocido en mi vida. ¿Cuántos cañones calcula que hay ahí fuera?
Lezo señalaba con la mano sucia al exterior de la bahía.
—No sabría decirle con exactitud —comenzó a decir Desnaux—, pero yo calculo que…
—¡No calcule más, coronel! Porque yo voy a decírselo. ¡Dos mil! ¡Dos mil cañones que en este momento están apuntando al centro exacto de su frente!
—Es una excelente cálculo, señor.
—Bien, pues continuemos con estos pequeños ejercicios de cálculo doméstico que tanto nos ayudan a ser mejores hombres. ¿Sabe, Desnaux, cuántos de esos dos mil cañones se encuentran, en este preciso momento, sucios como el coño de una puta cartagenera?
—Me temo que ninguno, señor.
—¡Correcto! —Lezo lanzaba sus exclamaciones gesticulando ostensiblemente. Tanto que el resto de hombres había dejado de realizar sus tareas para contemplarle—. ¡Los ingleses no tienen los cañones sucios! ¡Nosotros sí tenemos cañones sucios! Si a esto le añadimos el nada desdeñable hecho de que ellos tienen muchísimos más cañones que nosotros, ¿quién estará muerto antes del anochecer? ¡Vamos, conteste a eso!
Pero Lezo no quería respuestas. Al contrario, sin esperar réplica alguna por parte de Desnaux, comenzó a caminar a grandes zancadas por la batería. Los golpes de su pierna de madera resonaban, secos, en el piso empedrado.
—¡Tú! —exclamó mientras desenvainaba su sable y apuntaba con él al primer artillero que había encontrado a su paso—. Tú morirás hoy.
Lezo clavaba con tal intensidad su mirada de un solo ojo en los hombres bajo su mando que nadie osaba mantenérsela.
—¡Y tú, y tú, y tú, maldito gandul borracho! —gritaba mientras iba apuntando a los hombres con la punta reluciente del sable—. ¡Moriréis todos! ¡Moriremos todos porque alguien aquí tenía demasiada prisa por irse a fornicar con una fulana y no terminó su trabajo! ¡No limpió el maldito cañón!
Cuando Lezo calló, el silencio era tal que si un inglés en su navío fondeado fuera de la bahía se hubiera puesto a orinar por la borda, el murmullo del chorro cayendo al mar habría llegado, claro y nítido, hasta las orejas de cada uno de los hombres sobre la batería del San Luis.
—Ordenaré que lo limpien de inmediato —dijo, por fin, Desnaux.
—Hágalo —repuso Lezo envainando su sable.
De pronto, el almirante parecía tranquilo y calmado. La ira y el enfado de un instante antes habían desaparecido por completo de su rostro y ahora su semblante carecía de toda expresión. Simplemente. Ya no parecía enfadado, pero tampoco satisfecho. Ni inquieto, ni preocupado, ni llevado por mil demonios. Casi, podría hasta decirse, parecía un señor ya algo mayor que ha salido a dar un paseo después de llenar bien la barriga. Un caballero sin excesivas preocupaciones que sólo pretende disfrutar del agradable sol del mediodía.
* * *
Se hallaba Lezo considerando la posibilidad de regresar, una vez más, al Galicia con la intención de supervisar personalmente las tareas que se estaban llevando a cabo cuando, de pronto, la orden de Vernon se cumplió. Enfilen sus navíos hacia Bocachica y destrúyanlo todo. Eso había dicho y eso estaban haciendo los capitanes ingleses. Poner proa hacia el canal de acceso a la bahía, situarse en posición de combate y aprestarse a abrir fuego. Sin misericordia. Sin descanso.
Un navío de tres puentes disparó cinco cañonazos y dio la señal de que todo daba comienzo. La batalla por la conquista de Cartagena de Indias. Aplastarían a los españoles bajo un fuego tan intenso que les impediría tomar aliento siquiera para rendirse. Podían hacerlo, querían hacerlo e iban a hacerlo. Y, desde luego, lo hicieron.
Aquella tarde comenzó algo que hasta entonces jamás había sucedido. Nunca tantos navíos, tantos hombres y tanta fuerza artillera se disponían a enviar al infierno a un enemigo tan débil como el que a los ingleses se les aparecía frente a ellos. Ni tan arrogante, todo había que decirlo. Ni tan estúpido.
Lezo corrió hacia un parapeto del fuerte de San Luis y observó lo que doblaba en dirección a su posición: cuatro navíos de tres puentes, catorce o quince de al menos cincuenta cañones y varias fragatas de cuarenta. Una potencia artillera descomunal que, además, contaba con relevos situados en la retaguardia. Cada navío que consiguieran inutilizar desde los fuertes de San Luis y de San José, sería, de inmediato, sustituido por otro. Con nueva tripulación, nuevos cañones y tanta pólvora y balas como fueran necesarias para continuar el ataque durante el tiempo que fuera necesario.
—¡Desnaux! —llamó Lezo.
Su tono de voz era completamente distinto al de un rato antes y Desnaux se dio cuenta de ello. Ya no habría más reprimendas. Era el momento de actuar. De defender, hasta la muerte, la plaza.
—¡Almirante!
—¡Regreso al Galicia! Permaneceré allí hasta nueva orden. El fuerte queda bajo su mando. Recuerde: que las baterías disparen mientras haya navíos enemigos a su alcance, ¿me entiende?
—Le entiendo, señor. Cumpliremos sus órdenes.
—Confío en su buen juicio, Desnaux. ¡A trabajar!
Lezo no pronunció una sola palabra más. Dio media vuelta y se marchó del fuerte. En un pequeño bote, cuatro hombres le condujeron hasta el Galicia. Sobre su cubierta, dio instrucciones a los oficiales y dispuso que todos los artilleros estuvieran preparados. En cuanto los ingleses abrieran fuego continuo, debía dársele réplica de inmediato y siempre disparando hacia los cascos. No merecía la pena perder el tiempo tratando de desarbolarlos: debían enviarlos a pique y, aprovechando la poca profundidad de las aguas en la zona, contribuir, así, a cortar el acceso a la bahía. Tiempo habría, si lograban salir de esta, para volver a despejar el paso.